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Arte conceptual

El poeta Kenneth Goldsmith se jacta de no inventar una sola palabra de lo que escribe pero igual le va muy bien
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04 de octubre de 2015 a las 05:00
Vale copiar. Copiar es una actividad vieja como el tiempo, un método usado con éxito desde siempre. El arte copia desde las cuevas y ha seguido copiando todo lo que ve o intuye. Y la literatura también, claro. La primera noticia que tuve sobre el arte de copiar fue la lectura de Pierre Menard, autor del Quijote, una suerte de ensayo-ficción de Jorge Luis Borges.

Borges postula a Menard, que decide reescribir ciertos pasajes del Quijote a la luz de su propia existencia, la de un intelectual francés del siglo XX. Menard hace un trabajo formidable para repensar el Quijote desde su perspectiva temporal y el resultado final es la reescritura exacta de esos pasajes, a los que el lector se enfrenta con la diferencia de que ahora están firmados por Menard. Eso, según Borges, los puebla de significados insospechados por Miguel de Cervantes.

Menard trabajó durante años para hacer propias las palabras de Cervantes y llenó múltiples cuadernos con sus notas, pero decidió destruir los borradores y presentar tan solo el trabajo final, que era lo que ya había escrito Cervantes.

Borges ha sido objeto de su propia astucia, o juego, o broma. El escritor chileno Agustín Fernández Mallo publicó el libro El hacedor (de Borges) Remake, en el cual copia gran parte del libro del argentino sin otra justificación que una suerte de ¿por qué no?

Yo acabo de descubrir a un gran copión, gracias a un extenso perfil que le hizo la revista The New Yorker. Se trata del estadounidense Kenneth Goldsmith, un tipo que, entre otras extravagancias, publicó Day, la transcripción del diario The New York Times del 1º de setiembre de 2000. Son 836 páginas que relevan desde el rincón superior izquierdo de la portada hasta el rincón inferior derecho de la última página.

Goldsmith acuñó la categoría "escritura no creativa" y se erigió en su paladín. Day tiene un pasaje de un centenar de páginas con tablas financieras, lo que lo hace un libro de difícil lectura. De hecho, el propio Goldsmith admite que es "el escritor más aburrido del mundo" y que nadie lo lee, sino que en cambio le celebran las ideas.

De tal forma nadie lo lee que sus libros suelen contener varias erratas. "No me leen ni los correctores", se ufana el autor de ideas.

Goldsmith explica su fama –fue elegido como el primer poeta laureado del Museo de Arte Moderno de Nueva York y leyó un pasaje de su obra en la Casa Blanca– diciendo que en realidad lo suyo son sus lecturas, que él realiza como happenings y las actúa con carisma.

Vale decir, Goldsmith es un artista conceptual que usa el texto ajeno como materia prima de su acto.
Yo creo que lo que hace a Goldsmith atractivo es su vocación de arriesgar y de romper los moldes. El arte conceptual, que en algún momento fue ruptura, es ahora academia, y la mayoría de sus cultores han perdido fervor revolucionario e incluso hasta sentido del humor.

Goldsmith, en cambio, se atrevió a leer en público un texto titulado El cuerpo de Mike Brown, que en realidad es la transcripción de la autopsia del adolescente negro asesinado el año pasado por un policía blanco en Ferguson, Missouri, y que desató una avalancha de ira de la comunidad afroamericana en Estados Unidos y una polémica nacional sobre el racismo en la policía y en la sociedad en general.

El creador de la uncreative writing fue acusado de "provocador racista" y hasta recibió amenazas de muerte. Es algo a lo que no se arriesgan estos que cuelgan una botellita de un clavo y no se les puede decir nada porque están en la cresta de la ola de la historia del arte.

Tal como lo hizo en su momento Marcel Duchamp, Goldsmith convierte el contexto en contenido, con una franqueza intelectual despojada de pretensión discursiva, una manera de incomodar al público para que pueda pensar por sí mismo y llegar a acorralar alguna revelación.

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