Ya nadie habla del accidente nuclear de Fukushima de 2011, es como si no hubiera ocurrido. En su momento el mundo aguantó la respiración. Se calculó que la radiación podía llegar hasta las costas chilenas. Por acá se decía que a nosotros, los uruguayos, nos salvaría la Cordillera de los Andes. Durante un par de meses el país incluso miró de reojo a Argentina y sus centrales atómicas. Hoy ya nadie se acuerda del asunto.
Contra esa fragilidad de la memoria, contra ese olvido pecaminoso que ignora a las víctimas lucha Svetlana Alexiévich en Voces de Chernóbil, un libro magnífico hecho en base a los testimonios de quienes vivieron en carne propia el mayor accidente nuclear de la historia.
Que el texto sea mucho más que eso, que capítulo a capítulo vaya pintando un fresco de época memorable, es mérito de la autora, que no deja a nadie sin entrevistar. El científico, el delincuente, el político, la abuela octogenaria, los niños, los médicos, las viudas, los soldados, los fotógrafos, están todas las voces.
Uno tras otro, como piezas de un puzzle que se van encajando, los relatos permiten al lector comprender cada vez con mayor profundidad la magnitud de lo que sucedió aquel trágico 26 de abril de 1986, en la Ucrania soviética, cuando uno de los reactores de la central nuclear de Chernóbil explotó y comenzó a lanzar al cielo material radioactivo.
Es espeluznante saber de la demora de las autoridades para encarar el gigantesco drama, sus titubeos, sus mentiras, la decisión de mandar a la gente sin protección a una zona donde en solo un minuto se recibía una dosis letal de radiación. Gorbachov se tomó nueve días para salir por televisión a explicar y dar consejos sanitarios.
Pero es aún más demoledor ver la inocencia de los pobladores de la región, muchos de ellos campesinos. Algunos vivían a solo 5 kilómetros de la central nuclear y no sabían que era la radiación, por qué razón no podían seguir comiendo lo que la tierra les daba, porque venían los soldaos a matar a su vaca, a su perro, a sus gallinas. Por qué tenían que dejar su hogar para siempre.
En cada página hay una historia conmovedora. Está el viejo inválido que explica por qué se ofreció como voluntario para los trabajos de contención. Esta la mujer que cuenta que durante años no pudo encontrar novio porque en cuanto decía de donde era los hombres huían. Está el terror de muchas a parir un monstruo.
Pero entre los relatos emerge también una disección minuciosa del alma eslava, del carácter ruso y del pensamiento soviético de la época. Más de uno señala la tendencia general del pueblo a buscar la hazaña trágica. "Vencer a la radiación con una pala, ese era el espíritu", explica un exsoldado.
El libro se vuelve memorable cuando aparecen otras voces que hablan en sentido contrario. Que defienden la necesidad de esto o aquello, del sacrificio controlado, inevitable. Cuando enfermos de cáncer dicen que volverían a hacer lo mismo. Y esos hombres y mujeres hablan también desde el corazón.
Hay pasajes donde la realidad supera a la ficción. Hay soldados que cuentan que no resistían la tentación de comer manzanas de los árboles. Otros que negociaban con los granjeros permitirles ordeñar a su vaca envenenada a cambio de una botella de alcohol. O cuando se explica cómo los productos agrícolas seguían llegando a los mercados de Moscú, al igual que la maquinaria, los coches y enseres de todo tipo, que desaparecían de los pueblos pero no eran destruidos. Un aquelarre de contrabando radioactivo, surrealista, de locos.
Voces de Chernóbil es un libro que duele, pero es tan bueno que resulta ineludibleInicio de sesión
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