Las derrotas electorales de gobiernos populistas en la región no reflejan necesariamente corrimientos ideológicos desde la izquierda hacia la derecha sino reacción de la gente contra administraciones corruptas, autoritarias y, sobre todo, ineficientes en el manejo de la economía. Las etiquetas ideológicas tradicionales se desdibujan en forma creciente, reemplazadas por la percepción de los votantes sobre lo que más les conviene, al margen de la ubicación de dirigentes en el abanico de partidos. En el campo político inciden en las decisiones electorales los frecuentes desvíos de gobernantes que, aunque electos legítimamente, tratan de perpetuarse en el poder y ejercerlo con absolutismo, tendencias que además tientan a la corrupción.
Pero la incidencia mayor en los resultados electorales corresponde a la eficacia, o las esperanzas, en el campo económico, base del bienestar de los hogares y la capacidad productiva. Los ejemplos más recientes están en Argentina, Bolivia, Venezuela y Brasil, aunque en este último país no hubo todavía consecuencias electorales. Pese a una situación económica menos asfixiante que las del resto de la región, los bolivianos acaban de negarle a Evo Morales la posibilidad de un cuarto período presidencial por rechazo a sus excesos autoritarios y denuncias de corrupción, a lo largo de una permanencia en el poder que quería extender a por lo menos 20 años.
El kirchnerismo arruinó un país rico como Argentina en 12 años de arrogancia personalista del matrimonio Kirchner y manejo de los recursos fiscales como si fueran patrimonio de una familia y su entorno, en medio de una generalizada corrupción desembozada. La situación ha llegado al extremo de que, desalojada del poder por el hartazgo popular, la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner tiene que comparecer ahora ante un juez, junto con quienes fueran su ministro de Economía, Axel Kicillof, y su presidente del Banco Central, Alejandro Vanoli, por una escandaloso manejo ilegal de ventas de dólares a futuro.
El absolutismo de Hugo Chávez, que trató de mantener su sucesor Nicolás Maduro, empobreció a los venezolanos por incompetencia administrativa y la corrupción pública de mayor volumen en América Latina junto con Haití. El resultado fue que una población sin acceso a los alimentos y a otros muchos artículos esenciales derrotó al chavismo en las recientes elecciones legislativas, abriendo el camino para sacar lo antes posible a Maduro de la presidencia por vías constitucionales. Y en Brasil los apremios económicos y los escándalos de corrupción han derrumbado la popularidad de la presidenta Dilma Rousseff, exponiéndola a un juicio político para destituirla.
La moraleja es que la gente quiere buenos gobiernos, por encima de su color ideológico. Es una lección que todos los países deben tomar en cuenta, incluyendo los partidos políticos de Uruguay. La situación económica es difícil pero lejos de los niveles de desastre que castigan a otros países, en tanto impera una democracia que, aunque con altibajos por disidencias entre poderes del Estado, funciona razonablemente bien. Pero ni el gobernante Frente Amplio –acuciado por ANCAP, el caso Sendic y otras muchas peripecias internas que traban la eficacia – ni los partidos que hoy militan en la oposición pueden ignorar que ser de izquierda, centro o derecha es menos importante para la gente que la garantía de gobernar bien.
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