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Caminar por Düsseldorf

La ciudad sobre el Rin, patria del poeta judío alemán Heinrich Heine, mantiene algunos callejones de adoquines donde es posible imaginarse en otra época
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21 de octubre de 2017 a las 05:00
Llegué a Düsseldorf de casualidad, esperando para ir a otra ciudad de Alemania, en medio de una tormenta que hizo planear de forma cilíndrica a los pilotos de los aviones, tormenta que bautizaron como Javier en el centro de Europa, en medio de un otoño invernal, grisáceo y cortinado en sucesivas capas de nubes enceguecidas, húmedo y ventoso, clima como para refugiarse en uno mismo, para buscar afuera lo que a uno le pasa adentro.

La ciudad se recuesta sobre el río Rin, que en cada una de las barcazas que transportan combustible, como pequeñas estaciones de servicio flotantes, le pone movimiento a una corriente añeja, que vio hordas de tribus bárbaras vociferando, a legiones romanas volver derrotadas de los bosques cercanos, puentes que salvan sus orillas, bombardeos infernales, destrucción absoluta y renacimiento milagroso, como el resto de Alemania.

Por lo tanto, la arquitectura más vieja es de la década de 1950 y entonces el sentido del tiempo se trastoca al caminar por Düsseldorf. Solo algunos elementos hacen entender el peso de los años acumulados: una iglesia reconstruida piedra sobre piedra simula el original, una escalinata hacia el río, los adoquines de algún callejón que quedó más o menos intacto luego de la barbarie bélica. De pronto, en la oscuridad de un día de lluvia, el graznido de un cuervo azul de lo negro de su plumaje, transporta la mente hacia siglos pasados. Puede ser un signo de un cuento medieval rescatado por Hans Christian Anderson o los hermanos Grimm, puede ser un reflejo de alguna historia recreada luego por Walt Disney: los cuervos sobrevuelan la ciudad y no emiten sombras, como espectros sonoros escondidos en la memoria.

Düsseldorf fue la patria del poeta de origen de judío Heinrich Heine, autor de famosos textos que luego fueron musicalizados por la mejor tradición de la música alemana del siglo XIX, como Johannes Brahms, Franz List o Franz Schubert. Heine le escribió al río, a las montañas, exaltó el paisaje como buen romántico, pero le agregó un toque de sarcasmo y de ironía, tanto a su pueblo y a su cultura como al contexto histórico que el destino le asignó.

Renegó de sus orígenes, se convirtió al protestantismo porque creía que era la verdadera religión de los alemanes, heredera directa de Lutero, el gran reformador al que Heine idolatraba. Pero sus opiniones y sus orígenes enojaron al gobierno prusiano, Heine huyó a Francia y nunca más volvió a su tierra.
Varias décadas después, los nazis lo incluyeron en su lista de autores prohibidos y quemaron sus libros en la plaza pública.

Como siempre hay un tiempo para el perdón y la Alemania de posguerra reconstituyó a Heine en su dimensión. Bustos del poeta de Düsseldorf pueden encontrarse en las cervecerías de la ciudad, orgullosa de sus maltas de cebada, de sus fórmulas secretas y de su rivalidad fluvial con Colonia, aguas arriba del Rin. En épocas de carnaval, la cerveza corre por las calles, en una borrachera generalizada, desde el alcalde a los alumnos de la famosa academia de arte. Tanto los parroquianos como los turistas cholulos unen en los brindis, al elevar sus copas de cerveza espumosa, la memoria de Heine.

El costado menos obvio de la ciudad está en el barrio japonés, una gran comunidad que se extiende a los costados de la calle Immermann Strasse. ¿Qué diría el exiliado Heine hoy de su pueblo natal? ¿Le escribiría un poema a un compatriota de ojos rasgados, dueño de un sushi bar? Seguramente, sí. Los pueblos superponen sus historias y junto a un vaso de cerveza de esmirriado cuello, como un ganso de cristal, bien puede lucir un roll de salmón, un cuadradito verde de wasabi, y, como mudos remos de bambú, un par de palitos.

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