Canto de sirenas

La obra literaria de Mario Delgado Aparaín es una de las más felices excepciones a esa regla no escrita que define a los uruguayos como seres tristes y grises, genéticamente incapaces de dar rienda suelta a la alegría a no ser ante una hazaña deportiva.

Cada uno de sus libros tiene el poder de dejar en el lector la semilla de la esperanza, de transmitir la certidumbre de que tras las nubes se oculta un sol radiante. Su ficticio pueblo de campaña, Mosquitos, es el reverso cariñoso y optimista de la Santa María trágica y decadente de Juan Carlos Onetti.

Tango del viejo marinero, su último libro, no se aleja un ápice de esa felicidad narrativa que lo acompaña siempre, aunque no tiene la densidad conceptual de otras obras suyas como La balada de Johnny Sosa o Alivio de luto.

Se trata de una novela sencilla, de fácil lectura, que pivotea entre tres personajes bien definidos y varias anécdotas históricas de mar que sirven de telón de fondo. Al iniciar la lectura quedan de manifiesto algunas de las virtudes de Delgado Aparaín, como son la capacidad para enganchar al lector desde la primera página, la prosa impecable y la soltura para mezclar pasado y presente sin que la narración se resienta.

El Capitán Lander, viejo marino ahora devenido en artesano de la madera que se gana la vida vendiendo barcos en miniatura, es el centro de la historia a la que se suman Sampedro, un viejo amigo sin un peso en el bolsillo, y Milagros, una joven que tras un intento de suicidio trata de salir adelante bailando tangos en Montevideo.

La tradición oral, tan cara para Delgado Aparaín, marca todo el relato y queda patente sobre todo cuando Lander, al vender cada barco, le cuenta al comprador ocasional la historia del navío, con lujo de detalles y sin tolerar ninguna intervención por más pertinente que sea. Entre las más destacadas están la historia de una fragata que participó en la batalla de Trafalgar y la del Bounty, famosa por el motín que se produjo a bordo.

Son páginas felices, que traen a la mente del lector el recuerdo del primer contacto con los grandes escritores que dedicaron gran parte de su obra a narrar historias de mar como Herman Melville, Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson o Emilio Salgari, entre otros.

Lander trabaja en tierra firme pero añora el océano, donde quedaron sus sueños y su juventud. Vive en la costa y ve cada día el mar, pero está muy lejos de la isla donde termino sus días un antepasado suyo, que resulta ser Fletcher Christian, el segundo al mando del Bounty y líder de la rebelión naval más impactante del siglo XVIII que conmovió al imperio británico.

Pero no todo es luz y fantasía desatada. El libro tiene otro costado más oscuro, más sórdido, que refiere a la dictadura uruguaya. Aparaín vuelve a tratar (una vez más) el tema, aunque se explaya algo más de lo habitual y con más crudeza que en otras oportunidades. Esto se debe, quizás, a que esta vez apunta sus dardos contra un médico que colabora con los militares durante las torturas a los detenidos, que resulta ser un enemigo común de los tres personajes principales.

De ese triángulo que las circunstancias y el pasado unen de forma indisoluble, Sampedro es el protagonista más débil, ya que no aporta casi nada a lo largo de toda la narración y resulta superfluo. La muchacha funciona algo mejor en su papel de víctima y como contraste natural a la avanzada edad del Capitán Lander y de Sampedro, pero tampoco llega a desarrollarse completamente su personalidad.

En conjunto la novela funciona, entretiene y tiene un desenlace esperanzador, pero por esos personajes desparejos y por algunas escenas bastante forzadas, Tango del viejo marinero se disfruta de a ratos.