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Cela, Cela, Cela

En el centenario de Camilo José Cela, último español premio Nobel de Literatura, vaya este pequeño homenaje a una de las mayores voces de la narrativa del siglo XX
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04 de junio de 2016 a las 05:00

Un aminante y un camino. A un costado corre un río espumoso de burbujas. Al otro, árboles densos que escarpan un trecho empinado. El caminante lleva un palo y, en la punta del palo, un atado. Salió a recorrer la región, salió a comer mundo. Mira, huele, saborea, besa, duerme, sueña. Despierta, se refriega los ojos, se acerca al río para lavarse la cara y anota en su libreta.

La fórmula parece simple, pero encierra el misterio de toda una literatura. Camilo José Cela dijo en una entrevista que escribir era apenas un divertimento para él: que estar vivo era la verdadera aventura, que era suficiente. La falta de apego a esa máxima, como tantas que blandió a lo largo de su vida y luego no cumplió, es la causa de que exista una de las mayores obras de la literatura en lengua española del siglo XX.

Cela, el obsesivo de la pluma. Cela, el que pretende poner todo junto en una sola novela: todo Madrid, si es preciso. Los personajes fluyen como bolas de flipper, se cruzan, se unen, se separan, se ignoran. Cela, el traidor; el franquista; el censor; el innombrable; el falso amigo, el delator.

Cela camina. Su ego y su hambre son tan grandes que se no se amilana por los kilómetros ni por las montañas. Las regiones de España son suyas. Las deglute de una forma muy particular y sutil: las describe a través de su mirada. Si, los ojos pueden comer. Díganselo a Camilo...

Cada libro es un escalón en la escalera de su castillo invisible. Se transforma en un bocazas: va como un dardo a la polémica, disfruta de sacudir las colmenas desde donde le vuelan zánganos y aguijones. Pero es gallego, lleva dentro sangre aristócrata y celta, y al mismo tiempo el sabor de lo rural, la cercanía del bosque y lo que este implica (hongos, osos, bellotas, conejos, trampas, rifles). La ciudad, el asfalto, los hospitales, la calle y sus voces; la naturaleza y los elementos, el clima y los vientos: extremos reunidos en la obra de don Camilo.

Le tiran con munición de todo calibre, pero –como tantas veces–, las críticas parecen fortalecerlo. Agrandan su músculo, avivan su fuego interior. En el camino, viaja, seduce generales bananeros a los que les vende proyectos hercúleos, funda una editorial (Alfaguara, ni más ni menos), coquetea con las revistas rosa en entrevistas jugosas, miente, se muda, publica, escribe. Escribe incansablemente porque es lo que sabe hacer. Y ama: tiene mujer, tiene amantes, tiene hijos legales, otros fuera del matrimonio.

A los que reconoce los bautiza sistemáticamente, sean varones o niñas: Camilos o Camilas.

Pasan las décadas y cuando insulta y cree que todos se han olvidado de él, gana en 1987 el Premio Príncipe de Asturias con una novela que cuenta las andanzas de dos curas fornicadores en Galicia. Así nomás, sin pelos en la lengua.

Luego de despotricar contra el Nobel, que lo elude, dos años después da el batacazo: Premio Nobel de Literatura en 1989. En su pueblo natal de Padrón, provincia de A Coruña, festejaron con vino casero y gaitas en las calles. No se necesitaba más. En los noventa, se alza con el Premio Planeta y con el Cervantes. Sus vitrinas desbordan a cualquier coterráneo. La mitad de España lo adora, la otra mitad lo desprecia, pero todos lo leen. ¡Que es Cela, hostias!

El 11 de mayo pasado se cumplieron cien años de su nacimiento. La cifra es la excusa, pero por suerte su obra, el verdadero legado, está por doquier: en librerías fifí, en las mesas polvorientas de Tristán Narvaja, en los límpidos monitores de las lap tops, en las frígidas pantallas de los smart phones.

Hay que leer a Cela. Cela cela. Cela recela de sí mismo. Cela, cual caballero medieval, con su celada oxidada, quijotesca. Cela en su celda: de papel, claro, que es la que nos contiene cuando lo leemos. Cela, Cela, Cela. Una, tres, diez, cien veces.

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