Comprimido entre vecinos de corrupción rampante, no le es fácil a Uruguay mantener su tradicional inmunidad al contagio. El riesgo surge de la ausencia de un eficiente sistema integrado para combatir irregularidades, cuya frecuencia puede ser mayor que la indicada por la percepción pública. Lo destacaron, en un reciente seminario, el presidente de la Junta de Transparencia y Ética Pública (Jutep), Ricardo Gil Iribarne, y el fiscal de Corte, Jorge Díaz. No hay duda de que Uruguay sigue siendo el país con menos desvíos en esta área en la región. Pero estar menos mal que otros no significa estar bien. A los casos estrictamente autóctonos que salen a luz, relativamente escasos y por montos reducidos, se agregan los coletazos de los pavorosos niveles de corrupción en todo el sistema político de Brasil y en la era kirchnerista en Argentina. Investigaciones locales y derivaciones de los Panamá Papers mostraron alguna forma de participación local, confirmada o sospechada, en la ruta del dinero K y en los desvíos del Lava Jato brasileño.
Gil Iribarne afirmó que el país “tiene problemas serios en materia de corrupción”, en tanto Díaz destacó que “hay un problema”. Ambos jerarcas señalaron que se requiere una centralización de los controles, coordinando de manera eficiente las actuales acciones en ese campo, a cargo de organismos tan dispersos como la Jutep, órganos judiciales, la Policía y el Banco Central (BCU). Díaz incluso censuró que el sonado caso de Cambio Nelson no haya sido advertido y controlado a tiempo por el BCU. Agregó que los juzgados de Crimen Organizado deben dejar de manejar delitos de corrupción al entrar en vigencia el nuevo Código del Proceso Penal en julio, cuando las investigaciones pasarán de la órbita de los jueces a la de los fiscales. Díaz señaló además que la dispersión de organismos de control en vez de un sistema integrado induce la idea de que los delitos en esta área son menores.
Las conclusiones de ambos jerarcas esfuman la convicción tradicional de que la corrupción en el país está limitada a coimas ocasionales y comparativamente pequeñas a cambio de agilizar algún trámite, a la asignación de un contrato de obras públicas o a recursos que un funcionario se guarda indebidamente en su bolsillo, como ocurrió en años recientes en por lo menos dos casos en el ámbito judicial. Las advertencias de Gil Iribarne y Díaz asumen asidero con evidencias de inversiones de capitostes kirchneristas en el país o su trasiego de decenas de millones de dólares desde entidades uruguayas, en su tránsito hacia otros destinos. Lo mismo se ha denunciado que ocurrió con fondos ilícitos recibidos por políticos brasileños involucrados en el escándalo de Petrobras.
Muchos de estos casos se inscriben en el lavado de dinero, delito que era frecuente en Uruguay cuando regían normas financieras más laxas que ahora y cuya prevención y represión corresponde al BCU. Pero no hay que echar en saco roto la idea coincidente de la Jutep y del fiscal de Corte de que los diversos organismos involucrados en la lucha contra ese flagelo deben operar dentro de un sistema mejor coordinado, probablemente bajo dirección de los fiscales a partir de julio. De lo contrario podemos despertar un día a la ominosa realidad de que el contagio de la vecindad nos golpea con dureza.
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