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Cerezas, olivos y huevos fritos

El iraní Abbas Kiarostami, fallecido esta semana, fue el padre internacional del cine de su país
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09 de julio de 2016 a las 05:00

Tres escenas. La primera: como siempre al comienzo, la pantalla está negra. Es la oscuridad creativa que precede a toda película, un mínimo segundo de vientre, donde el espectador ingenuo, puro, cree que puede definirse el destino de lo que verá. De pronto, la oscuridad se rompe y cae sobre lo negro una mancha blanca que rápidamente se abre, se expande. Genera burbujas líquidas, en explosiones extrañas. Antes de que se pueda unir algún signo semiótico a algo en la cabeza del que ve, aparecen otras dos manchas grises, que al instante comienzan a aclararse hasta el blanco nieve, aunque su centro se mantenga gris. Los dos círculos miran, como dos ojos asombrados. Una mano retira la imagen y debajo de la superficie aparece la primera forma reconocible: una hornalla. Lo que vimos era a alguien preparándose dos huevos fritos, en 52 segundos.

Eso resume el aporte del cineasta iraní Abbas Kiarostami a un proyecto colectivo aparecido en 1996, denominado Lumière y compañía. Para festejar el centenario de la célebre salida de los obreros de una fábrica filmada por los hermanos Lumière, se convocó a un grupo de cineastas de todo el mundo para que filmaran un pequeño cortometraje con la misma cámara y en las mismas condiciones que los pioneros del cine.

Kiarostami demostró en menos de un minuto el talento plástico y narrativo que el ámbito atento del cine internacional ya conocía desde unos años antes. Todo el fenómeno del cine iraní ocupando podios en festivales importantes tenía una deuda con Kiarostami. En sus espaldas y en sus películas el cine de ese país milenario, eje entre Occidente, Medio Oriente y el lejano oriente, había salido al mundo y se había vuelto objeto de culto. Tras él, aparecieron los talentos de Mossen Maakmalbaf, Jafar Panahi y Ashgar Farhadi, entre otros. Kiarostami abrió la puerta fílmica a un mundo que hasta principios de la década de 1990 era desconocido fuera de Irán. Bajo el riguroso régimen islámico instalado en 1979, Irán demostraba tener dentro de su pueblo una generación de hombres y mujeres que sabían cómo hacer cine de verdad.

La segunda escena: dos hombres, padre e hijo, parten desde la gran ciudad –siempre Teherán– hacia una zona rural. Buscan a supervivientes de un pasado terremoto. Recorren escenarios devastados: la fuerza de la naturaleza se llevó todo por delante: seres humanos y edificios. Pero la cámara de Kiarostami, con abundantes zooms, captó el leve movimiento de los olivos, vivos y casi indiferentes, mecidos por el viento. La vida y nada más.

Tercera escena: un hombre conduce en silencio y con mirada levemente angustiada por laberínticas carreteras periféricas de una gran ciudad. Está bien vestido, su camioneta es lujosa, su preocupación no es material. Busca algo. Transita esas sendas hasta que oscurece, se detiene en un lugar previsto y se acuesta en la tierra, sobre un hueco que es una tumba. El cielo se nubla, aparece la luna detrás de las nubes y luego es la noche la que toma el control, tiñendo de negro la totalidad de la pantalla. Pocas veces se había filmado una muerte de esa forma en el cine. La amargura se aprieta en la garganta. Es el final de El sabor de la cereza. Pero no: en un acto de suma arrogancia, de Dios que muestra su mano, Kiarostami concluye el filme mostrando cómo filmó algunas escenas, con su voz en un Handy, dando indicaciones al actor y a los técnicos. Pocas veces el cine había intentado construir y desarmar tanta tensión, teorizar sobre la narración y desdoblar el arte fílmico en pocos segundos.

Por estos tres gustos, cereza, olivo, huevo, y otros más, Kiarostami será recordado.

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