Un show incómodo de un adorable viejo rockero

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Chuck Berry: desarmado y aplaudido rock de despedida

Ante un público agradecido, el legendario rockero dejó un show sin dramatismo pero con pifias y desidia a su alrededor
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16 de abril de 2013 a las 19:39

El público acompaña con palmas y ovaciones el famoso “paso del pato” que un sonriente Chuck Berry improvisa delante de sus músicos, al borde del escenario del Teatro de Verano. El hombre, uno de los padres del rock y entero físicamente –al menos para sus 86 años–, pide “que suban las chicas” a bailar, pero quien aparece desde el costado del escenario es un señor de pelo largo hacia atrás, falto de pelo adelante y traje brilloso. Le pone la mano en la espalda y lo palmea como a un caballo cansado. Alguien dice “one more” (una más) y el músico vuelve a pasearse por el escenario. Ahora se ve además a una señora con una especie de abrigo colgado de la mano hacer su irrupción en medio de la banda de músicos de gesto serio y aburrido. El ¿mánager? de Berry lo persigue por el escenario y la señora (uno pensaría que era una de las chicas que Berry quería bailando) persigue al mánager, en una escena digna de una película con Peter Sellers. Finalmente, encarrilan al músico hacia el camerino. La banda, que ya no sabe qué tocar, termina con una breve presentación espoleada por Chuck Berry Junior, hijo y guitarrista de la leyenda, que tras presentar –ya sin música– al resto de sus compañeros, grita cuatro o tres veces el nombre de su padre como si fuera un boxeador y se retira.

Seguramente no había final más representativo de la decadencia de la gira que trajo a Chuck Berry al Río de la Plata; una basada en improvisaciones de parte de quienes definieron los conciertos con el hombre que entre otras cosas dio estructura y chispa a un género del que después se servirían fenómenos comerciales como los Beatles, Elvis Presley o –más en su línea– los Rolling Stones.

Hay que recordar los logros porque el concierto del estadounidense fue un festival del desencuentro entre una guitarra con evidentes arrebatos de magia aún gozable pero con una desafinación notoria incluso para un neófito y una banda que no puede o no sabe muy bien cómo seguirlo, salvo en los pasajes más bluseros, los más disfrutables de la noche. Ahí, quien más esfuerzos hizo por guiar los momentos de falta de sintonía de Berry fue el propio Berry Jr, a quien se le notaba el estrés de la tarea en el semblante.

Todo lo contrario de su padre, quien tuvo varios momentos de interacción con el público, no se sentó durante el concierto salvo en el final y se movió como ya querrían varios cuando lleguen a esa edad. El ánimo de Berry contrastó incómodamente con el de sus acompañantes.

El resultado entonces fue una hora y poco más de show en el que Berry, después de un entretenidísimo set de The Supersónicos, ofreció sus mejores éxitos de forma rústica, sucia y desprolija. Por ejemplo, reincidió con líneas de Roll over Beethoven algunas canciones después de tocarla y recitó (porque los momentos de canto fueron intermitentes) fuera de tono canciones como Oh Carol o Key to the highway. En este último caso al menos lo acomodó la compañía de la armónica y la voz de su hija Ingrid, también parte del concierto. En My ding-a-ling el incondicional público local secundó al músico y en Johnny B. Goode los asistentes se pararon y lo ovacionaron en cada ramalazo de guitarra.

Según la biografía
Algunos asistentes al concierto que vieron a Berry en alguna otra época de su vida notaron de inmediato la desmejora de su show, fácilmente comprobable en videos de Youtube. También en esa plataforma se podía ver el estado actual del músico y el tipo de concierto que puede dar con esta banda, algo que hay que hacer por motu proprio y no esperar que sea tarea del productor porque en Uruguay muy pocos productores parecen saber lo que traen más allá del nombre y las estimaciones de entradas a venderse. En tiempos de internet, la responsabilidad sobre el dinero que invierte es, mal que pese, de quien va a pagar la entrada.

Aun así, aunque cada espectador lo hubiera hecho, es difícil saber cuántos hubieran desistido de ir a verlo el pasado lunes. Es que existen y existirán varios argumentos a esgrimirse para justificar haber ido a ver a Chuck Berry como fuera. Para algunas personas, ver conciertos de rock es parte de una seguidilla en la que se llenan casilleros de pendientes en plan “a este lo tengo que ver como sea”, instancias de conexión que van más allá de la experiencia en vivo y que definen al consumo de una enorme cantidad de rock contemporáneo. Otros con algo más de sustento seguramente dirán que el rock no necesariamente es prolijidad y corrección sino más bien una serie de sensaciones corporales que atacan con felicidad el espíritu y que hubo mucho de eso el lunes. También esto es verdad aunque poco de estas versiones desarmadas casi que en pistas separadas parecía ser intencional o punk sino más bien consecuencia de la desidia. Un tercer argumento será la propia biografía de Berry: de alguna manera esa escena del final sobre el escenario, esos músicos sin gracia y esa atmósfera decadente quizá no desentonan con la historia de su vida, rockera y llevada a las patadas. Chuck Berry sentó las bases del rock en los años cincuenta pero estuvo lejos del glamour de los integrantes de su establishment, que vinieron después. Más bien su vida se recuerda por problemas con menores de edad, evasiones de impuestos o por manifestaciones de un carácter terco y pendenciero. De alguna manera sintoniza más con lo que fue su desordenada vida un final de carrera así que un “Chuck Berry All Star” en vivo, lleno de luces e invitados.

Del mismo modo, no hay forma de asegurar que Berry es un señor senil al que alguien arrastró a esta serie de conciertos. En vivo, el hombre pareció tan tercamente feliz como su público esa noche y no tuvo grandes lagunas como las que se contaron del show en Buenos Aires. De hecho, Berry no parecía en mal estado cuando entraron a arrearlo groseramente hacia fuera del escenario.

Con todo, quedarán entonces como recuerdo el picante de algunos momentos del concierto y la conexión entre un público respetuoso y animado con un genio que merece despedirse de los escenarios con algo más que un show de clase B que recordó a los tiempos en los que los viejos rockeros venían a morir a Uruguay. De ahí la sensación ambivalente que marcó la visita del hombre que supo ser un gigante de la guitarra.

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