Contra viento y marea

Un repaso a través de la vida y la obra literaria del escritor uruguayo Mario Levrero, a pocos días de cumplirse un nuevo aniversario de la muerte de un autor que dejó todo de sí mismo en su pluma
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22 de agosto de 2015 a las 05:00
Hoy se pueden encontrar con facilidad la mayoría de los libros que publicó a lo largo de su vida Mario Levrero (1940-2004), álter ego de Jorge Mario Varlotta, el último gran escritor uruguayo del siglo XX. Su obra, personalísima y revolucionaria, ha logrado con el tiempo imponerse, ganarse un lugar aquí en Uruguay y fuera de fronteras, donde ha sido traducido a varios idiomas con gran éxito.

No siempre fue así. En las décadas de 1970, 1980 y buena parte de la de 1990, Levrero era un autor secreto, del que se sabía muy poco, salvo que era un gran escritor que paría libros raros con una facilidad asombrosa. En parte se debía a las dificultades enormes que tuvo siempre para lograr que alguna editorial de esta margen del río o del otro lo aceptara entre sus filas. En parte también, por su propio carácter, que lo hacía alejarse despavorido de las luces, las aglomeraciones y la prensa.

Esta escasa difusión de su obra tuvo, sin embargo, un efecto imprevisto: lo convirtió en una leyenda. Conseguir un libro suyo en aquella época era una hazaña que le daba al propietario un estatus especial entre sus amistades, un brillo distinto. Pero también le generaba al afortunado propietario la obligación moral de tener que prestarlo en cuanto lo terminara. Porque Levrero era de todos, siempre lo fue.

Una pluma personal


Sus primeros libros (Gelatina, La ciudad, La máquina de pensar en Gladys) hablaban ya un idioma diferente al de la época. Anunciaban el final de un tiempo marcado por la generación ilustre de 1945 y el inicio de un nuevo flujo literario del que fue el máximo exponente, aun desde las sombras.

Levrero fue el primero en poner sobre papel lo que muchos sentían pero no se atrevían a decir y lo hizo siempre en primera persona, sin ocultarse nunca. Se desnudó en público, podría decirse, y sin ningún pudor o remordimiento. Nadie en Uruguay había hecho algo similar.

A la sombra seria y profunda de sus mayores (Juan Carlos Onetti el primero) respondió con novelas de gran densidad conceptual como El discurso vacío, Diario de un canalla o La novela luminosa. Pero también lo hizo con desparpajo inigualable desde un costado más lúdico y cotidiano, que se regodeaba en contarle al lector las mil situaciones absurdas que debía enfrentar cada día en su hogar y en la calle.
Levrero hablaba y habla del espíritu, del alma, del inconsciente, de los sueños, pero también de la conducta estúpida de la gente que, por ejemplo, exprime el frasco de pasta de dientes a la altura de la boquilla y no desde la base; de los misterios intrincados del tapón de rosca de la salsa ketchup o del mosquito, un animal que siempre lo sacaba de sus casillas con su comportamiento impredecible y sus tácticas malévolas para extraerle sangre sin su consentimiento.

El niño, el joven, el autor

Se interesó por los libros desde muy niño, cuando una enfermedad lo postró por meses y comenzó a leer las historias de Sherlock Holmes para entretenerse, en un primer contacto con la literatura policial que luego sería una de sus más grandes pasiones.

Ya veinteañero, comenzó a escribir y a instancia de su amigo y mentor "Tola" Invernizzi empezó a guardar sus trabajos. Siempre renegó de Gelatina (1968), su primera publicación, pero también le restaba mérito a La ciudad (1970), a la que definía como un plagio deliberado a Franz Kafka, cuando en realidad era una novela maravillosa escrita por un joven de solo 26 años, que tuvo que esperar cuatro años para lograr publicarla.

Todo Levrero ya está allí. El lenguaje llano que genera metáforas sin explicitarlas, la seguridad absoluta del narrador con la historia que tiene entre manos, la puntuación inmejorable, el erotismo recurrente que luego se expandirá y que atravesará toda su obra, la mezcla de lo onírico con lo real para crear una nueva dimensión.

El escritor español Antonio Muñoz Molina lo explica mejor en el prólogo de una reedición de La ciudad de 1999, con palabras que pueden aplicarse también al resto de la obra de Levrero. "Esa calma inhumana (del protagonista) procede de la aplicación de una rigurosa racionalidad a sucesos que no la tienen, y se parece a la cara impasible con que Buster Keaton presencia los mayores desastres, los acontecimientos más inesperados".

París (1979) y El lugar (1982) completan lo que comúnmente se conoce como La trilogía involuntaria, que le dio cierta fama pero que de todos modos no redundó en beneficios económicos concretos. Imposibilitado de vivir de la literatura, Levrero viajó a Argentina, donde desarrolló los más diversos oficios, ya que tampoco allí pudo ganarse el pan escribiendo únicamente ficción. Esta precariedad económica lo acompañaría toda su vida, aunque en el año 2000 ganó una beca Guggenheim que le permitió dedicarse por entero a escribir los últimos años de su vida.

En Buenos Aires fue librero, trabajó en una agencia de publicidad, fue redactor en una revista de crucigramas en la que inventaba los juegos y dicen que hasta levantó quiniela. En Diario de un canalla (1992) se refiere a esa época donde debió hacer cualquier cosa. En tono confesional, el protagonista se define como un canalla, simplemente por el hecho de que se dedica a ganar dinero gracias a un trabajo rutinario de oficina, pero más aun, porque reconoce que la situación no le resulta molesta. La catarsis parece evidente.

Este modelo literario de diario, fechado y riguroso, muestra ya un cambio en Levrero, que se aleja de las construcciones abstractas de su trilogía para lanzarse a explorar un terreno más íntimo, lo que le permite una conexión más cercana con sus lectores.

Estos lazos se estrecharían aun más cuando aceptó colaborar en la extinta revista Posdata, donde publicó regularmente una columna. Esos textos serían más tarde reunidos en Irrupciones I y II (2001), donde es posible apreciar la imaginación inagotable de Levrero y su enorme capacidad para sacarle jugo incluso a un ladrillo.

El más raro de los raros

Levrero
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Mucho tiempo atrás, al crítico y ensayista Ángel Rama le alcanzó con leer solo algunos textos suyos para incluirlo en su célebre lista de raros. Lo calificaba así por su literatura rupturista y por ser de esos artistas que no dejan herederos directos, un caso similar al de Felisberto Hernández.

El adjetivo de raro le cabe perfectamente a Levrero, no solo por las características de su obra, sino también por su peculiar forma de ser que incluía mil manías y particularidades. En este sentido el interés de Levrero por todo lo paranormal, que él vinculaba de forma invariable con el mundo espiritual, es bien conocido por sus lectores, más cuando en 1978 publicó su famoso Manual de Parapsicología, un texto científico que demuestra su pasión por esos temas.

Los fantasmas, los sueños premonitorios, las telarañas que prohibía fueran sacadas de los apartamentos que habitaba, y varias rarezas más, salieron a la luz pública hace poco, gracias a los testimonios de amigos y parientes que incluye Jesús María Montoya en su libro Mario Levrero para armar (2013).

Llevando al extremo el comentario, se puede decir que hasta su cara era rara. Su rostro hermético, de mirada dura y labios severos podía ser intimidante para los desconocidos. Pero esa impresión se borraba por completo en cuanto se reía y comenzaban a brillarle los ojos detrás de los lentes. En sus últimos años se parecía mucho a Chanquete, aquel entrañable personaje de la serie española Verano Azul. No solo por su barba blanca y su calvicie, sino también por su tendencia a recibir a la gente en camisilla blanca y dar buenos consejos sin pedir nada a cambio.

En vez de un barco tenía un apartamento en Ciudad Vieja, donde además de vivir dictaba su famoso taller literario, por donde pasaron muchos jóvenes que hoy escriben y publican.

Su penúltima quijotada fue sacar la colección De los flexes terpines, que incluía, además de algunos textos suyos, los de sus alumnos y hasta de algún escritor ya hecho y derecho, como Felipe Polleri, un gran amigo suyo. La última, negarse a que le dieran tratamiento médico cuando tuvo un aneurisma en 2004, decisión que, lógicamente, resultó fatal.

Levrero, voraz lector, valoraba más su colección de novelas policiales que su propia obra. El visitante tenía casi siempre acceso a la biblioteca de autores nacionales y extranjeros que atesoraba en su casa de la calle Bartolomé Mitre, pero era mucho más difícil llegar a la otra habitación, una muy pequeña donde estaban los libros de su autoría.

Una vez publicó un desopilante autorreportaje en que Levrero entrevistaba a Levrero. Un pasaje revelador muestra hasta qué punto adoraba la literatura y cómo valoraba su propia obra comparándola con la de otros escritores sobresalientes.

"Hablando de estas cosas, un sacerdote amigo me dijo una vez: 'Lo importante no es que tu copa sea más grande que las copas de otros, sino que tu copa esté llena'. Hay construcciones de catedrales que admiro y reverencio; pero por mi parte cultivo un pequeño jardín o, si preferís, algunas plantas en macetas. Bueno, también en las plantas que crecen en macetas hay motivos para maravillarse". Amén.

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