Pablo  Zanocchi

Pablo Zanocchi

En guardia > familia

Cruzar la puerta a las doce del mediodía

Irse de casa se transforma en una enorme epopeya cuando esto debe hacerse con esposa e hijo
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17 de abril de 2015 a las 00:00

Irse de casa se transforma en una enorme epopeya cuando esto debe hacerse con esposa e hijo

Video: Michael McIntyre, un tipo que nos entiende muy bien.

Como he dicho, me despierto todos los días a eso de las seis o siete, porque mi hijo se despierta minutos antes, pide que le llevemos mema, me desvela, y el día empieza.

Mi esposa sigue durmiendo hasta las nueve o diez y con Felipe tenemos los momentos más lindos de nuestras vidas en esas mañanas. No son siempre color de rosas, pero en las buenas y en las pataletas, tenemos nuestro mejor lazo. Cocinamos el desayuno, conversamos, jugamos y luego nos sentamos frente a nuestras computadoras juntos. Él a mirar super héroes y yo a trabajar –tranquilos, psicólogos, lo único que el botija hace no es mirar dibujitos-.

Debo trabajar de mañana porque como es sabido, a los uruguayos, o al menos a los periodistas uruguayos, con un trabajo solo se nos complica la cosa. Así, entre las siete y las 12 me encargo de mis otros cuatro empleos y changas.

A la una entramos a trabajar con mi esposa en el mismo lugar. Y a las 12:30 hay que dejar a Felipe en el jardín. Esto hace que cuando llegan las 12, con mi mujer en modo madre y esposa al 100%, cocinando, limpiando, organizando, Felipe con sueño, hambre e incertidumbre, la tensión en mi casa escale a niveles muy considerables.

El reloj presiona y es ahí cuando pienso en no repetir el error del día anterior. En ayudar a mi mujer lo más que pueda, en callar mi enorme boca, en solo enfocarme en que el enano esté pronto y mi esposa lo más tranquila posible para mantener el equilibrio.

Este plan, lamentablemente falla en el 90% de las ocasiones.

Con dolor apago la computadora, dejo pendiente esa nota que quería entregar en el día y salgo corriendo para darme un baño a las corridas, y me visto más a las corridas y mientras que lo hago mi hijo grita que quiere llevar a Hulk y al martillo de Thor a la escuela. Y mientras que en el desorden no encuentro mis zapatos, le explico de la mejor manera posible que no puede llevar los chiches a la escuela porque la maestra no deja.

Él llora igual.

Entonces agarramos la vianda, la mochila, y nos disponemos a cruzar la puerta. Y ahí Felipe nos mira precioso y nos dice: “Caca”.

Vamos, hacemos caca, limpiamos la cola, volvemos a agarrar todo y por algún motivo incomprensible, por enésima vez mi esposa repite: “¿Vamos?”. Yo le respondo que “hace horas que estoy pronto”. Ella responde: “Odio que me digas eso, siempre me decís que estás pronto y nunca estás pronto”.

Respiro hondo. Agarro la vianda, la bolsa de basura que yo tengo que bajar porque es una de mis responsabilidades de la casa, a Felipe a su mochila y su lunchera. Lucía aparece y cargados hasta los dientes cruzamos la puerta y la cerramos.

Ese momento es sagrado. Cinco toneladas se van de nuestras espaldas. Lo logramos: nos estamos yendo.

Bajo con basura, vianda, lunchera y Felipe. Cargado hasta las muelas, camino hasta el contenedor verde, separo las bolsas, agarro las de basura, y como puedo las encajo en un contenedor que está absolutamente repleto. “Eso está fuchi”, me dice mi hijo. Y yo asiento: “Sí mi amor, está fuchi”.

Cruzamos la calle con cuidado de los autos, Felipe no quiere sentarse en la sillita, quiere ir en la falda de la mamá y se pone a llorar. Dejo todo, lo agarro y lo siento en la silla como sea.

Cuando arrancamos repite esquina a esquina todo lo que vamos señalando todos los días. Esta parte me vuelve loco de felicidad. Los niños no pueden ser tan maravillosos. Y ahí reflexiono que todos los sacrificios del mediodía, que tarde o temprano me van a costar un infarto, son saldados con esa voz que en una ciudad mugrienta y mediocre ve novedades graciosas, como si fueran lo más grande del mundo.

El romance se termina cuando llegamos a la escuelita porque no quiere ir arriba, donde almuerza, porque quiere más a las maestras de abajo, donde pasa el resto de la tarde. A veces se resiste, a veces no.

Lo agarro, lo llevo a que le de un beso a la mamá, tomo la lunchera y su mochila. Entro al jardín y le digo: “Cuidá a tus amigos, cuídate vos y portate bien”. Él no me da mucha bola pero yo creo que esas palabras sirven o algún día servirán para algo. Me gusta decírselas: cuidarse, cuidar a los demás y portarse bien con las maestras en el tono que él quiere escuchar.

Si me da la oportunidad le doy un beso, si no, sale corriendo y se mete en el comedor.

Luego llego al trabajo, donde todo tiene un orden menos complicado que mi vida a las 12 del mediodía. Ya son la una y el cuerpo me hace acordar que hace horas que necesito ir al baño. Dejo todo y voy. Me paro frente al inodoro, bajo el cierre del pantalón y busco la bragueta del calzoncillo. Y no la encuentro; estiro mi mano y no logro encontrar el hueco que de forma muy inteligente los diseñadores de ropa interior colocaron en los calzoncillos.

Abro el cinto, me bajo los pantalones y me doy cuenta, bastante impresionado, que tengo el calzoncillo al revés.

Y el día, acaba de empezar.

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