Armando Sartorotti

Armando Sartorotti

Punto de vista > Fotografía

Cuaderno de viaje, el fútbol como alternativa del conflicto

A veces las complicaciones de un viaje pueden aparecer bastante antes de tomar el primer avión
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28 de abril de 2014 a las 00:00

En el año 2010 visité Congo y Haití para contar en imágenes y palabras la vida cotidiana de los soldados uruguayos en esos países. Producto de ese trabajo surgió un libro, "Más allá del deber" y una exposición, que estuvo en 2013 en el hall de Naciones Unidas en Nueva York. Ahora estoy de nuevo en el Congo junto al periodista y cooperante español Julio Alonso y al periodista uruguayo Alvaro Carballo, esta vez para contar una historia muy diferente: el de escuelitas de fútbol, alguna de ellas mixta, en medio de la selva y otras en la ciudad de Goma, que juntan a diferentes etnias en un mismo equipo.

Así conviven tutsis, hutus, undes, niangas. Además, haremos un trabajo sobre niñas y mujeres abusadas que viven en un mismo hogar con sus hijos producto de las violaciones en campos de refugiados y otro sobre un hogar de niños con polio que también usa el fútbol como herramienta de integración.

Tanto en la selva como en Goma hay bases uruguayas que aportan los "entrenadores", soldados que ponen su tiempo libre y su hambre de fútbol.

TODO LO QUE PUEDE SALIR MAL...

Nunca fui una persona con mala suerte. Es más, siempre pensé que eso le sucedía solo a personas que armaban su vida en base a malas opciones. Pero el principio de este viaje me hizo dudar.

Mientras que Alonso estaba en R.D. de Congo desde hacía 10 días, Carballo y yo debíamos salir de Montevideo a Ezeiza, de allí a Madrid, dos días después a Amsterdam y desde allí a Kigali, capital de Ruanda. Si bien la primera parte del viaje fue sin inconvenientes, ya en Madrid fue la hora de partir a nuestro destino final. Llegamos a Barajas sin dormir para realizar un ckeck-in en KLM que comenzaba a las 3 de la mañana para abordar un avión que partiría a las 6.

Alvaro hizo su trámite pero yo no pude viajar. La visa a Ruanda no estaba completa. Pagué la postergación para dos días después. Mi visa fue confirmada luego de llamar ese domingo entre otros, a una funcionaria en Ruanda que me atendió mientras su hijo lloraba, como cortina de fondo. Llegué al aeropuerto de Kigali a las 20 hs. y cuando recibí la valija me di cuenta de que no estaba el candado. Me había desaparecido de adentro un estuche con los cargadores para mis cámaras. En la terminal, supuestamente alguien estaría esperándome. Pero no fue así. Mi teléfono no reconocía ninguna compañía local. Busqué una señal de wi-fi, me comuniqué con mi esposa que buscó un hotel del que solo tenía el nombre, llamó desde Montevideo y pidió que me fueran a buscar. Arreglé con el taxista para que al día siguiente me llevara a la frontera donde sí habría gente esperándome.

El viaje por caminos de montaña (Ruanda se promociona como el país de las mil colinas) es impresionante, atravesamos varias veces nubes y chaparrones torrenciales que se alternaban con momentos de sol en pocos minutos. Le comenté a Christin, el chofer, un ruandés tutsi de 40 años, que me impresionaba que la mayoría de la gente que veía al borde del camino promediara los 20 años. "The genocide, monsieur" respondió, en una mezcla permanente de inglés y francés. Él perdió a 15 miembros de su familia muertos a machetazos en la masacre perpetrada por la etnia hutu en 1994. Nueve de ellos eran sus hermanos, hijos de las cuatro esposas de su padre. Le pregunté si su padre era musulmán. "Christian" respondió y agregó que era respetuoso de las tradiciones de su tribu.

Luego de recorrer en tres horas los 170 kilómetros que separan Kigali de la frontera con Congo, salí de Ruanda. Del lado congoleño me esperaban dos oficiales uruguayos para llevarme a Goma. Inicié mi trámite en la oficina de migraciones, pero según los funcionarios, no podía pasar porque no tenía visa, algo que mis dos socios de aventura no habían necesitado. Les expliqué y mostré los papeles correspondientes, informando que llegaba a hacer un trabajo del que ONU estaba al tanto. Les mostré mi identificación de MONUSCO, la misión de Naciones Unidas en Congo. Pero no. Todo comenzó a complicarse y la discusión implicó que, en cierto momento, un funcionario me encerrara con llave en la oficina, que llegara a haber cuatro vehículos de ONU parados en la puerta con varias personas reclamando por mí en por lo menos tres idiomas, que fuera rechazado por Ruanda porque no podía volver a entrar hasta no haber entrado y salido de algún otro país y que me obligaran a dormir en el estacionamiento de un puesto de frontera congoleño.

Al otro día el problema quedó solucionado.
Si esto era mala suerte parecía haber terminado.
Un día después me caí en un pozo, me machuqué piernas y orgullo y rompí mi celular.
Pero eso fue solo un accidente.

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