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Democracia inmadura

La ruptura institucional en Venezuela, más la inestabilidad en otros países, confirma la debilidad de la región y el modelo de izquierda en jaque
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09 de abril de 2017 a las 05:00
La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar".

La frase del escritor uruguayo de izquierda Eduardo Galeano, autor de "Las venas abiertas de América Latina" y "Memorias del fuego", quizás sirva para ilustrar la realidad que vive una América del Sur en que las turbulencias institucionales, salvo excepciones, no paran de golpear a la puerta.

El ascenso de la izquierda en la mayoría de esos países fue un mojón histórico para los defensores de esa utopía, pero no llegó a cambiar el fondo de una historia de debilidad institucional. Y ahora, cuando en varios países la era de izquierda parece estar llegando al final, la democracia cruje.

Ese modelo izquierdista, con matices muy diferentes, consiguió afianzarse en países como Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador, Bolivia y Venezuela, y por períodos también en Chile, además de una breve experiencia izquierdista en Paraguay.

Argentina, Ecuador, Bolivia o Venezuela, aún con matrices populistas, lograron tener períodos históricamente largos sin golpes a la institucionalidad. Pero no lograron establecer bases para que esa institucionalidad fuera fuerte y duradera (en la mayoría de los casos por propia debilidad de sus convicciones democráticas). Así, cuando sus gobiernos empezaron a exhibir claras señales de agotamiento, se preparó el terreno para el cambio de rumbo hacia la derecha, y la desestabilización institucional volvió.

El giro a la derecha se produjo por ejemplo en Argentina, donde Mauricio Macri, sustituyó hace año y medio a Cristina Fernández de Kirchner. Pero aún le resta ganar la batalla de las calles con los sindicatos y movimientos sociales, y convencer a los inversores extranjeros que su gobierno no es una golondrina de verano: es decir, que puede evitar la habitual volatilidad de los mandatarios no peronistas. Puede ser una batalle clave para la historia institucional argentina.

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En Brasil, la escasa ortodoxia republicana que rodeó la sustitución de Rousseff –en un controvertido proceso de impeachment– acrecentó la inestabilidad política que ya estaba en cuestión a partir del sorprendente escándalo Petrobras, que hizo caer a encumbrados funcionarios del gobierno y puso bajo la lupa al expresidente de izquierda Lula da Silva. Y ahora, coletazos de esa misma red de corrupción generalizada pueden terminar con el mandato de Temer.

En Ecuador la izquierda aguantó con lo justo, tras un parejo balotaje que ganó el sucesor de Rafael Correa, Lenín Moreno. Pese a denuncias de fraude, la comunidad internacional parece ir legitimando su triunfo y aceptándolo como el nuevo mandatario.

Mientras, en Bolivia el modelo parece estar empezando a agotarse mientras el presidente Evo Morales amaga con un nuevo intento de reelección (la ciudadanía ya se pronunció en contra en un referéndum en 2016).

Paraguay es un caso aparte: ni izquierda ni derecha han logrado establecer un relato político que fortalezca la institucionalidad democrática. Ricardo Lugo se fue denunciando un golpe parlamentario en 2012, pero ahora está alineado con el derechista Horacio Cartes en un intento de reforma constitucional para la permitir la reelección, por la cual otra parte de la oposición denuncia un nuevo golpe (hubo serios disturbios el viernes y sábado pasados).

Pero en ese contexto de creciente inestabilidad, Venezuela es el país que lidera el ranking con indiscutible holgura.

El régimen chavista de Nicolás Maduro –cuya continuidad se asentó en el uso discrecional de los recursos aportados por la mayor reserva de hidrocarburos del planeta– no para de arremeter contra la institucionalidad democrática. Y la cuerda se tensó tanto que parece haber llegado al límite.

Aunque aún conserva apoyo popular, la decisión de que el Poder Judicial -controlado por Maduro- asumiera la semana pasada las potestades del Parlamento –aunque después dio una tímida marcha atrás tras fuertes presiones internacionales– fue la gota que rebasó el vaso. En la región, uno de los pocos aliados que aún conservaba Venezuela era Uruguay, pero eso acaba de cambiar, luego que Maduro criticara al canciller Rodolfo Nin Novoa, y por añadidura al Ejecutivo de Tabaré Vázquez.

El gobierno uruguayo, a través del ministro de Economía, Danilo Astori, señaló abiertamente esta semana que hoy "no puede decirse" que el sistema político imperante en ese país sea una democracia. La compleja situación en Venezuela, repudiada casi al unísono por el Mercosur y la Organización de Estados Americanos (OEA), con su secretario general, Luis Almagro a la cabeza, no solo se circunscribe al intento de controlar al Parlamento, dominado por la oposición, sino precisamente a silenciar toda voz contraria al denominado socialismo bolivariano del siglo XXI. Por eso, es moneda corriente que los opositores sean objeto de una brutal represión cada vez que protestan, que sus principales dirigentes continúen presos o que los medios de comunicación solo puedan divulgar una sola voz.

Desgaste, corrupción y...

Además del desgaste implícito que supone el ejercicio del poder, las denuncias de corrupción –el rol estelar le corresponde a la investigación del affaire Lava Jato, por el escándalo del pago de multimillonarias coimas de Petrobras en Brasil, que salpicó a buena parte de los países del Cono Sur– dejaron al desnudo vulnerabilidades políticas, que a la larga también ayudaron a corroer la institucionalidad democrática.

Por izquierda o por derecha, a la democracia sudamericana aún le falta madurar.

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