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Después de Barcelona

Controlar las fronteras es algo necesario pero insuficiente
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21 de agosto de 2017 a las 05:00

Por Pablo Aragón
Especial para El Observador

Asumámoslo: se tomen las medidas que se tomen, y se cuente con los servicios de inteligencia que se cuenten, no habrá nada que logre impedir que, en algún momento, el terrorismo islámico aseste un golpe tan diabólico como el que viene de asestar en España.

Cuando aún resuenan los estertores de Niza, Mánchester o Londres, los españoles han recibido el jueves pasado el esperado embate.

España estaba y está bien preparada para estos escenarios. En 2004, el grupo terrorista Al Qaeda lanzó el golpe de Atocha que causara 191 muertes y casi dos millares de heridos de entidad. Y, antes que ello, el terrorismo vasco había acostumbrado a la sociedad al golpe trapero que se llevara a más de 800 víctimas antes de empezar a desmontarse hace seis años.

De hecho, a partir de 2004 los servicios de seguridad han detenido a 720 individuos relacionados con el terrorismo islámico: 178 de ellos en los últimos tres años, el 25% de los cuales eran residentes en Cataluña. Los yihadistas abatidos en Cambrils esta semana, cayeron a metros de un hotel en el que, en 2001, se reunieran los autores del atentado contra las torres gemelas en Nueva York.

Hoy, España cuenta con 270 yihadistas presos: una veintena más de los terroristas vascos que cumplen su condena. Desde hace ya un año, los indicadores muestran que España está en la mira del terror islámico: se han multiplicado, llegando a 44, las menciones al país en las comunicaciones públicas de Al Qaeda en el Magreb, el Ejército Islámico y las redes sociales yihadistas que reclaman para el islam territorios imaginarios como El Andalus, o reales como Toledo, Córdoba, Valencia, Ceuta y Melilla. El terrorismo ha comenzado a emitir mensajes en castellano.

Lo que ahora se conoce de la célula terrorista de Barcelona y Tarragona es suficiente: el horror de esta semana hubiera sido mayor, si las fieras se hubieran salido con la suya, atacando con furgonetas cargadas de garrafas tanto las Ramblas de Barcelona como el puerto de la ciudad y el templo de la Sagrada Familia. Una explosión fortuita nos libró de una carnicería de proporciones inusitadas.

Cataluña, claro, era el punto en el que todos hubiéramos pensado escenificar un golpe terrorista en España. La región está hoy socavada por un movimiento secesionista inventado por una insólita alianza entre políticos corruptos y la hez de la progresía europea: esta empresa ha utilizado, en todo momento, el discurso buenista y multicultural como ariete contra las instituciones del Estado español, generando una alianza sorda pero visible con los “colectivos” marginales que la componen… ¡entre los cuales se cuenta el islamismo extremista!

Es así como el barrio de Raval en Barcelona se ha convertido en una réplica del Molenbeek de Bruselas, el Príncipe de Ceuta o La Cañada de Melilla: nidos de salafitas que viven, como “okupas” tolerados, de los auxilios financieros prestados por el gobierno autonómico, financiados a su vez por las teocracias del Golfo Pérsico, en permanente giro en torno a las 256 mezquitas con las que hoy cuenta Cataluña. Son parte de las más de 1.200 que se han construido en toda España. Hoy, el país todo cuenta con un centenar de mezquitas que abiertamente suscriben al salafismo: 80 de esos “templos” están radicados en Cataluña.

¿Qué impide a Europa hoy atacar esta metástasis? ¿Qué hace que la única reacción que estos hechos despiertan sea la de intentar preservar la idea de que no todos los musulmanes son terroristas, pese a que todos los terroristas lucen hoy como musulmanes? ¿O el afán por prender velas de Ikea en memoria de las víctimas, o postear corazoncitos en Facebook? Pues la incomprensión de la naturaleza del fenónemo y su historia.

Un primer error es atribuir al fenónemo un carácter meramente migratorio. Cerremos las fronteras, dicen algunos, y estaremos en condiciones de controlar el ingreso de terroristas yihadistas. No es así: hoy Europa exporta terroristas a Medio Oriente. Son jóvenes europeos, nacidos de familias inmigrantes del norte de África y Asia Menor que, suspendidos en el limbo de la desintegración, el desempleo, el ocio forzado, se han rendido ante el wahabismo de las redes sociales, viajando a Siria e Irak a fin de gustar la pólvora y hoy en tren de regresar a Europa a fin de sembrar la simiente del terror islámico.

Controlar, pues, las fronteras es algo necesario, pero insuficiente.

El segundo error es el de hacer de los ataques terroristas un ejemplo de la superioridad moral europea: ustedes podrán odiarnos, pero no lograrán rebajarnos a su nivel, porque somos lo suficientemente sofisticados como para entender la diversidad cultural. Esta variante de la estupidez es la que ha llevado a que la prensa europea este verano se haya ensañado, por ejemplo, con Donald Trump por su fláccido repudio a los cuatro gatos locos que integran el supremacismo blanco estadounidense, presentándolo como una suerte de nuevo Hitler, sin reparar en el apabullante hecho de que el terrorismo yihadista islámico ha asesinado en la puerta de sus casas a 460 personas en los últimos tres años. 460 personas. Y, permítame que se lo diga, no va a parar en esa cifra.

Si de algo sirve la historia, en tanto, es para entender qué diablos somos. Y la historia le enseña a los europeos que son muchas cosas: son Voltaire, son Goethe, son Shakespeare, son Bonaparte, y hasta Hitler, pero también, y hondamente, son ese continente que se construyera en confrontación con el mundo islámico. La tontamente peligrosa burocracia de la Unión Europea ha pretendido suprimir, por ejemplo, la identidad cristiana de Europa, pero lo cierto es que el concepto de Europa es incomprensible sin Homero, sin Justiniano o el cristianismo, sin Lepanto o Viena: es en repeler la penetración del islam en Europa que se fraguó gran parte de la identidad del continente.

Negar esto es estúpido. Pretender, a partir de ello, la expulsión de los musulmanes de Europa, también. Pero entenderlo es el inicio de una política más sana: la de cerrar el paso a los imanes que Turquía o Arabia Saudita envían a Europa a fin de hacer de cada mezquita un foco de wahabismo; la de poner fin al mito del “islam moderado” que calla y otorga frente a los matones musulmanes que a lo largo y ancho de Europa han normalizado la violación y degradación de la mujer, la persecución de los comerciantes que venden alcohol, la instauración de una justicia privada en manos de imanes, la secesión de guetos islámicos en las grandes ciudades de Europa.

Si Europa, en suma, no entiende que el “islam moderado” está muriendo con una generación, y su lugar está siendo ocupado por una ideología financiada por jeques que hablan de Játiva cuando se refieren a Valencia, dejará de sacar las lecciones que se deben de estos hechos de sangre.

Y las víctimas habrán muerto en vano.

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