Reformar la Constitución para modificar la estructura institucional exige consenso en una equilibrada visión conceptual a largo plazo. Estos requisitos están ausentes en los arrestos reformistas del Frente Amplio, guiados solo por motivaciones ocasionales. La intención es darle más autoridad al Poder Legislativo a expensas de los otros dos poderes del Estado. Una mayor incidencia parlamentaria en la división de poderes no es necesariamente mala. Funciona eficazmente en Gran Bretaña, Canadá, Australia y otros países democráticos. Pero en el actual caso uruguayo la descalifican las razones de sus impulsores. Están centradas en quitarle el poder de veto al presidente, tema que le rechina a la bancada legislativa del oficialismo, y en reducir las potestades de la Suprema Corte de Justicia en represalia por fallos de inconstitucionalidad que la disgustaron.
Pese a que el presidente del Frente Amplio, Javier Miranda, acaba de enrolar el respaldo del PIT-CNT, afortunadamente es improbable que prospere el proyecto, que ni siquiera comparten otros sectores de peso, como Asamblea Uruguay. El plenario de la alianza de izquierda postergó poner en marcha alguno de los cinco mecanismos que existen para una reforma. Pero la mantiene en su agenda, al punto de que ya se iniciaron consultas sobre el método preferible, dentro del FA, con la central sindical y otros actores. Miranda dijo estar de acuerdo con la reforma siempre que la respalden los partidos opositores, que ya han adelantado sabiamente su rechazo a la idea.
Lo único rescatable en la decena de cambios a la Constitución que propulsan los reformistas es fortalecer la junta anticorrupción, para asegurar transparencia en la administración del Estado, y al Tribunal de Cuentas para que tenga autoridad punitoria contra los organismos públicos que incurran en gastos indebidos. Todo lo demás es objetable. Restringir el poder presidencial de veto atenta contra un instrumento idóneo para corregir errores parlamentarios, que han abundado en el pasado reciente. Se quiere también recortar las atribuciones de la Suprema Corte de Justicia, mera reacción de ira por los fallos contra las leyes inconstitucionales en que tropezó seis veces la administración Mujica.
Es ominosa la intención de cambiar el derecho de propiedad, con un ataque directo al sector privado para favorecer a entidades comunitarias o cooperativas. Y la habilitación del voto de uruguayos en el exterior carece de sentido, ya que se trata de personas que no están sujetas ni a nuestras leyes ni a nuestro gobierno sino a las normas del país donde residen. Esta iniciativa, por otra parte, ya fue rechazada en un plebiscito en 2009.
La Constitución es un documento imperfecto, tanto por su excesivo volumen y detallismo, reemplazable por leyes, como por normas que justificarían ser perfeccionadas. Pero la iniciativa de una mayoría frenteamplista hace agua por muchos lados. La casi totalidad de sus propuestas empeoran la estructura institucional, en vez de mejorarla. Se pretende sustituir momentáneos intereses sectoriales por el necesario estudio profundo por todo el sistema político y otros actores sociales. Y el país, en estancamiento económico y deterioro en la educación pública, la seguridad y la salud, tiene prioridades más urgentes e importantes. Hay que centrarse en salir del atasco en esas áreas cruciales y, entre tanto, dejar en paz a la Constitución.
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