Estilo de vida > COLUMNA DE HUMOR

El arte de la peluquería

Aunque pueda parecernos algo normal, cortarse el pelo no lo es.Pero, con la excusa de que luego vuelve a crecer, nos cortamos el cabello con total naturalidad
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19 de agosto de 2014 a las 18:26

Quien se encarga de flagelarnos el cabello es el peluquero, que según cuánto cobre puede llamarse también coiffeur o estilista. En la mayoría de los casos la diferencia no la hace el talento sino el precio y la publicidad.

Existen dos clases de peluqueros, a grandes rasgos: los de damas y los de caballeros. En el caso de quien esto escribe, concurre a uno de los últimos, aunque durante la niñez supo acompañar a tías y abuelas a los primeros, que atendían en esos recintos con fuerte olor a fijador y señoras que leían revistas viejas con la cabeza dentro de una especie de tanque.

Son precisamente las revistas las que definen el estilo de un peluquero, aunque en todos los casos se trata de publicaciones editadas por lo menos un mes atrás. Cuando usted recorre, por ejemplo, la tradicional feria de Tristán Narvaja, y se pregunta quién compra las revistas viejas, la respuesta es simple: los peluqueros. Muchos no trabajan los domingos y aprovechan el tiempo libre para ir a la feria en busca de literatura para entretener a sus clientes. De todos modos no importa, porque nadie lee en la peluquería para informarse sino para hacer pasar el tiempo, mirando de reojo al cliente anterior a fin de calcular cuánto falta para que le llegue el turno. Si concurre usted a una peluquería y encuentra allí revistas nuevas, desconfíe. Eso quiere decir que tiene tiempo para salir a comprarlas, y si le sobra el tiempo es porque le faltan clientes, por lo que su pericia para el corte seguramente sea escasa.

De todos modos, por más clientes, pericia y experiencia que tenga, jamás hará lo que usted quiere. Los peluqueros son seres libres y muchas veces tienen incluso berretín de artistas, lo que los lleva a experimentar con la cabellera de sus clientes, por más que le pregunten qué corte desea. Es lo mismo que sucede con los taxistas, que preguntan por dónde quiere que lo lleven a tal lado, y luego toman el camino que les da la gana.

En cuanto el estilista nos cubre con ese trozo de tela que pretende infructuosamente que nuestro propio pelo no se nos pegue en la ropa, nos encontramos en sus manos, completamente indefensos. Nuestro aspecto futuro depende exclusivamente de sus caprichos, y no existe forma de saber cómo nos vamos a ver hasta que dé por terminado el trabajo, algo que puede durar mucho o poco tiempo, dependiendo del humor que tenga ese día, o de la cantidad de clientes que nos sucedan.

Preste usted atención, y verá que el mismo peluquero puede demorar 10 o 40 minutos para realizarnos un corte idéntico, sin razón aparente. Durante ese tiempo, el individuo utilizará distintas herramientas, como si en lugar de cortarnos el pelo estuviera haciendo una cirugía, moverá nuestra cabeza de un lado a otro y, lo que es peor, nos dará charla.

Por lo general no tenemos demasiado que hablar con él, porque no es alguien a quien veamos tan seguido como para considerarlo mucho más que un simple conocido, y mantener una conversación interesante con a quien poco se conoce no es posible. Entonces le seguimos la corriente.

Cambiamos las banderas políticas nada más que para no llevarle la contra, un poco porque no podemos irnos, otro poco porque nuestra imagen depende de su pericia, y más que nada porque manipula objetos filosos demasiado cerca de nuestra yugular.

Diciéndole que sí mientras contemplamos nuestra ridícula imagen reflejada en el espejo, esperamos que termine y nos ponga otro espejo en la nuca para que decidamos si aprobamos o no su trabajo, algo que siempre hacemos porque sabemos que no puede hacer que nos vuelva a crecer el cabello.

Luego nos peinará de forma que nos veamos bien, y abandonamos la peluquería contentos con nuestra apariencia. Pero jamás, nunca jamás, lograremos repetir el peinado en casa, y en eso radica la felicidad que los peluqueros suelen mostrar todo el tiempo.

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