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El día que Maiztegui conoció a Khadaffi y cómo el ajedrez lo salvó de la dictadura

Crónica publicada por el periodista e historiador en 1998 en El Observador
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12 de septiembre de 2015 a las 17:10

Seguramente no debe haber muchos uruguayos que hayan tenido la suerte de conocer la Libia que preside el coronel Mohammed el Khadaffi, y menos aún que hayan tenido ocasión de departir con el fascinante caudillo. Vericuetos imprevisibles de esa enorme partida de ajedrez que es la existencia -según dijeran, en tiempos diferentes, Omar Khayaam y Jorge Luis Borges- permitieron que el autor de esta crónica pasara a pertenecer a esa extraña minoría; corría el año 1976, y la situación política del Uruguay era tal, que incluso en Libia podían hallarse espacios de mayor libertad. La historia, evocada con 22 años de distancia, tiene el sabor de aquellas entrañables narraciones de Julio Verne que poblaron nuestra lejana adolescencia.

LA TABLA

Era difícil vivir en Uruguay en 1976, especialmente si uno había tenido actuación notoria en la izquierda nacional. El suscripto, profesor de Historia, había sido destituido de la enseñanza (en realidad, había renunciado previamente a su confirmada destitución, para poder mantener clases en algunos liceos privados) y los intentos de lograr una colocación en el campo de la actividad privada eran quiméricos: "Perdone, señor, su perfil es el indicado pero usted es destituido de la enseñanza; no podemos comprometernos" En ese panorama el complejo de leproso, era inevitable, y la aspiración a emigrar busca de aire puro un imperativo.

En semejantes circunstancias vino en ayuda del cuitado autor de esta crónica el viejo y querido ajedrez, una actividad que tuvo siempre como afición y que le salvó el pellejo en numerosas ocasiones. Por entonces la FIDE (Federation International des Echecs, la FIFA del ajedrez) que presidía el holandés Max Euwe fijó la sede de las Olimpíadas de ese juego en Haifa, Israel. En plena efervescencia del conflicto árabe-lsraelí, los miembros radicales del mundo musulmán pusieron el grito en el cielo y declararon el boicot al torneo de Haifa. El líder libio Mohammed el Khadaffi anunció entonces su intención de organizar una olimpíada paralela en Trípoli; y como la diplomacia no es su fuerte, la llamó "Contraolimpíada de ajedrez". El logotipo mostraba un triunfante caballo de ajedrez caracoleando sobre un rey caído que tenía, en lugar de la clásica cruz, una estrella de David.

La Federación Uruguaya de Ajedrez recibió, entonces, dos invitaciones; la oficial, para concurrir al torneo de la FIDE, y la extra oficial, para participar en la de Trípoli. Las condiciones económicas ofrecidas por los árabes eran muy superiores. Para ir a Haifa los participantes debían pagarse los pasajes para ir, mientras que Trípoli pagaba absolutamente todo y aseguraba un viático de 8 dólares por día, cantidad que en aquella época y por estas latitudes, parecía sideral. En esas condiciones, y pese a que Uruguay era miembro de la FIDE, la tentación era muy grande, tanto como para determinar que se hiciera una consulta a la Comisión Nacional de Educación Física, que en ese momento presidía el aún coronel Yamandú Trinidad. La respuesta del jerarca militar fue tajante: a Libia no se podía ir. Era un centro de entrenamiento guerrillero, y Khadaffi era un terrorista internacional. Definitivamente prohibido.

En esas condiciones, el suscripto y un grupo de amigos, por entonces también defenestrados de los ambientes ajedrecísticos, concibieron la idea de oficializar una escisión y solicitar la posibilidad de representar a Uruguay en Libia. Cabe consigar dos cosas, bien claramente: primero, que éramos tidos jugadores de primera categoría nacional, y no desmerecíamos demasiado del equipo oficial (de hecho el suscrito había integrado dicho equipo en 1974, en las olimpíadas de Niza). Y Segundo que la aspiración de viajar a Libia no presuponía, en ninguno de los interesados, una toma de posición política respecto al conflicto del Medio Oriente. De los seis interesados, algunos estaban atraídos simplemente por la posibilidad de conocer un país exótico y lejano y de jugar un campeonato internacional de ajedrez; otros, entre los que se encontraba quien esto escribe, aspiraba a emigrar de un país que se estaba haciendo irrespirable. El viaje a los pagos de Mohammed el Khadaffi asomaba en el horizonte como una benigna tabla de salvación.

FRENESÍ

Como Libia no tenía embajada en Uruguay, el suscripto viajó a Buenos Aires, junto a un amigo también comprometido en la empresa, y se presentó en la representación diplomática de lo que entonces aún se llamaba RAU (República Arabe Unida). Allí expusimos el cisma de la Federación Uruguaya de Ajedrez y pedimos la posibilidad de representar al país en Trípoli. La respuesta fue cauta y escéptica: "Nuestro objetivo es que Uruguay no vaya a Israel; en principio, no tenemos interés en dos representaciones del mismo país". Salimos de la embajada y regresamos a Montevideo con una fuerte sensación de haber hecho algo inútil, y repitiendo frases del tipo "no hay peor gestión que la que no se hace".

Pero hete aquí que, unos 20 o 25 días después de nuestro viaje, recibimos una llamada del diplomático libio que nos había atendido en Buenos Aires; el hombre estaba en Montevideo y quería vernos. Lo invitamos a cenar, lo llevamos a ver el club de ajedrez en el que actuábamos y, a pesar de que no dijo una palabra sobre el tema, de alguna forma su visita hizo que nuestras esperanzas renacieran. Era evidente que el funcionario había venido para ver qué seriedad tenían los postulantes a viajara Trípoli, y teníamos la sensación de que se había marchado satisfecho.

El torneo comenzaba el 25 de octubre; los días pasaban y las noticias, confirmatorias o denegatorias, se hacían esperar más de la cuenta. Por fin, en torno al 10 de ese mes, hice una llamada telefónica a Buenos Aires: "Lo sentimos, pero la respuesta es negativa. Sólo interesa la representación oficial de la Federación Uruguaya" -nos dijo el mismo libio que había viajado a Montevideo. Nuestro gozo al pozo; había que inventar otra cosa para salir del Uruguay.

Pero el 22 de octubre, al llegar a casa a mediodía de sus clases en el Erwy School, quien esto escribe se encontró con otra sorpresa: "Te llamaron de Buenos Aires -me dijo mi padre-. Te dejaron un teléfono y pidieron que llamases lo antes posible". Una mirada al número me indicó que se trataba de la embajada de Libia. Inmediatamente llamé por teléfono, y quedé paralizado: "Hay siete pasajes de avión Montevideo-Trípoli para ustedes, pero tienen que estar esta noche en Buenos Aires, pues salen mañana a las 9", "¿Pero no habían dicho que la respuesta era negativa?" "Se revisó la decisión; queremos que Uruguay esté presente en la contraolimpíada".

Fueron las horas más frenéticas de mi vida. Yo tenía mi pasaporte en regla, pero de los otros cinco miembros del equipo (cuatro titulares y dos suplentes) y el capitán, sólo dos estaban en condiciones de viajar. Uno de ellos (Felipe Tosán, entonces de 18 años) partió de inmediato hacia Buenos Aires con los tres pasaportes, mientras los demás se mesaban los cabellos y pensaban de qué forma podían conseguir el imprescindible documento en 24 horas. "Pero vos estás loco"-me decía otro de los posibles viajeros-. "¿Cómo me voy a ir esta noche, sin siquiera saber si puedo volver? Mi mujer me degüella!".

Era verdad, por supuesto, pero así estaban las cosas. Uno de los participes de la aventura renunció al proyecto, dadas las absurdas condiciones, y era de película ver y escuchar a quien esto firma y a otros miembros fieles llamando a ajedrecistas amigos: "Che, ¿no querés viajar a Libia con nosotros esta noche? Está todo pagado, pero hay que estar a las ocho de la noche en Buenos Aires". Los adjetivos más durosse acumulabanen la cabeza del invitante: demente, inconsciente, delirante, anormal. Por fin, decidimos que los tres "documentados" viajaríamos esa noche y los tres irían un par de días después; si había que perder algunas partidas por incomparecencia, mala suerte.

Esa noche nos presentábamos, a las ocho de la noche, en la embajada libia en Buenos Aires. Todavía latía en el ánimo de todos la despedida telegráfica de los asombrados seres queridos, a los que algunos de nosotros estábamos seguros de no volver a ver en mucho tiempo; las cosas que habíamos dejado pendientes tal vez para siempre, los olvidos de cosas necesarias. Y se abría un futuro incierto, aunque teñido por el azul de la libertad. Recibimos los siete pasajes, arreglamos el cambio de fecha para los restantes miembros de la delegación, tomamos contacto con un ajedrecista uruguayo radicado en Argentina a quien invitamos a viajar con nosotros y nos fuimos a dormir. Al otro día volábamos por Alitalia rumbo a Roma. Recuerdo que una nube que contemplaba por la ventanilla tenía un extraño parecido con un signo de interrogación. Los días del frenesí habían quedado atrás.

Para nosotros, no para otros. Muchos años después de esta aventura que se acaba de narrar, supe lo cerca que estuvimos de que todo se frustrara dramáticamente y de perder muchas cosas, incluso la vida. La ronda de consultas en busca de algún candidato a suplir al compañero que había renunciado provocó lo inevitable, o sea, que las autoridades oficiales del ajedrez se enterasen de nuestro proyecto. No tenían nada que decir, en realidad, ya que no habíamos hecho nada ilegal o incorrecto; en representación de una entidad privada (la Asociación de Ajedrecistas Uruguayos, que nosotros mismos habíamos creado) viajábamos a un torneo internacional de ajedrez invitados por los organizadores. Pero el entonces presidente de la Federación, Aarón Iujviden, consideró que estábamos usurpando una representatividad que no nos correspondía, y no tuvo mejor idea -más que idea, canallada- que presentarse en la Comisión Nacional de Educación Física para pedirle al presidente, coronel Yamandú Trinidad, que nos hiciera detener en Buenos Aires. Por supuesto, Trinidad podía haberlo hecho, y en aquellas circunstancias, eso pudo habernos costado la vida, sin exageración alguna; estábamos en octubre de 1976, el presidente argentino era Jorge Rafael Videla y los uruguayos que pasaban por Buenos Aires tenían, aunque no lo supieran, la vida pendiente de un hilo. De hecho, en las pocas horas que transcurrieron entre nuestra llegada a la capital porteña y la partida del avión de Alitalia rumbo a Trípoli, quien esto escribe se encontró -chico es el mundo- con dos amigos por entonces radicados allí: Carlos Cabezudo, ex campeón juvenil de ajedrez, y Franklin Pfeffer; ambos desaparecieron pocos días después, y no se volvió a saber de ellos.

Yamandú Trinidad era un hombre duro, pero cabal. Debía saber perfectamente cuál hubiera podido ser la consecuencia de hacer lo que le pedían, y se negó en redondo: "Déjelos que vayan-respondió a Iujviden y un puñadito de alcahuetes que lo habían acompañado-. Ya van a volver, y ahí tendrán գuc darme explicaciones". Sospecho que la miserable gestión del presidente de la FUA y sus adláteres le debe haber desagradado, cosa que he podido confirmar parcialmente años después.

LA CALDERA DEL DIABLO

Una fugaz parada en Roma, el cambio de avión y un breve trayecto de un par de horas nos depositó en el aeropuerto de Trípoli. Llegamos a eso de las ocho de la noche, todavía con la sensación de estar viviendo un Sueño. Mientras hacíamos la cola para sellar los pasaportes vimos el primer incidente insólito; delante del que esto redacta había un señor bastante veterano, rubio y con aspecto indudable de yanqui. Presentó el pasaporte y el funcionario le indicó, por señas, que abriera el bolso de mano que portaba. El pasajero lo hizo y el aduanero revisó el interior, sacó una botella de whisky sin abrir y la tiró, sin hacer comentarios, a una especie de cubo de basura que tenía a su izquierda. El afectado consideró del caso no hacer comentario alguno.

Una vez finalizados los trámites y recogidas las maletas, comenzamos a comprender la situación en que nos hallábamos. No había nadie esperándonos, no se veían carteles de la Olimpíada, no teníamos direcciones y todas las leyendas y carteles estaban en árabe, con lo que nuestra desorientación y orfandad era absoluta.

El aeropuerto no podía ser más sórdido, con aspecto de abandono y vejez, estaba recorrido por gente vestida a la usanza árabe que nos miraba con aire entre indiferente e interesado. Los puntuales intentos de preguntar adónde podíamos dirigirnos resultaron otros tantos estrepitosos fracasos; nadie parecía hablar otra cosa que no fuera árabe, y tampoco demostraban mayor interés en ayudar a tres extranjeros con aire despistado. Por un largo rato pensamos que habíamos recalado en la caldera del diablo.

Por fin, vimos un chico de unos 18 años, vestido al modo occidental, que estaba cerrando un local; como náufragos asidos a una mínima y flotante tabla, nos dirigimos a él, y, oh felicidad, hablaba un correcto inglés y era agradable y hospitalario. Le indicamos quiénes éramos y a qué habíamos venido, nos pidió un minuto, se marchó y regresó poco rato después con un funcionario que nos dio la bienvenida y nos anunció que en pocos instantes vendrían a buscarnos. Los pocos instantes se transformaron en una hora pero al cabo de la misma llegó un Maverick negro del cual se bajaron dos árabes que se presentaron como miembros de la organización del torneo. Nos pidieron los pasaportes y nos invitaron a subir al coche: "Ahora ya han llegado, todos los problemas han quedado atrás y son nuestros huéspedes". Todo aquello era muy tranquilizador, pero no nos devolvieron los pasaportes.

Llegamos a un suntuoso hotel, en el que reinaba el silencio de las once de la noche. Nos distribuyeron en las habitaciones y antes de acostarse, el autor de esta crónica se asomó a la ventana y vio, a la luz de una esplendente, las aguas del Mediterráneo casi debajo mismo de sus pies. La sensación de triunfo era ineludible; habíamos logrado el objetivo. Por debajo de ese ánimo anidaba, sin embargo, la oscura rosa de la incertidumbre y el sordo dolor de los afectos lejanos.

UN TORNEO ORIGINAL

Al otro día los cuatro restante miembros de la delegación aún no habían llegado, y a las tres de la tarde debíamos jugar la primera partida, contra el equipo de Gambia. Habíamos perdido dos rondas por incomparecencia, con lo que nuestras chances de ganar el torneo, siempre remotas, se habían prácticamente esfumado; pero deseábamos jugar lo mejor posible, para justificar las razones deportivas del viaje y por un orgullo nacionalista del cual, hasta ese momento, no habíamos sido conscientes.

A primera hora de la mañana traté de comunicarme telefónicamente con Montevideo; el conserje anotó la solicitud y me dijo que tal vez, al otro día, podríamos obtener la comunicación. En el hall del hotel trabamos conversación con Frankie Guiral, un periodista cubano de Prensa Latina, muy aficionado al ajedrez. Era el típico cubano alegre, ocurrente e ingenioso, y estableció con nosotros una relación muy cálida desde el comienzo; conmigo, personalmente, inició una amistad que vicisitudes diversas de la vida de ambos llevaron a profundizar y prolongar, y de la cual me enorgullezco. También establecimos buenas migas con uno de los árbitros, un italiano de Torino llamado Lanfranco Bombelli, dotado de un sentido del humor bastante maldito y parecido al que se emplea por estas tierras. Lanfranco fue el primero en advertirme: "Esta gente no tiene idea de lo que es un torneo de ajedrez. Vas a ver cosas que ni te supones".

A la hora de iniciarse las partidas, se presentó el equipo de Gambia; el primer tablero era un rubio de apellido holandés, y los otros tres eran africanos. El árbitro Bombelli se aproximó para revisar si todo estaba en orden y me susurró al oído: "Questi sono trenerie un colonialista". Nosotros éramos tres, por lo cual debíamos perder una partida sin jugarla. Pero en el momento de presentar el equipo, se acercó Frankie Guiral, con cara de niño travieso, y nos dijo: "Oye, chico, si yo juego con ustedes aquí nadie se va a dar cuenta. Me anotan con el nombre de uno de los que todavía no llegó y presentan el equipo completo". "¿Y si nos descubren?" "Pues entonces estamos listos, chico". A riesgo de hacer un papelón, decidimos presentarnos al juego; Era un insoportable placer pensar en lo que dirían en Montevideo si supieran que en el equipo de Uruguay jugaba un periodista cubano de Prensa Latina. Frankie jugó, con nombre supuesto, y ganamos el encuentro 4-0; los muchachos de Zambia, salvo el holandés, apenas sabían algo más que mover las piezas.

Esa noche llegaron los restantes miembros del equipo y el ánimo de todos subió hasta la exultación; tres días antes estábamos en la patria sin siquiera sospechar lo que nos deparaba el destino. Pero esa euforia pasó rápidamente cuando se nos anunció que una autoridad libia citaba a todo el equipo de Uruguay a una entrevista. Nos hicieron pasar a una oficina donde nos aguardaban dos militares uniformados y un hombre joven, vestido con un impecable traje azul occidental y aspecto de ejecutivo londinense; era el presidente de la Federación Libia de Ajedrez, y pertenecía sin duda a la etnia berebere, muy distinta físicamente al tipo árabe, en todo asimilable a la población europea. En un clima amable, pero tenso, el presidente nos preguntó cómo era posible que Uruguay tuviera representación en las dos olimpíadas, la de Trípoli y la de Haifa. Yo expresé mi sorpresa de que no lo supieran, y les expliqué nuestra escisión de la Federación Uruguaya y nuestra voluntad de concurrir a Libia, que había sido aceptada por la embajada del país en Buenos Aires. Los militares nos miraban con cara pétrea, y toda la situación resultaba sumamente incómoda. Por fin, el presidente nos dijo que nuestra posición se estudiaría" y que, por ahora, continuáramos jugando el torneo regularmente. Salimos de la reunión justificadamente preocupados, pero después no pasó nada. Creo que el hecho de que hubieran comprobado que éramos ajedrecistas competitivos y que animábamos el torneo jugó decisivamente en nuestro favor.

Se nos anunció, a la salida de aquella desagradable inquisitoria, que estaba en línea la llamada a Montevideo, pero que teníamos que ir al local de la compañía telefónica; desde el hotel no se podía hablar.

Nos llevaron en un coche al centro de Trípoli; en el vetusto local de la empresa, que parecía extraído de una película norteamericana de la década de 1930, se arracimaba gente de todos los países, ansiosa de comunicarse con los suyos. Luego de una espera que parecía interminable, nos avisaron, en inglés, que pasáramos a la cabina, que ya se podía hablar con Montevideo. Tomé el tubo con el alma en vilo, pensando escuchar la voz de mi madre; pero en vez de ello escuché claramente unas palabras en inglés: «Hello, ¿Who's speaking?» No entendía nada, y cuando porfin me di cuenta de la situación no pude más que tapar mi angustia con una carcajada: me habían comunicado con el número de mi casa, pero en Montevideo Minessota, en los Estados Unidos. Nos llevó tres días más poder comunicarnos con la lejana, ignota capital del Uruguay, menos conocida, al menos en Libia, que una pequeña ciudad de un estado norteamericano.

Esa tarde, ya con el equipo completo, jugamos contra Argelia, un conjunto de muchachos muy jóvenes, francófonos y cultos, con los que establecimos una sólida amistad. Apenas había comenzado la partida, se sintieron gritos y sonoros insultos en italiano que distrajeron la atención de todos; el primer tablero de Italia, país que -al igual que Uruguay, Portugal y Filipinas, tenía representantes en ambas olimpíadas y que ese día jugaba contra Libia-había tenido necesidad de ir al baño, y se había encontrado con la incómoda compañía de un fiscal libio que pretendía controlarlo incluso mientras realizaba sus descargas fisiológicas. El italiano, alto y sanguíneo, montó en cólera y no había quien lograra tranquilizarlo, mientras el libio, impertérrito, sostenía que había cumplido con su deber; el tipo podía tener un tablero de bolsillo y estudiar la posición mientras estaba sentado en el water, y él debía controlar que eso no pasara. A Bombelli le costó sangre, sudor y lágrimas hacerle entender que aquello no era de recibo, y que había que tener algo de confianza en la ética de los jugadores.

En medio del silencio de una sala de torneos de ajedrez, a eso de las cinco de la tarde, resonó de pronto, por un parlante, una larga invocación: "Mohaaaaaaaaaaaamed", y una serie de palabras en árabe con retintín inconfundible de oración. Apenas se sintió aquella voz que parecía llegar del cielo, los participantes árabes y parte de la organización dejaron lo que estaban haciendo, se quitaron los relojes y el calzado y se arrodillaron, haciendo las inclinaciones propias de la plegaria musulmana. El respeto que causaba la piedad religiosa de aquella gente no llegaba a desterrar totalmente sentido del ridículo que toda la escena tenía; uno no sabía qué hacer si seguir pensando la posición como si nada, si ponerse de pie o si mantener una posición respetuosa y contemplativa. Pasados dos o tres minutos, la voz se extinguió y cada uno volvió a lo suyo: se colocaron los zapatos y el reloj en la muñeca, y continuaron las partidas. Realmente era aquel un torneo original.

Había rama femenina, y las mujeres competían en otra habitación, cuidadosamente separada. La mayoría de ellas llevaban la cabeza cubierta por el chador musulmán, y tenían un jolgorio que indicaba que lo menos importante era allí el ajedrez. Charlaban en voz alta, Se comentaban las incidencias (o eso parecía) y cuando una había hecho un movimiento que laS Otras consideraban bueno, se acercaban y la besaban con alegría, siempre en medio de un constante parloteo. Era todo un espectáculo.

Así fueron transcurriendo las rondas, en medio de incidentes que no es posible siquiera imaginar en otros torneos. Bombelli ponía siempre su granito de humor en aquellas situaciones de aquelarre; integraba uno de los equipos africanos un ajedrecista de enorme volumen y estatura, negro como el azabache y que se vestía con túnicas coloridas y amplias. Una noche dicho jugador tenía una partida aplazada que debía reanudarse después de la cena, y estaba sentado ante su tablero mucho antes de la hora establecida. Llegó por fin el árbitro Bombelli con el sobre conteniendo las planillas (donde uno de los jugadores que aplaza debe anotar una jugada secreta) y preguntó en inglés: "Who's white here?" (literalmente: "¿quién es el blanco aquí?"). El paciente competidor de las túnicas polícromas, enorme y más negro que la muerte, respondió, con aplomo y pastosa voz de bajo; "I'm white" ("yo Soy el blanco", refiriéndose al color de las piezas con las que jugaba). El italiano, pequeño, de ojos expresivos y pelo cano, me miró con una de esas miradas frente a las cuales es imposible quedarse serio, al tiempo que musitaba "Se tu sei bianco..."Tuve que retirarme velozmente, urgido por la más inoportuna tentación.

PERSONAJES

El torneo se desarrolló, pasados los primeros días de desconciertos y rarezas, con cierta normalidad; pero la vida en los 25 días que duró la competencia nunca alcanzó esa misma fluidez. Si bien la atención era muy bueno la comida pasable y el hotel cómodo y placentero, con una hermosa piscinado en el octubre libio se usaba con satisfacción, todos los participantes occidentales teníamos la sensación de estar en una prisión de lujo. Las medidas de seguridad, frente a un posible ataque terrorista que sólo existía en la imaginación de los organizadores, hacían que no se pudiera salir del hotela ninguna hora sin avisar oficialmente y contar con la custodia de personal de seguridad. Los pasaportes no había sido devueltos a ninguna delegación, lo que acrecentaba la idea de que se estaba prisionero, y ocurrieron algunos incidentes que, aunque discretos, no aumentaron precisamente la tranquilidad de los invitados. Un delegado panameño comentó, en rueda informal, que el hotel era muy hermoso, pero que esos libios eran unas bestias y lo tenían a la miseria. Esa misma noche recibió la amable "invitación" de retirarse del país, y fue embarcado en un avión a la mañana siguiente, sin siquiera tener la ocasión de despedirse. Una chica portorriqueña, típica belleza caribeña, esposa de uno de los jugadores, se hizo notar por su alegría y su sociabilidad, y fue advertida de que guardara una compostura más clásica.

Ante la práctica imposibilidad de salir a pasear y conocer la ciudad, la mayor parte de la jornada extra deportiva transcurría en los amplios halls y patios descubiertos del hotel. Allí era posible cambiar ideas con gente de otras culturas y realidades, reírse, divertirse o enojarse con los hábitos sociales de los demás y conocer personajes interesantes. Uno de los miembros de la delegación de Uruguay, Nelson Outeiro, estaba sentado al aire libre y de tardecita, con el paquete de cigarrillos y el encendedor sobre la mesa, cuando se aproximó uno de los jugadores de Mauritania (que vestían siempre unas luminosas túnicas azules) y, sin decir ni buenos días, tomó el paquete, se sirvió un pitillo, lo encendió y volvió a dejar todo donde estaba, sin siquiera mirar al desconcertado propietario. A partir de ese momento Outeiro bautizó a los mauritanos como "los ladrones", mote que adoptaron rápidamente todas las delegaciones que se vinculaban con nosotros. Los mauritanos -eso espero- nunca se enteraron.

Los jóvenes libios que acompañaban a las delegaciones hablaban muy poco de política, se mostraban -con excepciones- amables y hospitalarios y advertían constantemente a los invitados de los peligros de tener familiaridades excesivas con el sexo femenino. Todo lo relativo al sexo está rígidamente reprimido por el sistema islámico, pese a lo cual entre los que trabajaban en la organización del torneo había numerosas chicas que no usaban las prendas musulmanas típicas y hablaban un fluido inglés. La entrada de una muchacha bastante espectacular en la sala de juego motivó otro de los mordaces comentarios de Bombelli: "¡E finita la Santeria!".

Circunstancialmente, y hacia finales del torneo, cuando la confianza entre participantes y anfitriones había crecido bastante, algunos muchachos se atrevieron a realizar comentarios, discretos y llenos de sobreentendidos, pero de sentido muy claro, sobre el régimen, su carácter represivo, su hipocresía y la falta de perspectivas críticas que ofrecía a los jóvenes. Esa actitud resultaba extraordinariamente valiosa en medio de un sistema notoriamente opresivo, en el que hasta los invitados a una competición deportiva se sentían prisioneros. Cada uno de los participantes se vio en posesión del "Libro Verde", un texto propagandístico atribuido al propio Khadaffi, en el que se afirmaba, con mucha soltura, que el sistema político de Libia era la democracia más perfecta que se conocía en el mundo desde tiempos de Pericles. También los fundamentalistas islámicos parecen tener sentido del humor.

Aquellos días permitieron a quien escribe estas líneas conocer a gente por demás interesante; Lanfranco Bombelli, con su agudo sentido del humor, su dominio de varios idiomas y el cumplimiento concienzudo de sus labores de árbitro de ajedrez, resultó ser un personaje apasionante, veterano de la guerra anticolonial de Argelia, que mostraba profundas heridas ganadas en combate con orgullo militante. Otro individuo que resultó un placer tratar era el coronel Majano, presidente de la delegación de El Salvador, que a la postre terminaría por ganar la Olimpíada. Era el típico militar culto y razonador, de modales exquisitos y opiniones abiertas, que expresaba una singular admiración por el general Líber Seregni. En años subsiguientes, le correspondería jugar un papel decisivo en la evolución de El Salvador, donde llegó a presidir un efímero pero muy influyente gobierno militar escorado a la izquierda.

No hay espacio ni tiempo para hablar de los jóvenes africanos, asiáticos, europeos o latinoamericanos que un evento como el que comentamos permite conocer; algunos jugadores del Frente de Liberación de Omán, que eran guerrilleros de verdad; los sauditas, todos altos y bigotudos, como cortados con el mismo patrón, que gustaban relacionarse con los latinoamericanos y fotografiarlos vestidos con las ropas árabes; los portugueses, que vivían aún la Revolución de los Claveles, cantaban "Grandola, vilha morena" y admiraban hasta el ditirambo al general Othelo Saraiva de Carvalho. Y Uku, un inolvidable adolescente de Guinea Bissau, negro como la noche y encantandor en su sentido del humor y su pasión por la música y la poesía. Cantaba bellísimas canciones tradicionales de su tierra, acompañándose con la guitarra como cualquier muchacho occidental, era capaz de dejar en el ánimo de los que le trataron aquellos breves días la memoria de un ser humano de esos que vale la pena haber conocido.

Por supuesto, había también de los otros; un funcionario especialmente desagradable y agresivo, que tuvo incidentes con todos los participantes -incluido el que esto escribe- y que apenas disimulaba su xenofobia de ignorante. Y el impagable "Colonel", el presidente de la delegación argelina, un árabe locuaz, exaltado y evidentemente fantasmagórico (en el sentido criollo del término). Nos buscaba permanentemente como interlocutores, nos contaba sus hazañas de héroe en la guerra de la independencia y nos daba incesantes consejos, que nadie le había pedido, sobre lo que debíamos decir en Uruguay cuando regresáramos. "Estratégie et tactique", decía, mientras nos instruía cómo deberíamos entrar en el país de a uno y volver a salir en avión mientras llegaba el otro, de modo de no quedar nunca todos detenidos. Y Bombelli preguntaba, impetuoso: "Digo yo, ¿y quién paga todos estos viajes?".

El "Colonel" estaba convencido de que los uruguayos éramos espías, al Servicio de Israel; pero no era tomado en serio ni siquiera por sus propios jugadores, pese a su aire autoritario. Supe, muchos años más tarde, que había huido de Argelia realizando un desfalco monumental, y que vivía en Monte Carlo como habitué del casino. Es el fin de algunos revolucionarios.

EL REINO

Las escasas ocasiones de conocer la sociedad libia estuvieron perfectamente reglamentadas y organizadas. Los días en que no había partida, o en algún caso durante las mañanas, los jugadores éramos trasladados a diversos sitios del ancho país, poblado apenas por dos millones de habitantes. Vimos numerosas granjas, fábricas, laboratorios y plantas de alta tecnología, todas ellas, sin excepción, dirigidas por técnicos norteamericanos; Khadaffi es antiimperialista, pero no es tonto.

La dimensión de las obras emprendidas nos pareció formidable; los libios, y lo repetían hasta el cansancio, sabían que el petróleo, fundamento de su prosperidad, se iba a terminar algún día, y se estaban preparando para ello. El camino escogido pasaba por colosales intentos de fertilizar las zonas desérticas (el 90% del país) y de lograr un desarrollo industrial autónomo. Por ello la inversión productiva y las experiencias que teníamos, nos gustase o no, que ver. Aquellos viajes a distantes sitios, que obligaban a levantarse con el alba para ver millones y millones de gallinas o anchas plantaciones de hortalizas gigantes, fueron una de las torturas de ese tiempo, máxime cuando la concurrencia era obligatoria, o poco menos. Uno de los italianos -precisamente el mismo que había tenido el problema con la ida al baño- se negó a ir un día, y el funcionario desagradable del que hablaba anteriormente dio la orden de que no le dieran de comer en todo el día. Otra gritería homérica, intentos del italiano (que era un rancho de grande) de aplastar al libio y contraorden final del presidente de la federación de ajedrez. Ese era el clima que se vivía.

Particularmente desagradable fue una incidencia que se repitió otras veces. Nos movilizaron a las cinco de la mañana y viajamos varios cientos de kilómetros hasta una granja construida en medio del desierto. Era una obra gigantesca, en la que se criaban varios millones de gallinas. El olor, al menos hasta que uno se acostumbraba, era insoportable, y había que recorrer cuadras y cuadras, sobre la arena tórrida y al rayo del sol, para ver más y más gallinas. Después de haber andado como el que más durante tres horas, Uku me miró con sus ojos de almendras e hizo el comentario exacto que merecía la situación: "Muita galinha".

A mediodía nos hicieron pasara un galpón cerrado, muy extenso, en el que habían preparado varias toneladas del guiso nacional, el cus-cus. Allí, según la usanza árabe, había que quitarse los zapatos y sentarse en torno a la olla (una cada cinco o seis personas) y servirse con la mano. Huelga molestar al lector con la descripción de lo que era aquel recinto, poblado por varios cientos de personas descalzas después de haber caminado varias horas por el desierto. Un compañero y yo, entonces, apelamos a la rebeldía oriental y salimos al exterior, negándonos a comer. De inmediato se hicieron presentes dos o tres funcionarios, con aire de pocos amigos, y nos conminaron a entrar con los demás, a lo que, por supuesto, nos rehusamos. Entono cada vez más agresivo nos hicieron ver que, por razones de seguridad -en medio del desierto debían pulular los terroristas- no podíamos quedarnos allí y teníamos que entrar. En el mismo tono, y al borde del estallido, tratamos de hacerles comprender que no pensábamos entrar a aquel infierno maloliente y que no nos importaba quedarnos sin comer. Por fin, nos dejaron por imposibles, diciéndonos que eludían toda responsabilidad por lo que pudiera pasarnos. Estuvimos acertados, pues los cuentos que nos hicieron otros compañeros después del almuerzo hubieran hecho las delicias de Stephen King: de terror.

Trípoli es una ciudad sin mayor relieve, gris y poco interesante; pero, por lo que pudimos ver en las visitas programadas -y en alguna oportunidad en que alguno de nosotros pudo escaparse- tenía entonces niveles de vida muy aceptables. No se veían tolderías o caseríos similares a nuestros cantegriles, la gente va vestida con corrección y la vida social parece tranquila y ordenada. Particular sorpresa, debido a los prejuicios que todos acunábamos, nos causó la integración de la mujer en las actividades sociales, incluso en la enseñanza. Era notorio que aquel islamismo sería integrista, pero tenía claro que los tiempos avanzan y tienen sus exigencias.

Libia es un país riquísimo desde el punto de vista histórico, y está rodeada de ruinas de antiguas urbes romanas, bastante bien conservadas. Visitarlas fue una de las experiencias más gratificantes de aquellos viajes a horas intempestivas, en los que, además, se corría el riesgo de volver sin probar bocado.

EL REY

La primera vez que vimos a Mohammed el Khadaffi fue en un acto en el cual, en aplicación de la reforma agraria en curso, entregaba unas tierras a un grupo de ciudadanos. Se montó un acto de glorificación personal de cuño claramente totalitario; en una tribuna construida expresamente en medio del campo, ordenaron a los participantes del torneo y los -nos- hicieron esperar un par de horas al rayo del sol. Luego se desarrollaron una serie de exhibiciones, bastante impresionantes, de jinetes que hacían cabriolas sobre el caballo o ensartaban argollas con largas picas; al principio eran entretenidas, pero después de la segunda hora comenzaban a hacerse insoportables.

Al caer la tarde, cuando ya estábamos rogando a Alá para que aquello terminara de una vez, llegó Khadaffi. Venía montado en tractor, símbolo -según nos explicó un funcionario libio- de la tecnificación y el progreso. La gente se apiñaba a su alrededor y lo aclamaba con vítores estruendosos, mientras el coronel saludaba con la más cálida de sus sonrisas. El entusiasmo, sin embargo -y en esto hubo coincidencia total entre todos o invitados- no parecía espontáneo, tenía un inexpresable aire de cosa preparada y puesta en escena. Después del baño de multitudes, Khadaffi se dirigió al público, desde lo alto de su tractor; hablaba en árabe, aunque había traducción simultánea en inglés. Es un orador sencillo, directo y poco retórico, que, a juzgar por las constantes risas de la gente, emplea con asiduidad y efecto el humorismo. Repetía, una y otra vez, la expresión "Made in USA", y la gente silbaba; sobre el final dijo, remarcando las palabras: "Made in Libia", y hubo un aplauso estruendoso. El acto terminó en una plegaria colectiva, a la luz ambigua del atardecer, con toda la augusta solemnidad del sentimiento religioso profundo.

En el hotel del torneo se comentaba, día tras día, que en cualquier momento llegaría Khadaffi a saludar a los ajedrecistas, pero la visita nunca llegaba. Un día los organizadores advirtieron; "Traten de estar todos esta noche, porque habrá una visita sorpresiva". Efectivamente, a eso de las nueve llegaron varios coches y hubo un revuelo general que indicaba la presencia de alguien muy importante. Entre los cuerpos de las personas que se arracimaban en la puerta pude ver un uniforme verde oliva que se aproximaba; pero de pronto todos comenzaron a volver, los autos partieron como habían llegado y no pasó nada. Todos quedamos profundamente extrañados; cuando le pregunté a Mohammed, el chico que estaba destinado a nuestra delegación, qué había pasado, nos dijo, en voz baja y tono misterioso, que había llegado Khadaffi en persona, pero que no había querido entrar porque había cámaras fotográficas, y el Islam prohíbe la reproducción de las imágenes.

Todos quedamos entre asombrados e incrédulos. Si no se pueden tomar fotos de Khadaffi, ¿qué eran los cientos de retratos suyos, a veces solo, a veces junto a Gamal Abdel Nasser, que podían verse en todos los ambientes del hotel y en las calles de la ciudad? Una vez más fue Bombelli el que dio con el comentario exacto: "¡Cazzone!".

Por fin, finalizó el torneo. Nosotros estuvimos muy cerca de la punta, jugando bien; pero una dramática llamada de Montevideo -Uruguay- de la madre de este cronista nos dejó con la moral por los suelos. Habían allanado las casas de todos los que estábamos en Libia, y fuentes cercanas a la familia habían hecho una recomendación muy clara: que no vuelvan. Esa tarde perdimos 4-0 con El Salvador y con ello la chance de ganar la Olimpíada.

Para mí y para Tosán, que habíamos salido sabiendo que no regresaríamos, aquello importó poco; pero los otros miembros del equipo quedaron anonadados; su intención era regresar. Después de algunos días de zozobra tomaron la decisión: volverían pasase lo que pasase. Después de todo, no habían hecho otra cosa que jugar al ajedrez. Una tranquilidad algo ominosa volvió a la delegación, pero los resultados ya no nos acompañaron; por fin, terminamos en octavo lugar.

Finalizado el evento, nos trasladaron a una especie de villa campestre, cerca del mar, constituida por bungalows en los que se alojaba cada delegación. Siguió, por supuesto, la tortura de los madrugones y las visitas a granjas y centros industriales, pero a esa altura ya estábamos, si no acostumbrados, al menos resignados. Un día nos anunciaron que debíamos tomar un ómnibus para ir a Trípoli, después de mediodía, y nos recomendaron encarecidamente que fuéramos todos. Así lo hicimos; llegamos a un edificio central, totalmente occidentalizado, y allí se nos anunció, con mucha pompa, que el coronel Mohammed el Khadaffi recibiría con mucho gusto a la delegación de Uruguay.

Se nos hizo pasar, con poca espera, a un despacho normal, más bien austero, presidido por un retrato de Nasser; detrás de la mesa, vestido de uniforme, un sonriente Khadaffi nos esperaba. Sin aguardar a que nos acercáramos, dio vuelta a la mesa, se aproximó y nos estrechó la mano uno por uno, con calidez más que protocolaria. Había un fotógrafo oficial, que debía tener un permiso islámico especial, que nos hizo una foto con el líder. Luego nos pidió que tomáramos asiento, y comenzó un diálogo muy sencillo y claramente político.

Khadaffi tiene maneras francamente republicanas; habla un inglés correcto y fluido y sonríe constantemente. Es bastante más bajo de lo que parece en los retratos (comencé a comprender por qué en el acto al que asistimos nunca se bajó del tractor), pero su postura y elegancia son innegables. No tiene un ápice de fanatismo, ni en sus maneras ni en sus palabras, y está a mil leguas un de la adustez trascendente de un Jomeini. Después de preguntarnos cómo nos habían tratado y de interesarse por nuestra suerte en el torneo -sin fingir que entendía de ajedrez, lo cual me agradó - viró la conversación hacia el tema político. Demostró un conocimiento amplio de la realidad uruguaya, nos preguntó por la suerte y el estado del general Seregni, definió al régimen de Bordaberry de "fascista" y repitió, una y otra vez: "Our revolution is against facism" (Nuestra revolución es antifascista). Nos consultó sobre posibles salidas y tuve la sensación -absolutamente subjetiva- de que tanteaba a ver si entre nosotros alguien se pronunciaba por la lucha armada. Se interesó por la posición política de cada uno de los siete presentes, y aceptó de buen grado una respuesta genérica: éramos un equipo de ajedrez en el que actuaban personas de distintas ideologías, aunque todos contrarios a la dictadura. Nos preguntó si se nos ofrecía alguna cosa, y si podía contribuir en algo a que, a nuestro regreso, evitáramos problemas con las autoridades. Le dijimos que esos problemas eran previsibles, y le pedimos que intercediera, a través de la embajada de Libia en Buenos Aires, para aclarar sin lugar a dudas de que en su país nos habíamos dedicado solamente a jugar al ajedrez.

La entrevista duró unos quince minutos y fue agradable e interesante. Salimos comentando el encanto personal del coronel y su sentido de la diplomacia, tan lejano al estereotipo del terrorista tirabombas que hay en Occidente. Personalmente, salí del despacho con la idea de que me había ocurrido algo trascendente; era de los poquísimos uruguayos que podía contar que pudo charlar un cuarto de hora, distendidamente, con el legendario líder de la revolución libia.

EL RETORNO

Como todo llega a su fin, un día, después de una larga huelga de Alitalia que demoró una semana el retorno, tomamos el avión hacia Roma. Los últimos días habían sido terribles, encerrados en aquella villa campestre de lujo, hartos de ver plantas industriales y granjas y de ser tratados como prisioneros distinguidos. Un día tuve un acto de rebeldía y anuncié que iba a salir a recorrer Trípoli, con permiso o sin él. Mientras marchaba, con otros dos miembros de la delegación, hacia el portal de la villa -que era una especie de fortaleza- vi que el funcionario libio de las malas maneras se nos adelantaba y hablaba dos palabras con el centinela. Cuando llegamos a la puerta el individuo nos cerró el paso; yo le dije que no me consideraba un preso y que iba a salir, le gustara a él o no. No sé si comprendió mis palabras, pero yo sí comprendí su gesto, cuando di dos pasos hacia el molinete de salida: el soldadito cargó el arma y me apuntó directamente. "¡Vamonós, loco que aquí la quedamos!", me dijo uno de mis acompañantes. Y nos fuimos, mascando bronca. Al llegar al lugar donde se reunía la gente vi al libio odiado y me le fui encima, dispuesto a triturarlo. Se armó la de San Quintín, y estoy más que satisfecho de poder contar el incidente.

Cuando llegamos a Roma la delegación se dividió; uno regresó de inmediato a Montevideo, otros dos se marcharon a España, Tosán y yo decidimos permanecer en la Ciudad Eterna y los otros dos regresaron pocos días después a la Patria. La gran aventura, que cambió radicalmente la vida de muchas personas, había concluido.

Los tres integrantes que regresaron a Montevideo ingresaron sin problemas, pero al otro día los fueron a buscar y los llevaron a la Comisión Nacional de Educación Física, donde los recibió Yamandú Trinidad. Con gesto adusto y evidente disgusto, pero sin perder las formas, el militar indagó sobre el viaje a Libia y sus propósitos. Los jugadores llevaban cuidadosamente diarios libios e italianos en los que se informaba sobre el torneo y se publicaban resultados, en los que aparecía Uruguay; exhibieron también los boletines del torneo, en los que se publicaban partidas de todos nosotros. Trinidad se mostró especialmente interesado en saber si habíamos usurpado la representación oficial de Uruguay, y se le demostró que no había sido así; entre los participantes del torneo figuraba claramente el nombre de la Asociación de Ajedrecistas del Uruguay.

Por fin, les preguntó directamente sino sabían que el gobierno había "recomendado" no concurrir a Libia; los jugadores alegaron desconocimiento de esa "recomendación", y las cosas quedaron así. Antes de finalizar la entrevista, Trinidad expresó: "Bueno, quedan en libertad; no se puede sancionar a nadie por haber ido a jugar al ajedrez. Eso sí, díganle a Maiztegui que, si sabe lo que le conviene, mientras yo viva no vuelva por aquí".

Cumplí escrupulosamente ese consejo. Yamandú Trinidad, entonces general, falleció -sino me falla la memoria- en agosto de 1984, y yo regresé por primera vez el 27 de noviembre de ese año, para cubrir como periodista las elecciones. No le guardo rencor, sin embargo; Trinidad era un hombre duro pero noble, lo que demostró al negarse a impedir nuestro viaje. Su molestia particular conmigo era porque me conocía y le constaba que yo estaba al tanto de su oposición a que cualquier delegación uruguaya participara en las Olimpíadas de Trípoli. Sabía, además, que yo había sido el padre de la criatura. Mucho más me molesta, en la memoria, la mezquindad y la desvergüenza de quienes entonces dirigían el ajedrez nacional, que no sólo se movilizaron para tratar de impedir el viaje -lo que podía habernos costado la vida- sino que, en nuestra ausencia, nos suspendieron para toda la vida y echaron a correr toda clase de canalladas, algunas de las cuales aun son repetidas por los hijos de la envidia. El tiempo, que todo lo sabe, como dice el tango, se ha encargado de poner a cada cual donde le corresponde.

El Observador, Fin de Semana, 1998

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