Adolfo Garcé

Adolfo Garcé

Doctor en Ciencia Política, docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Udelar

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El experimento Trump

El sistema demócratico estadounidense ante un presidente como el que eligieron
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12 de noviembre de 2016 a las 05:00
Supongamos por un minuto que el presidente electo Donald Trump es, como mucha gente piensa, el arquetipo del demagogo, es decir, un auténtico irresponsable. Puede que lo sea. Puede que no. De lo único que estoy seguro es que existe solamente un sistema político en el mundo pensado, desde el principio, para lidiar con este tipo de desafíos y minimizar daños colaterales eventuales. Me refiero, como resultará obvio, a la democracia estadounidense.

Los padres fundadores no improvisaron. Sabían lo que estaban haciendo. Querían evitar el "poder absoluto y arbitrario". Heredaban siglos de lentos y costosos aprendizajes políticos e institucionales, forjados a su vez en durísimos conflictos entre el Parlamento y la Corona (crisis, revoluciones, guerras civiles y religiosas).

Si algo tenían claro era que el presidente, el cargo que se atrevieron a inventar para atribuirle la responsabilidad de liderar el Poder Ejecutivo, debía ser más "parecido al alcalde de Nueva York" que al "rey de Inglaterra". No querían "monarcas electivos". No querían concentrar ni centralizar el poder. No temían, como Simón Bolívar, la anarquía. El principal temor, la obsesión compartida por todos ellos, federalistas y antifederalistas, era evitar instituir tiranos. Dividir el poder en fragmentos parecidos. Organizarlo de modo tal que cada parte chocara con la otra. Generar condiciones para que la ambición de unos limitara la de los otros.

Los padres fundadores, más cerca de la visión antropológica de Hume o de Locke que de la de Rousseau, no diseñaron instituciones para que las gobernaran hombres sabios o líderes altruistas. Montaron un sistema pensando en el peor escenario. No tenían cómo saberlo, pero pensaban en Trump.

Por eso el presidente estadounidense está atado de pies y de manos. Parece poderoso. No lo es. Parece el centro del sistema. Tampoco lo es. Parece similar a los presidentes latinoamericanos. Por suerte es diferente. Sus poderes institucionales son sensiblemente menores. No puede, por ejemplo, iniciar la legislación. Tiene que lidiar con un Congreso poderoso y con un Poder Judicial realmente independiente. Su poder no está solamente limitado por el sistema de frenos y contrapesos ya referido. Además, está acotado geográficamente por la estructura federal: estados, ciudades, distritos, cada uno con sus jurisdicciones y competencias bien definidas.

Pero en términos políticos también es menos poderoso que sus pares del sur porque los congresistas no le deben obediencia. Senadores y diputados no responden al presidente sino ante sus propios electores. Acompañan las políticas impulsadas por el presidente si y solamente si encuentran la forma de compatibilizarlas con sus propias estrategias políticas.

La tradicional escisión entre presidente y congresistas se multiplica en el caso de Trump, dado que logró la nominación republicana y luego ganó la elección presidencial contra la elite de su propio partido. Por lo tanto, no importa mucho que los republicanos controlen ambas cámaras. No son trumpistas. Entre el presidente electo y la mayoría de los congresistas hay una zanja muy profunda. Cuando Trump quiera el apoyo del Congreso, cuando precise el apoyo de los congresistas republicanos, va a tener que armarse de paciencia. A ningún presidente estadounidense le resultó fácil zurcir mayorías parlamentarias. Sospecho que a él, dada su peculiar trayectoria, la resultará todavía más difícil.

El tiempo pasó. Durante el último siglo las estructuras de gobierno a nivel federal crecieron en peso, recursos e influencia. En ese contexto, y en el marco del fortalecimiento de la democracia, también creció el peso de la figura del presidente.

La expansión del demos tuvo una consecuencia imprevista por los padres fundadores: los mecanismos diseñados a fines del siglo XVIII para conjurar el riesgo de la demagogia (como la elección indirecta del presidente a través de un colegio electoral que debía "filtrar y refinar" el mandato de la opinión pública), no fueron suficientes para impedir la irrupción de un presidente con el perfil de Trump. Pero las bases del sistema siguen siendo las mismas. La lógica del diseño institucional sigue siendo impedir la discrecionalidad, controlar la arbitrariedad, frenar los excesos. La máquina de convertir leones en gatitos sigue funcionando.

El destino, con sus vueltas, nos ofrece una oportunidad inesperada de someter a las instituciones políticas estadounidenses a un experimento especialmente exigente.

Dicho sea de paso, me parece probable que parte de la explicación del triunfo de Trump haya que buscarla en esta convicción, tan arraigada y obvia para el pueblo norteamericano: capaz que se atrevieron a votar por un líder tan especial como él porque saben muy bien que tienen instituciones políticas capaces de controlarlo y moderarlo.

El tiempo dirá si Trump es realmente tan políticamente excéntrico como parece. Y también dirá, llegado el caso, qué pudo más, si el actor (y su vocación por los excesos) o el diseño institucional (y su resistente telaraña).

Como diría nuestra recordado "Sordo" González: si me obligaran a hacer un pronóstico, me jugaría una hamburguesa a la profunda sabiduría de las instituciones políticas imaginadas por los padres fundadores.

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