Espectáculos y Cultura > Columna/ Eduardo Espina

El gran espectáculo del mundo

La historia del circo más viejo y famoso de todos ha llegado a su fin
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04 de junio de 2017 a las 05:00
Después de 146 años llevando entretenimiento y magia bien entrenada a todas partes, el Ringley Brothers and Barnum & Bailey Circus, el circo más grande y antiguo del mundo, ha puesto fin a una historia que parecía eterna, y que no lo fue. Con su tropa de encantadores de la imaginación, se dedicó por casi un siglo y medio al difícil negocio de amaestrar tigres, dar trabajo a los mejores payasos, y privilegiar atletas de la inconformidad saltando de un trapecio a otro a la velocidad de un parpadeo. La dirección del circo decidió abandonar la actividad pues los costos de operación eran demasiado altos y las ganancias habían disminuido en gran forma, imposibilitando la viabilidad económica. Para dar una idea de la magnificencia del espectáculo cabe destacar que el tren que transportaba a los integrantes del circo, incluidos los animales amaestrados y la utilería empleada, tenía una extensión de 1.600 metros.

Ya no quedan grandes circos. Hay circos pequeños, con carpas en estado de apolillamiento, con tigres sufriendo prematura senilidad y trapecistas que huelen a whisky barato, pues solo de esa forma alcanzan la altura deseada. En el mundo van quedando pocos circos y los que aún sobreviven sintetizan el epítome de la pobreza decorada para entretenimiento pues, además, tales circos son tan pobres que cuando los tigres comen no come el domador. Una vez fui a uno de esos instalado cerca del Estadio Centenario. Vi otro después a pocas cuadras del Cilindro, y también otro más en una plazoleta detrás del Palacio Legislativo. Todos tenían idéntica característica: el espectáculo ocurría dentro de una carpa, no las que se usan para campamento, sino de las otras, uno poco más grandes, hechas con lona perecible, donde entran animales, artefactos y personas en cantidad, algunas sentadas, otras colgadas de un trapecio. Eran circos argentinos y brasileños. Los tigres hablaban portugués y los elefantes comían empanadas.

Quince años atrás, cuando nadie hubiera imaginado que el espectáculo infinito iba a tener fin, llevé a mis dos hijos al Ringley Brothers and Barnum & Bailey Circus de visita en Houston. Había visto otros circos, pero más bien eran circos juniors, cirquitos, en los cuales los leones parecían tener hambre y los payasos estaban flacos, pero no del ejercicio ni de hacer reír con su característica tristeza disfrazada. Además, sus malabaristas caminaban sobre una cuerda floja que estaba demasiado cerca de la tierra como para generar peligro, esto es, emoción. Hacían piruetas a ras del aire. El Ringley Barnum & Bailey en cambio, emblemático de lo que debería ser el gran espectáculo circense, ponía a funcionar enseguida las maquinarias de la imaginación, esas que la realidad abrumada por sorpresas tecnológicas genera como panacea del pasatiempo sin referente previo. Los grandes circos son otra cosa. No cualquiera puede ser una estrella circense, de esas que se caen desde las alturas y a veces mueren como lo hacen los verdaderos héroes, en forma espectacular y trascendente.

Para fortuna de todos, el día que fuimos a ver al Ringley Barnum & Bailey nadie murió, salvo el aburrimiento. A los pocos minutos de estar allí sentimos que algo nuevo había empezado, algo, vaya ironía, generado por un tipo de entretenimiento que ya casi no existe o bien desapareció. Un entretenimiento librado de efectos especiales, aunque las piruetas de los hombres de goma y los actos de los felinos fueron especiales. Y espaciales. Algunas cosas, que no son cosas sino seres, anduvieron a la altura de las nubes, cosas de esas que caben en las gigantes carpas circenses solo de vez muy en cuando. Ante ese porvenir venido del pasado sentimos la sorpresa de una nostalgia en actividad, como si fuera un recuerdo en futuro del gran espectáculo de masas y con la dulzura de éstas.

Aunque estamos en el siglo veinte más uno, esa maravilla ágil y elegante traía consigo una belleza ancestral nacida en aquellos días cuando el ser humano se entretenía con situaciones elaboradas por la tesonera imaginación del hombre sin depender de otras cosas más mecánicas. El Ringley Barnum & Bailey se había adaptado sin concesiones a los cambios de percepción de las nuevas generaciones, y sobre todo a las mayores expectativas que imponen los niños acostumbrados a la pantalla digital. El espectáculo fue polifocal, pues la antigua arena donde en ocasiones aparecía un trapecista y en otras un león flaco, se multiplicó hasta ser triple y simultánea. Un circo con formato Yahoo! Tres enormes escenarios obligaban a compartir la atención con diferentes zonas de intensidad: en una de ellas había acróbatas chinos saltando a través de pequeños aros por donde en apariencia no podría pasar una mosca; en la del medio un grupo de jóvenes africanos saltaban la cuerda de una manera tan inaudita que parecía imposible; y en la tercera un grupo de basquetbolistas altos y muy bajos (algunos enanos: era un circo) dejaban por el piso las piruetas de los Globetrotters.

El Ringley Barnum & Bailey utilizaba el slogan "El espectáculo más grande del mundo", porque era verdad. Un sentido de rara abundancia de imágenes y acciones superpobló la noche, por más que mi hijo chico dijo en un momento que el show era demasiado largo y que quería irse a casa a mirar dibujitos en la televisión. Eso, a pesar de los reparos familiares, es una de las grandezas supervivientes del circo, en tanto la magia salida de tanta heterodoxia humana apela a públicos de distintas edades, a los cuales debe entretener por casi tres horas para que nadie abandone la carpa cuan enorme gimnasio diciendo que "El espectáculo más grande del mundo" no había sido tan grande como decían. Pero este si lo fue, varias veces lo fue, tanto en tamaño como en exposición lujosa de ciertas formas emblemáticas del espectáculo circense, esto es, los equilibristas, los trapecistas y los animales salvajes que la paciencia humana domesticó mejor que un gato de esos que duermen plácidos en la mesa del living.

El final del Ringley Brothers and Barnum & Bailey Circus, viene a evidenciar algo que ya sabíamos: que los grandes circos están en vías de extinción, o quizás solo quedan los que se niegan a ser ex completamente. Ya no quedan circos espectaculares. Cuesta demasiado dinero poner semejante extravagancia en el camino. Tanta gente, tantos animales. Además, los circos hoy tienen una competencia que antes no tenían, como los videos juegos y toda la parafernalia derivada de la vil pantalla. Los niños van al circo esperando –exigiendo– una visualidad extrema pero superficialmente atractiva, cuando en verdad este tipo de espectáculo, el circense, necesita de la complicidad de la inteligencia para que las piruetas y las diferentes sorpresas escénicas sean todavía más disfrutables de lo que son. Porque, para redimensionar el disfrute, resulta importante saber que al domador le llevó años y muchos riesgos diarios entrenar a los feroces tigres, y que los elefantes y las cebras no aprendieron sus rítmicos movimientos leyendo un manual. Es que, justamente, el Ringley Barnum & Bailey representaba eso tan esencial y en vías de extinción: el entretenimiento que consigue ser efectivo en base a práctica, tesón, dedicación, vocación y también, tiempo en apariencia perdido, un tiempo que solo se recupera cuando los aplausos suenan para decir thank you, y gracias.

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