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"El lago de los cisnes" y la crónica de su hechizo

En vísperas de su estreno hoy, El Observador visitó un ensayo del clásico El lago de los cisnes
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31 de marzo de 2016 a las 05:00

Metros y metros de asientos sin nadie que los llene. Con las luces de la platea apagadas y el escenario montado, los bailarines y los músicos danzan sus pasos y tocan sus notas, pero, en este caso, cada una de sus proezas no desemboca en un aplauso. Los pocos que los observan lo hacen con templanza y precisión, disecando cada movimiento y cada sonido para encontrar sus grietas, sus errores, sin dejar que el hechizo inmortal de uno de los mayores clásicos de la danza, El lago de los cisnes, se adueñe de ellos ciegamente.

Desde aquellas butacas de terciopelo negro, la única voz que interrumpe la partitura de Piotr Ilich Tchaikovski y el movimiento del cuerpo de baile es la del director del Ballet Nacional del Sodre (BNS), Julio Bocca, quien, con correcciones e indicaciones, pule una fórmula conocida y efectiva pero que siempre puede acercarse un poco más a la perfección.

Pese a ser el tercer montaje de El lago de los cisnes que realiza la compañía desde la inauguración del Auditorio Adela Reta, en 2009, ninguna parte de la obra que se estrenará hoy deja de ser ensayada. Con coreografía del argentino Raúl Candal (ver recuadro), que versionó en 2007 el original de Marius Petipa y Lev Ivanov, la danza que realizarán los bailarines del BNS por tercera vez mantiene intacta la trama de romance y traición, pero destaca el trabajo del cuerpo de baile, la presencia de una sola bailarina para el rol de cisne blanco y el de cisne negro, y un final de libertad entre la devastación.

Tras puertas cerradas, aguardando la fecha, el ritmo de la obra también es otro. Cada observación sobre los distintos repartos requiere de una reversa, y hace que la música se vuelva sobre sí misma algunos segundos y que los pasos se dibujen nuevamente.

En el plumaje del cisne negro, o Odile, la primera bailarina Giovanna Martinatto seduce al príncipe Sigfrido (Damian Torio) en la corte y teje junto al hechicero (Luiz Santiago) la condena de uno de los amores más trágicos y más conocidos del ballet. Cuando la conquista del tercer acto está asegurada, el brujo toma a la bailarina por la cintura y la aleja del caos generado, mientras que en el rostro de ella una sonrisa maléfica traza la victoria.

Con el fin del acto, la música se apaga. "Esta vez, con más emoción", indica Bocca a la orquesta, apelando a una vorágine un poco más caótica, un poco más irreversible. Los bailarines, entonces, vuelven a sus lugares a un paso normal, caminando sobre sus plantas y no sobre sus puntas. Martinatto se ubica nuevamente en el punto en el que todo comenzó, y, antes de que la orquesta retome su fragor, tantea algunos de sus movimientos con piruetas y arabescos contenidos, sutiles, que refresquen su memoria.


Al son de la orquesta, la concentración vuelve a apoderarse de los bailarines, de nuevo poseídos por sus personajes. En solo un instante, la magia se restituye y la acción se repite, como si nada hubiese sucedido. Como si esta fuese la primera y la única vez que aquellos cuerpos relatan esa historia.

Ahora, la música se encoleriza aun más, el clímax se hace más palpable y el telón finalmente puede bajar. En una puerta cerca del escenario, un grupo de bailarinas de amplios tutús blancos aguarda, con maquilladoras armadas de pinturas blancas que dan los toques finales a la metamorfosis. Las bailarinas, aquella bandada de cisnes que escolta a Odile en un lago negro y gris, esperan entre los focos que la música indique su entrada, casi todas con las manos en la cintura, adoptando la postura erguida y intachable que les es propia, pero sin llegar a desplegar las alas.

Pendientes, concentradas, Tchaikovski finalmente les permite invadir el escenario, y, sobre las puntas de sus zapatillas, sus curvaturas se suavizan. Entre el ritmo único que todas mantienen, Martinatto emerge, esta vez con el mismo blanco de quienes la rodean, víctima de una transformación que trasciende el vestuario y maquillaje. Tras su lamento, Sigfrido y el brujo retornan y un forcejeo consuma el destino final en una sola pasada de los bailarines.

Los cisnes se alinean sin música que se los indique y los bailarines salen en orden para practicar sus saludos, sin ovaciones ni vitoreos que los obliguen a dar una reverencia más. Sonrientes, inclinan sus torsos hacia las butacas vacías en un murmullo de voces que elige qué se debe repetir, qué se debe enmendar, mientras que un violín rasga el ambiente afinándose una última vez.

Tras un fin lejos de marcar la culminación, Bocca sube al escenario y reproduce él mismo algunos de los pasos junto a un grupo de asistentes que inclinan brazos, enderezan piernas y estiran cuellos.

La historia se desmenuza aun más y algunos de sus fragmentos vuelven por un instante, desvinculados de la trama que les dio lugar. En la práctica, los bailarines de los otros repartos se inmiscuyen por el escenario con mallas y calzas. Otras Odettes/Odiles, otros Sigfridos y otros hechiceros conviven en un limbo desconocido para los ojos del público, en los que se suben los telones grises del lago y bajan los rojos de la corte real.

Sin embargo, con cada elevación, cada giro, el cansancio de sus rostros se desdibuja. La diversión, el amor, la seducción y la tristeza de cada instante vuelven, y el hechizo de la historia, sin vestuario ni maquillaje, nunca deja de funcionar.

Del olvidado al clásico

En 1875, por la modesta suma de 800 rublos, el compositor ruso Piotr Ilich Tchaikovski recibió una comisión para componer la música de un ballet llamado El lago de los cisnes, que, con la coreografía "mediocre" del checo Julius Reisinger, parecía condenada a desaparecer. Sin embargo, las melodías de Tchaikovski, creadas para el teatro Bolshói, lograron sobrevivir tanto su muerte como la desgracia de las primeras funciones. En 1895, el francés Marius Petipa, padre de varios ballets clásicos, y el ruso Lev Ivanov le insuflaron nueva vida a la coreografía, asentándola en la memoria del público europeo. La esencia de esa versión es la que hoy sobrevive en variaciones de diferentes compañías, y la que el maestro argentino Raúl Candal tomó como inspiración para su propio El lago de los cisnes, creado especialmente en 2007 para la despedida de Julio Bocca como bailarín del Teatro de Colón. Hoy, lejos de un adiós, la coreografía de Candal es montada por tercera vez por el BNS, que abre su temporada 2016 con un clásico que por poco no fue.

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