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El monarca caribeño

Daniel Ortega gana su cuarto mandato, pero ahora en clave de dinastía política
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18 de noviembre de 2016 a las 05:00

El "comandante" D. O. lleva casi una década en el gobierno y acaba de ganar otra elección, prácticamente sin oposición –por artilugios de una Justicia que maneja a su antojo–, en una fórmula presidencial que completa su "leal compañera" R. M., de 65 años, una mujer de excesivos oropeles, y que es la cara más visible de un régimen que controla absolutamente todo. Es un hombre oscuro, sin carisma, sin escrúpulos. Una hijastra, que vive en el exilio, hace 18 años lo denunció por violencia sexual. Se hizo rico. Impuso la reelección presidencial indefinida para cumplir un viejo sueño de vivir 100 años, atornillado al trono, acompañado por sus hijos en áreas estratégicas de su gestión. Por momentos parece una versión remozada del personaje principal de Yo, el supremo; o del protagonista fundamental de La fiesta del Chivo. Es un genuino político latinoamericano, que pasará a la historia como el fundador de una dinastía caribeña.

No hacía falta esperar el resultado electoral oficial en Nicaragua para saber que Daniel Ortega, de 71 años, y su esposa, Rosario Murillo, de 65 años, ganarían cómodamente las elecciones del domingo pasado, como lo hizo con el 72,5% de los votos.

Hasta hace poco tiempo era Evo Morales, el presidente de Bolivia, la envidia política de los gobiernos del eje bolivariano o chavista por su desempeño electoral, pero empezó una curva descendente luego de unos escándalos políticos domésticos y la desaceleración de la economía.

Ortega es un populista sui géneris, aunque integre el club chavista. Dice que se coloca junto al pueblo virtuoso y homogéneo en lucha contra las elites, y a la vez teje alianzas con los empresarios

Ahora es Ortega quien da clase sobre cómo mantenerse en el poder. Lleva 10 años en la Presidencia, luego de un intervalo de 16 años. Había sido el líder de un movimiento revolucionario que derrocó al dictador Anastasio Somoza en 1979, con el que logró erigirse como jefe de gobierno en el período 1985-1990. Pero de aquel Ortega que se levantó en armas contra un sanguinario dictador, enarbolando la bandera socialista del Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN), hoy devorada por las polillas, solo queda como recuerdo el emblema negro y rojo.

Ortega es un populista sui géneris, aunque integre el club chavista junto a los gobiernos presidencialistas de Venezuela, Ecuador y Bolivia. En público se muestra como el mejor antiimperialista, y dice que se coloca junto al pueblo virtuoso y homogéneo en lucha contra las élites que niegan al común de la gente sus derechos económicos, sociales y culturales.

Pero al mismo tiempo que se mueve con el clásico discurso populista, de signo binario, que habla del pueblo movilizado contra un enemigo (interno/externo), ha llevado adelante políticas económicas bendecidas por los organismos internacionales y ha tejido una alianza estratégica con los empresarios locales –como hizo Somoza–.

Ortega es un populista con un manejo oscuro, muy oscuro de la cosa pública. Por ejemplo, entre 2007 y el primer semestre de 2016, su gobierno se benefició de unos US$ 4.800 millones en préstamos blandos e inversiones de Venezuela, que fueron manejados fuera del presupuesto y sin fiscalización.

La siniestra crisis en Venezuela le complica seguir recibiendo dinero fácil como hasta hace poco. Pero es un político pragmático y saldrá a buscar otros aliados, como lo hizo con los organismos internacionales, aunque despotrique desde una tribuna demagógica.

Ortega es un populista al frente de una monarquía caribeña que para mantener su régimen político aplica una sistemática persecución a la oposición y a la prensa libre e independiente, que con él están predestinadas al ostracismo.

Su régimen político se mantiene con un manejo oscuro de la cosa pública y aplica una sistemática persecución a la oposición y a la prensa libre e independiente, que están predestinadas al ostracismo

Al presidente nicaragüense se le ponen los pelos de punta si escucha la palabra parresia, una noción de la Antigua Grecia que se refiere al "decir todo", al "decir veraz" y al "hablar franco", porque en la política fáctica de Managua está prohibido avisarle al rey que está desnudo. Por eso es que la corrompida Justicia, a cuatro meses de las elecciones, negó a la opositora Coalición Nacional por la Democracia la posibilidad de presentarse con la representación del Partido Liberal Independiente, y el endeble Tribunal Electoral quitó los escaños a 28 diputados críticos del gobierno absolutista.

A partir de entonces era un hecho que Ortega ganaría la elección con comodidad y que se reforzaría una forma autócrata de manejar el país. Ortega, amo y señor, con su esposa, primera dama y vicepresidenta... Y cuatro de sus nueve hijos en importantes puestos en el poder sandinista. Uno de ellos, por ejemplo, en realidad hijastro porque es un hijo anterior de Murillo, es el interlocutor con Venezuela, y su cónyuge es propietaria de una compañía de estaciones de servicio que –como informa esta semana el diario El Espectador de Bogotá– vende el combustible que su esposo le compra a Nicolás Maduro. Otro de sus hijos maneja todo el tema del canal que se proyecta en Nicaragua con un inversionista chino, una obra faraónica de US$ 50.000 millones, que se daría en concesión por 50 años, renovable por otro medio siglo y que se gestiona como los negocios con Venezuela.

El resultado electoral del domingo es de los primeros pasos para la instauración de una dinastía (chavista) en la región. Qué ironía que la anterior dinastía había sido la de Somoza, cuya familia manejó el poder entre 1934 y 1979, y que un Ortega, revolucionario de izquierda, había contribuido a su derrocamiento. Ahora con Ortega, como si fuera un eterno retorno, la historia nicaragüense se repite.

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