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El Nobel no ve lo nuevo

La Academia Sueca volvió a premiar a la literatura convencional y exitosa
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15 de octubre de 2017 a las 05:00
He llegado a creer que los miembros de la Academia Sueca son una pandilla de hombres blancos con ínfulas de jueces literarios, quienes una vez al año, para espantar el brutal aburrimiento nórdico, se reúnen con una finalidad: conversar de literatura y darle una cuantiosa suma de dinero a un escritor que por alguna razón no siempre comprensible les agrada.

A no todos les gusta el mismo escritor, pero como tienen una recompensa para repartir deben ponerse de acuerdo por aproximación, a ojo de buen cubero, para premiar a uno, sí o sí. Han hecho de esa reunión anual un acontecimiento emblemático de la modernidad, pues durante octubre el mundo espera expectante el nombre del beneficiado, quien tiene garantizado un buen monto, pero no la inmortalidad.

Los hombres serios que emiten el veredicto podrán ser suecos y practicar la soberbia intelectual con elegancia, pero no tienen el poder de decidir el futuro de una obra literaria y menos, el del autor de la misma una vez que muera.

En verdad, si vemos la extensa lista de ganadores del premio, desde el primero en 1901 hasta el de este año, llegamos enseguida a la conclusión de que los académicos son expertos a la hora de elegir y premiar a un escritor cuya obra será, una vez muertos sus autores, alpiste para el olvido. El veredicto del tiempo suele discrepar con el de la Academia Sueca.

El del tiempo, precisamente, veredicto inapelable, es el que ha permitido mantener vigentes a obras literarias fabulosas que en su momento fueron pasadas por alto por los suecos, y que han sido pilares de la modernidad literaria. La literatura es una cosa más seria que algo parecido a un concurso de belleza con sus Misses lindas, como lo es el Nobel, en el cual la arbitrariedad y los caprichos personales de quienes juzgan deciden el veredicto.

A lo largo del tiempo, la Academia Sueca ha sido coherente a la hora de ejercer su estrechez mental y exhibir sus preconceptos. Según los académicos, a la buena literatura la escriben hombres y casi siempre en los mismos idiomas predominantes.

De los 114 ganadores que tuvo el premio hasta la fecha, solo 14 han sido mujeres. La gran mayoría ha escrito en inglés (29), francés (14) y alemán (13). Por segundo año consecutivo, ganó un autor que escribe en inglés y vive en un país, Gran Bretaña, que le permite a su obra tener mayor exposición pública y promoción que otro residente, por ejemplo, en Sri Lanka o Myanmar.

Raras veces los académicos prestan atención a escritores que viven en la periferia del mapa, en países cuyas literaturas circulan poco y nada en los grandes mercados editoriales de la palabra. El Nobel es un premio para escritores europeos o que vivan en Europa.

Las cifras son escandalosas: lo ganaron 16 escritores franceses, 11 británicos, 8 alemanes, 8 suecos, 6 italianos, 6 españoles, y 4 irlandeses. Y 11 estadounidenses. De los 114 ganadores que ha habido, 88 fueron europeos, esto es, un 77% del total. De haberlo sabido antes... Por lo tanto, la supuesta universalidad del premio es una charada. El último escritor en ganar el Nobel literario y vivir fuera de Europa fue J. M. Coetzee, sudafricano residente en Australia, en 2003.

Para competir con los premios Grammy de música, y que entre los jóvenes tienen mayor popularidad que el Nobel, la academia galardonó el año pasado a Bob Dylan, autor de buenas letras de canciones, ampliando de manera antojadiza con su veredicto la definición de literatura y permitiendo con ello vislumbrar cualquier tipo de sorpresa a la hora de anunciar a ganadores próximos.

Ahora cualquiera puede ganarlo. Donald Trump publicó cuatro libros, por lo tanto, puede ser candidato, lo mismo que Bernie Sanders y Hillary Clinton, autores también. Kanye West y Eminem, fabricantes de pegadizas aliteraciones y rimas que dichas en voz alta parecen homenajear a los juglares medievales, no se consideran cantantes sino poetas. Por consiguiente, los dos podría haber sido el Bob Dylan de este año, de no haber ganado Kazuo Ishiguro.

De acuerdo a los estándares de producción literaria actual, Ishiguro ha escrito poco, siete novelas y un libro de cuentos (Nocturnos: Cinco historia de música y crepúsculo). De la escueta lista he leído Lo que queda del día (1989), Nunca me abandones (2005) y El gigante enterrado (2015).

Ishiguro es un narrador entre bueno y muy bueno, aunque como él hay varios, incluso unos cuantos mejores, que logran incluso más con casi lo mismo. Pero es inútil retomar la bizantina discusión de siempre respecto a si merece el premio o no, pues volvemos a lo mismo: el objetivo de los académicos suecos no es impartir justicia, sino hacer públicos sus gustos literarios.

Ishiguro carece de una escritura potente, de las que marcan época y contribuyen para que la literatura dé un paso adelante, como lo han hecho ganadores anteriores del premio, casos Claude Simon y Gabriel García Márquez, cuyas obras invitan al lector a ser arrastrado por un torrente de imaginación insumisa al servicio del lenguaje en cauce torrencial.

A Ishiguro solo puedo leerlo de noche, antes de irme a dormir, cuando el placer de la lectura no quiere desafíos lingüísticos o sintácticos que saquen a la mente de su letargo. En sus novelas hay control, elegancia de estilo, concepción burguesa del acto de narrar; nunca deja de depender de los dictados de la linealidad. La prolijidad y buenos modales con el lector predominan.

Su manejo del idioma es impecable, y tal vez por eso fue premiado. A los suecos, limpios hasta en eso, no les gustan mucho las complicaciones formales, las tergiversaciones del relato debido la intromisión del lenguaje actuando en expansión. En Ishiguro, lenguaje y sintaxis tienen un papel secundario, pues el protagónico lo tienen los personajes y la construcción de los sentimientos de estos.

Debo reconocer que por momentos, ahí cuando la palabra amaga con configurar cláusulas notables, Ishiguro logra seducir. Sin embargo, las intermitencias, el regreso una y otra vez al formato tradicional de contar, impiden que sea siempre.

Ishiguro es mejor cuando arriesga y experimenta, saliéndose con recato de la linealidad para otorgarle a la escritura vuelo lírico, una impronta poética bajo la forma de sintaxis que se desvía de su curso apenas el relato está a punto de ser completado.

Es mejor cuando la palabra ocupa un espacio de indecisiones formales, de fragmentaciones episódicas al servicio de algo a punto de ser expresado, mejor dicho, que se expresa apenas empieza a ser considerado y se convierte en paisaje emocional, donde las frases sienten que existen por su cuenta, sin tener que ser intermediarias de la vida de los personajes.

Lo suyo, en verdad, es restringir el poder creador de la palabra, pues la excesiva libertad de esta altera casi siempre la caracterización y psicología de los personajes. A partir de la melancolía burguesa que padecen estos, el tema de la mortalidad de la vida se instala en el relato, obligándolas a preguntarse hasta cuándo es tarde para cambiar las cosas antes de que entren en el pasado.

Los atisbos de singularidad de Ishiguro radican en la insistencia con que visita a esa realidad en disolución, capaz de crear acontecimientos de la perplejidad, que no son otros que los de la melancolía moderna ante un mundo que nunca volverá a ser el mismo.

Ishiguro es un señor burgués, bien casado y de existencia gregaria, que colecciona guitarras y tiene un cine en su casa. Cuando no escribe, mira películas.

Lleva una vida tranquila y sus libros irradian esa sensación, de que nada está fuera de lugar, de que escribir es practicar cierta forma de corrección formal que no genera complicaciones al entendimiento, complaciendo por tanto a los lectores sin dificultad.

Últimamente, a la Academia Sueca le ha dado por premiar, más que antes, a escritores que significan algo para la gente, a autores célebres cuyas vidas son tan predecibles como lo que escriben. En otras disciplinas, Química, Física, Medicina, los suecos premian a la innovación, a lo nuevo que recién comienza a existir. En literatura, en cambio, detestan todo lo que sea nuevo. Son profesionales a la hora de recompensar lo convencional.

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