Opinión > OPINIÓN/ A. DIEZ DE MEDINA

El presidente de La La Land

A dos años de instalada una administración que ningún logro significativo puede acercar a las cámaras, para el presidente el estandarte a levantar ante sus conciudadanos es el de ... ¡la Rendición de Cuentas!
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04 de marzo de 2017 a las 05:00
Que sensación de vacío, tristeza y desencanto han sembrado los cuarenta y un minutos que le inflingiera al país el presidente de la República el 1° de marzo pasado!

Si, como afirmara Cicerón en su "De Oratore", las características del orador ideal son las de "docere, delectare et movere" (persuadir, deleitar y conmover), bien en claro nos queda que no hay vara alguna que le pueda conferir al presidente la condición de tal.

Tedioso, banal, insensible al juego de pausas, palabras y miradas, el mandatario halló adecuado exhibirse en público sin que, en su caso, el "teleprompter" le fuera de auxilio alguno.
Y lo hizo, claro, en esa escenografía amanerada y sin gusto que lo sigue, como una irritante sombra "pompier", desde su primera presidencia: rebuscada donde no debe serlo, ordinaria donde no cuadraría, incongruentemente "canchera" como telón de fondo del gris soplete de su discurso.
¡Y vaya contenido!

Una cabalgata sobre cifras palmariamente amañadas, pulcramente seleccionadas para sustentar lo insustentable, por comparar lo incomparable, por defender lo indefendible, puntualmente callando lo de verdad importante: el ya incontenible alud que representa el gasto público; la no menos espeluznante apuesta por endeudar, aún más, al país y sus próximas generaciones cuando el mundo todo anticipa el regreso del crédito restringido y costoso; el inabordable descontrol de esas empresas públicas a las que ni una palabra dispensara; la caída en picada de sus servicios públicos; el exterminio tributario de empresas, empresarios, trabajos y trabajadores, que transcurre, a la vista y paciencia de todos, todos los días. Y el fin de todo esmero educativo.

Nada de lo relevante hoy en el mundo encuentra, curiosamente, refugio en los discursos del presidente de la República.

No lo desafía la inteligencia artificial. No lo conmueve el trasiego de empleos a líneas de robotización. Nada le representa el preparar a los jóvenes y a las empresas para un mundo paradojalmente encaminado a globalizar el consumo y restringir el comercio. Nunca, al parecer, procuró inquirir qué representará todo ello para la libertad de los individuos, para la solidez de las ideas que heredáramos del siglo XX, para el funcionamiento de esas nuevas democracias en las que parece primar la tiranía de lo políticamente correcto. Nada.

Es que el panorama global del país en el que el presidente de la República vive es de una vetustez que intimida, y seguramente avergüence a personas de su misma generación: a dos años de instalada una administración que ningún logro significativo puede acercar a las cámaras, para el presidente el primer estandarte a levantar ante sus conciudadanos es el de ... ¡la Rendición de Cuentas!

Tal, pues, es el alfa y el omega de lo que resta de esta administración: la rebatiña por el presupuesto. Los impuestos que se cobrarán para poder pagar más impuestos.

En suma: la ciega, insensata, empacada, insistencia en sostener que lo que los artículos de un balance de ejecución presupuestal representan es equivalente a las esperanzas y vocaciones de cientos de miles de hombres y mujeres que a diario se levantan de sus camas esperando vivir mejor, y que sus hijos lo hagan mejor aún. El mundo del presidente no tiene otro confín.

Y por ello es que sus palabras pueden entrar y salir por las puertas y pasadizos de lo importante y lo insignificante con tanta comodidad: pretender que alza la mira pensando en generaciones de uruguayos que aún no han llegado al mundo pero ya cargan con la mochila de su irresponsabilidad fiscal, al tiempo que promete la embarazosa obviedad de reabrir las canchas de fútbol para su público. Congratularse de haber mejorado el relacionamiento con Argentina porque su anterior gobierno llegó a su fin. Reflotar el espejo de colores de las tabletas para jubilados en la fundada confianza de que, por ser una añagaza que ya rindiera sus votos, bien puede seguir estirando su efecto.

Nada, claro, incluyeron sus escribas en relación a las fallidas excursiones internacionales que protagonizara, y debemos estarles agradecidos por ello: nos han ahorrado la humillación de seguir contabilizando logros inexistentes en materia de inversión y comercio, como si no supiéramos que son las desvaídas, tortuosas, ideas y prácticas de las tres gestiones frenteamplistas las que nos alejan, con la contundencia de cada hora, de cualquier esperanza de crecimiento real, basado en la construcción de un país de producción, productividad, eficiencia, expansión del empleo, e integración a sus cadenas.

Todas las semanas en globo, todos los viajes de Marco Polo, todas las anábasis y odiseas de este mundo, serán inútiles en tanto el elenco responsable de la bancarrota moral de ese país productivo continúe ejecutando el que tiene por su programa.

Con ironía, Jorge L. Borges sostenía que su fama literaria era injusta. "Ya lo verán", le dijo a Enrique Krauze. "Corresponde a una alucinación colectiva". Esa "alucinación colectiva" es la que llevó al presidente de la República al sitial que hoy ocupa, y es la que explica que el país haya tenido que testimoniar, impávido y sorprendido, semejante despliegue en cadena televisivade doblez sin lustre.
Ya es tarde, por cierto: las infértiles eras glaciales que representan períodos como los que el frenteamplismo le calzara a la República son, en el juego de competencia entre naciones, exasperantes retrocesos, pagados en pobreza, endeudamiento, emigración y desánimo.

Pero no nos resta otro camino que el de superar estos tramos de programada grisura, sabiendo que lo que vimos por televisión el miércoles pasado no es lo mejor de nosotros.
No podemos, de hecho, considerarlo siquiera nuestro.

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