Opinión > Personaje de la semana / Miguel Arregui

El privilegio de la servidumbre

El miedo y el odio son motores de la historia tan poderosos como las ideas, las creencias, el lucro o el amor
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12 de noviembre de 2016 a las 05:00
Un blanco xenófobo y sexista, un hombre proclive a los berrinches, sustituye en la Casa Blanca a un negro de discurso impecable que era el orgullo de los liberals. El péndulo osciló tan fuerte que solo puede indicar una gran disconformidad. A su modo, Estados Unidos padece el mismo desconcierto que azota a casi todo Occidente. Muchas personas sencillas están reprobando el discurso correcto de los políticos profesionales, que hablan de cosas vanas, de derechos virtuales, con palabras gordas y lugares comunes que no coinciden con la escabrosa realidad. Muchas personas hacen exactamente lo contrario a lo que proponen los burgueses de buena conciencia, a quienes detestan. La reacción, el acto reflejo de patear el statu quo, resulta en cosas como Donald Trump, el brexit, los neonazis en Austria y Alemania, Le Pen en Francia, el No en Colombia y los grupos antisistema de izquierda y de derecha que brotan aquí y allá.

El modelo de representación democrática, tal vez el más exitoso de la historia, está ahora en crisis. La utopía de un mundo integrado y abierto, de opulencia material, tolerancia y diversidad cultural, está siendo sustituida por el miedo y el hartazgo ante el cambio rápido y desmesurado. El sueño del mundo global, que creció en la posguerra y alcanzó su apogeo con la caída del "socialismo real" en torno a 1990, parece en entredicho y retirada.

Los arrogantes liberales de las costas de Estados Unidos viven en una nube hedonista, arropados en la oquedad de sus posesiones y el exhibicionismo en las redes sociales, mientras en ciudades destartaladas y en el campo, los más pobres y menos educados cocinan a fuego lento un espeso caldo de rencor y desasosiego. El miedo es un motor de la historia tan poderoso como las ideas, las creencias, los intereses materiales o el amor.


El granjero de Iowa o el obrero de Detroit no entienden por qué la electrónica viene de China, el pescado de Vietnam, la vestimenta de México y los automóviles de Japón, Alemania o Corea del Sur. Los empleos se han vuelto demasiado precarios, lo que enloquece a las personas, que culpan a la integración económica y a los inmigrantes. El escritor francés Albert Camus describió esos sentimientos, que son casi universales y permanentes, en una autobiografía novelada: "El desempleo, para el que no había seguro, era el mal más temido. Ello explicaba que esos obreros, que en la vida cotidiana eran siempre los más tolerantes de los hombres, fuesen siempre xenófobos en cuestiones de trabajo, acusando sucesivamente a los italianos, a los españoles, a los judíos, a los árabes y finalmente la tierra entera, de robarles su empleo –actitud sin duda desconcertante para los intelectuales que escriben sobre el proletariado–.

Lo que esos nacionalistas inesperados disputaban a las otras nacionalidades no era el dominio del mundo o los privilegios del dinero y del ocio, sino el privilegio de la servidumbre".
Donald Trump, un empresario exitoso, rico y exhibicionista, habló el idioma de los seres corrientes y molientes, quienes están subrepresentados en los medios de comunicación y en las redes sociales; personas que escondieron su voto, porque era vergonzante, pero en quienes reforzó la convicción de que hacía falta un "regreso a los orígenes", lo que normalmente coincide con una utopía conservadora o izquierdista. Todos los intentos refundacionales buscan inspiración y apoyo en un pasado épico, real o imaginado.

Fue una de las campañas electorales más sucias y desagradables de que se tenga memoria. Muchos medios de comunicación estadounidenses de gran prestigio perdieron la línea y mezclaron información con opinión.

Es parte del desconcierto general que ha invadido a Europa y América, de norte a sur.
Trump, un demagogo de derechas, tocó bajos instintos y dijo lo que nadie se atreve pero unos cuantos creen. Como buen populista, de Benito Mussolini a Hugo Chávez, trató de partir el país en dos, a dividirlo por el odio y los prejuicios y liderar uno de los bandos. Y evocó mitos del pasado. Cuando dijo hagamos grande a Estados Unidos de nuevo, evocó de manera implícita la ciudad resplandeciente sobre la colina y la asoció con menos integración económica y más manufactura local; con menos multiculturalismo y más supremacía wasp (blancos, anglosajones, protestantes).

Es una cruza de personaje de reality show con caudillo autoritario de la Gran Depresión de la década de 1930. Pero Donald Trump no presidiría una nación insignificante sino la principal potencia del mundo, lo que lo hace más
ominoso.

Muchos creen que el sistema lo contendrá; aunque es probable que haga unas cuantas barrabasadas, porque cree
en ellas, porque es un ególatra y porque no podrá traicionar impunemente a sus electores. Y con poco alcanzará
para provocar sismos y gestar imitadores por doquier. Es un tiempo
extraordinario.

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