Estilo de vida > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

El teatro de los afectos ficticios

Las muestras de aprecio entre líderes políticos son falsas, pero significativas
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16 de abril de 2017 a las 05:00
La primera vez que vi a Donald Trump –en televisión, nunca en persona– pensé que por su apariencia era un avatar, un Barbie masculino, no un ser humano. Su impostado acicalamiento me hizo pensar en esos futbolistas animados que aparecen en el videojuego FIFA 17. Alguien que no es una persona real, sino una ficción autorreferente.

Después vino todo lo demás que ya sabemos, por lo que no tuve más remedio que aceptar la procedencia humana del personaje en cuestión, la cual le permite ser cada tanto uno como nosotros; "como", no "igual". Sin embargo, cada vez que Trump debe ejercer afecto en público vuelvo a creer que no es del todo humano, que hay lecciones relativas a nuestra condición que sigue sin aprender. Son lecciones en el debe.

Trump, por ejemplo, no sabe cómo dar la mano cada vez que tiene a un líder político internacional enfrente. Al canciller de Alemania, Angela Merkel, la dejó pagando cuando esta hizo el intento por apretar su mano. Trump se comportó como un futbolista que es expulsado por haberle partido una pierna a un rival, y se va enojado pues le mostraron tarjeta roja.

Con el primer ministro japonés Shinzo Abe fue todo lo contrario. El apretón de manos que le dio Trump duró 17 segundos. Duró más que los besos que se dan los protagonistas de una película porno. Por un segundo (es decir, tuve 16 segundos más para mirar sorprendido la escena) pensé que Trump se había olvidado que una de las manos participantes en el apretón era ajena. Tal vez por un momento se le cruzó por la cabeza batir el récord Guinness del apretón de manos más largo de la historia, en posesión de Alastair Galpin y Don Purdon, y de Rohit y Santosh Timilsina, que estuvieron dándose la mano por 33 horas y tres minutos en 2011.

El apretón de manos con el líder chino Xi Jinping, a quien recibió la semana pasada, fue una mezcla de asco y cordial protocolo, ejercicio de bipolaridad debido al acoso de los fotógrafos.

El ritual de dar la mano es exclusivamente humano. El hombre es el único animal en la escala zoológica que lo hace. Los perros no se dan la mano, y los monos solo lo hacen cuando los entrenan para un circo o un programa de televisión. Por lo tanto, si uno es un ser humano, hay que ser muy bestia o muy inhumano como para no saber dar un apretón de manos.

Al presidente de un país se le exige que no sea corrupto, que sepa gobernar en bien de todos, y que sepa dar la mano. También debe saber abrazar. Si un presidente sabe cómo abrazar en público, su imagen es percibida con mayor aprobación por los ciudadanos. Hasta en eso Trump es un colmo. Carece incluso de talento para expresar buenos modales con su cuerpo.

El no saber dar la mano no le da una mano a su imagen. Su falta de cordialidad siempre le gana de mano. Tampoco será recordado como un presidente inspirado a la hora de abrazar. Que yo recuerde, en su corta carrera política nunca ha dado un abrazo memorable, como esos, algunos sublimes, que el cine ha sabido registrar con sabiduría óptica. Los pocos que ha dado son abrazos aforísticos, con la brevedad de un haiku aunque sin la poesía de este.

El 26 de julio de 1822, en Guayaquil, Simón Bolívar y José de San Martín se dieron el único abrazo que hubo entre ambos. Fue tan frío y breve, que llevó a que el encuentro entre ambos sea hoy recordado más que nada por el fallido abrazo.

Hay presidentes que fueron buenos a la hora de abrazar. Fidel Castro era un capo, aunque en ocasiones sus abrazotes hacían temer por la vida del líder internacional que lo visitaba. También Obama fue un profesional del abrazo, al cual siempre acompañaba con una sonrisa, como si estuviera diciendo, ¡qué lindo que es abrazar! Se notaba que le gustaba hacerlo.

Otra estrella a la hora del abrazo es José Mujica, quien siempre ha sido muy bueno a la hora de estrechar entre los brazos a una persona. Cuando era mandatario, se animaba a abrazar a cualquiera, incluso a presidentes. Y así como daba, recibía. Mujica, nuestro gran crowd pleaser, solía informarles a sus amigos que "el viernes habrá asado en el quincho" y luego aparecía abrazado con ellos. Fue el presidente más abrazador de todos, incluso abrazaba en días con un calor abrasador. Los suyos no eran una remake del abrazo cumplido a medias entre Bolívar y San Martín.

La estética de los abrazos presidenciales es uno de los signos de nuestra época, según la cual nada es autónomo durante el acto protocolar ni responde a la lógica de los sentimientos, sino que es más bien un pretexto para no decir nada presentando la idea contraria. Los abrazos sintetizan la esquiva falta de determinación de los gestos escenificados, al mismo tiempo que denota una forma supuestamente realista de rechazar cualquier lirismo en el poder.

En esa normalidad de la distancia es tan falso todo, que se nota. Sus únicas casi inexistentes consecuencias son en el hoy; el presente capturado por las cámaras es lo único que los abrazos tienen de concreto. Por lo tanto ningún abrazo debe tomarse como una incursión en los afectos, puesto que todo debe ser según lo previsto.

Contrapunto somático, los abrazos presidenciales no son un producto artístico, sino un mecanismo sin criterio emocional puesto en marcha entre dos seres que se han tomado el trabajo de impostar buenos modales. Esto es, se tomaron en serio la idea de ser presidentes, por lo que aprendieron a abrazar intentando que se note lo menos posible la artificialidad del acto. Sin preguntarse a dónde han ido a parar, cada uno hace su parte. Para eso los han votado.

En tanto renovación de lo nefasto envuelto para regalo, los presidenciales son abrazos que se borran a medida que se dan. Carecen de atributos como para emocionar y transmitir la idea de que dentro de los interlocutores pasa algo. Los dos en escena carecen de un objetivo principal, salvo salir en fotos luciendo como dos víctimas de la cordialidad del momento; como dos hombres que se han puesto de novios por unos segundos y exteriorizan un gesto que no viene a cambiar nada, ni siquiera la forma de compartir sus mutuas presencias. Son dos individuos que de pronto se encontraron apretujándose frente a las cámaras, igual a dos enamorados cuando coinciden en la pista de baile y siguen el ritmo según lo estipulado. Ambos participan de una representación escénica marcada por el distanciamiento, como en el teatro de Brecht.

Cada tanto, el presidente de un país debe abrazar con amabilidad (en la medida de lo posible) al primer mandatario que venga a visitarlo, como si fuera un soldado enviado al frente de batalla para convencer al enemigo de que no dispare, y menos a quien fue a pedirle que no lo haga. El abrazo presidencial es un artefacto de convencimiento que se dan dos semejantes que no pudieron huir a tiempo del papel que les tocó personificar. De auténtico, ese abrazo tiene tanto como de saludable tiene un choripán.

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