Sebastián Cabrera

Sebastián Cabrera

Biromes y servilletas > ciudad

El trompetista que terminó vigilando el Comcar

Esta es la historia de Miguel Guedes, músico y también policía. Entre el Carnaval de Melo y la Guardia Republicana.
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22 de diciembre de 2014 a las 00:00

Llega el fin de semana y la banda de sonido en lo de Miguel Guedes es siempre la misma. El ruido de los motores lo invade todo.

Estamos en El Pinar Norte, pero podría ser Marindia, Salinas o quizás Parque del Plata. Mire para donde uno mire, se ven calles de pedregullo y casas humildes, levantadas –se nota- con esfuerzo, orgullo y dedicación.

Lo que diferencia a esta zona de muchas otras de la Costa de Oro es ese molesto ruido que viene del autódromo Víctor Borrat Fabini. Miguel ya sabe que es así, lo tiene incorporado. Hace dos décadas que vive acá, a tres cudras del autódromo y dos de la Interbalnearia.

Entro a su casa y me recibe con una sonrisa amiga. Enseguida se pone a buscar troncos para prender el fuego. Es domingo a media mañana y hoy toca hacer un asado. Miguel mira hacia arriba y ve el cielo encapotado, las nubes anuncian tormenta, pero igual decide seguir con su plan de almuerzo.

-Acá es tranquilo, aunque algunos robos siempre hay –me dice sin que yo le haya preguntado nada al respecto. Mientras, corta la leña a hachazos.

Miguel es policía y trompetista. O, mejor dicho, primero trompetista y después policía.

Lo conocí un mediodía caluroso de enero de 2011 mientras él patrullaba la peatonal Sarandí. Aquella vez hablé con él para un artículo que se publicó en el suplemento Qué Pasa de El País. Miguel y unos cuantos músicos más vigilaban las calles de la Ciudad Vieja porque la Policía había disuelto la banda musical de la Jefatura, que ellos integraban.

Un grupo de artistas era obligado a perseguir delincuentes. Cosa de locos, solo explicable en el marco de una sociedad que pide más seguridad y mano dura sin medir las consecuencias y sin sentarse antes a pensar un poco.

Ahora, casi cuatro años después, Miguel invita con un whisky y nos sentamos a charlar de sus inicios musicales en Melo, en el departamento de Cerro Largo.

En la vuellta está Rapidito, un perro manso que no le hace mucho honor a su nombre.

Cuando era niño Miguel jugaba a hacer música con las ollas en un hogar donde básicamente se escuchaba música brasileña. Samba, mucha samba.

Sus inicios más formales fueron a los 14 años, en la banda estudiantil del liceo 1 de Melo. Allí hacía percusión. Un poco después se integró a la escola do samba del Centro Unión Obrero de Melo.

Quería vivir de la música. Siguió los pasos de amigos y conocidos y a los 18 años emigró a la capital para estudiar en la escuela de música del Ejército, en Camino Maldonado.

Dice que su vocación era musical y que lo del Ejército fue apenas una casualidad. A él le gustaba la batería, pero había un problema: en la escuela de música no enseñaban batería.

“Me frustraron la carrera”, dice a las risas. Y recuerda que le dijeron que tenía condiciones para el melofóno, un instrumento de viento no muy conocido que llegó a tocar cerca de un año.

Después pasó a la trompeta y más adelante se integró la banda de música del Regimiento de Blandengues de Artigas. “La charanga de Blandengues, la montada”, explica. Con “la charanga” conoció casi todo el país, viajó a Paraguay y Argentina.

Para redondear un sueldo decente, también tocaba en orquestas tropicales: Sonora Platino, Real Colombo, Indomables, la Reina y la Propia. Disfrutaba “la noche”, aunque dice que siempre fue muy cuidadoso de no meterse en problemas de alcohol ni drogas.

-Por mi oficio el consumo no iba –me explica.

-¿Pero te interesaba la movida tropical o estabas ahí solo por dinero? –le pregunto.

-Era una época en la que las bandas cobraban muy bien. Y además con Sonora Platino tuve la satisfacción de haber cerrado el Palacio Salvo, en 1992. En el baile de las 14 orquestas.

-¿Pero lo que más te gusta es lo tropical o te interesan otros estilos?

-Yo hago música de todo tipo –dice, mientras se aleja hasta la parrilla; el fuego se apagó-. Pero lo mío en sí siempre fue lo tropical y la música brasileña, que nunca dejé. Todos los carnavales voy a Melo.

Luego me cuenta que hace poco intentó crear una banda de cumbia villera, con su hijo mayor y otros muchachos de El Pinar. Y se le nota una enorme frustración cuando relata que aquella idea no prosperó.

Volvemos a la década de 1990. Fue por plata que un día pidió pase a la banda musical de la Policía, que pagaba mejor que la de los Blandengues y en aquel entonces dependía de la Guardia Republicana.

Con esa banda tocó en el Borro y el Cuarenta Semanas, pero también en Carrasco y Pocitos.

-¿Qué repertorio hacían?

-Populares. Nosotros éramos muy populares. No como la otra banda que había en la Policía, que era de la escuela nacional y era muy clásica. Ellos hacían piezas sinfónicas, tangos, milongas y baladas. Nosotros, en cambio, tocábamos candombe, cumbia, lo que viniera.

-¿Qué canciones estaban siempre en el repertorio, por ejemplo?

-Tengo mil y una… Vivir mi vida, Azuquita pa’l café, temas de Chayanne, Montaner o Nino Bravo.

Miguel se para y camina hasta la parrilla. Una vez más se apagó el fuego.

-El viento está bravo -dice, y mueve las ramas.

Cuando el relato llega al momento del cierre de la banda, a fines de 2011, él se pone tenso.

-El 22 de noviembre es Santa Cecilia, el día del músico. Justo ese día recibimos la desgracia –dice, y hace un silencio-. Habíamos juntado dinero para la fiesta del día del músico, y el maestro de banda nos avisó que había una noticia para darnos: la banda estaba desarmada. El jefe de policía tenía la orden ministerial de desarmarla.

-¿Con qué excusa la cerraban?

-Para ellos éramos 36 tipos cumpliendo una función ilógica y precisaban gente en la calle para patrullar. Incluso uno de los jefes dijo en una entrevista que mientras la banda tocaba en una plaza, a dos cuadras estaban robando a doña María. Y eso nos dolió mucho. Pero no se dieron cuenta que lo nuestro era cultural, una cosa totalmente diferente.

-¿Cómo se llevó tu sensibilidad artística con la labor policial?

-Mal. No es que fuese incapaz de hacerlo. Porque nosotros en su momento habíamos entrado como ejecutivos a la Policía. Pero a mi lado tuve que patrullar con compañeros de la banda que ni siquiera habían tenido instrucción policial.

Tras seis meses en la seccional 1 de la Ciudad Vieja, Miguel pidió el retorno a la Guardia Republicana.

De los 36 músicos de la banda, hoy 12 siguen en la policía. “Y divididos, repartidos por todos lados”, dice, resignado. El resto se retiró. Algunos compañeros suyos fueron al psiquiatra y presentaron documentación probando que no estaban aptos para llevar armas.

Miguel recuerda todo y se le quiebra la voz, los ojos se le llenan de lágrimas. “Esto es como que se te haya muerto un familiar”, dice, con apenas un hilo de voz.

En la Republicana lo mandaron seis meses a vigilar un módulo del Comcar que estaba en reformas. “Cuidábamos material de la obra y que los presos no se fugaran”, dice. Es una época que no quiere repetir.

La Guardia Republicana es la fuerza de choque de la Policía; sus integrantes son conocidos popularmente como “los robocop”.

Cuando le toca hacer el 222, por lo general es en el estadio: en la custodia de jueces, en la cancha o a veces en el grupo de tareas.

-Si hay que reprimir, hay que reprimir, porque es una unidad de choque –explica-. Pero yo no soy de usar la fuerza. El carácter mío es el diálogo. Primero lo hablamos, después vemos. Y nosotros no podemos infligir los derechos humanos.

-¿Pero los que reprimen no son los robocop?

-Si, yo voy así -dice, y me cuesta imaginármelo todo vestido como para ir a la guerra.

Pero también ha habido algunas noticias positivas para Miguel: hace dos años y medio volvió a la música, o algo parecido a ella.

Es “el trompa de guardia” en la Guardia Republicana: el clarín que anuncia cuando llega el director y la hora de la comida. A veces toca en plazas cuando se ponen ofrendas florales o en los cementerios cuando fallece un jerarca.

“Es un toque de silencio, de recogimiento”, dice Miguel. “Sí, soy un músico de banda, eso no me lo saca nadie. Pero ahora de momento hago de trompa de guardia”.

Peor sería volver al Comcar, pienso yo.

Miguel mira de reojo el fuego, que por fin prendió.

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