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En la cocina, las casualidades son pocas

A la hora de conocer la autoría de un plato, es fácil remitirse a sus leyendas, como es el caso de la tarta Tatín
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18 de octubre de 2013 a las 19:55

Tomás de Iriarte y José María Samaniego fueron dos autores ilustrados españoles, amigos entre sí hasta que surgió la disputa en torno a la prioridad de lo que sería el primer libro original de fábulas en castellano; Samaniego publicó el suyo en 1781, Iriarte en 1782... pero anunciándose como el primero.

Hoy nos interesa Iriarte, autor de la fábula del burro flautista. Ya saben, aquella del pollino que encuentra una flauta en un prado, se la mete en la boca y, accidentalmente, sopla y la flauta emite una nota. A esta fábula nos referimos cuando decimos eso de “sonó la flauta... por casualidad”.

“Por casualidad” pueden ocurrir muchas cosas, pero de poca trascendencia. Y, sin embargo, el mundo está lleno de eso que ahora llamamos “leyendas urbanas” que atribuyen a la casualidad el nacimiento de inventos importantes.

O de platos importantes, que es el terreno que nos preocupa. Siempre es complicado dar con la cuna y la autoría de un plato, de modo que es fácil recurrir a la leyenda: un cocinero (las más de las veces, cocinera) estaba preparando tal plato y, cuando tenía que servirlo, se dio cuenta de que había olvidado un ingrediente (o había incorporado algo imprevisto). Sin tiempo de repetir el plato, lo asumió, lo sirvió y... triunfó. Y voy yo y me lo creo.

Vamos a un ejemplo culinario: la tarta Tatin. Elijo este porque aquí sí que está documentada su autoría, que corresponde a Caroline Tatin; la cuna, el hotel-restaurante “Le Terminus”, en Lamotte-Beuvron (Francia); la época, finales del sigo XIX.

La versión más frecuente es que a Caroline, expertísima cocinera y repostera (desde París acudían clientes a su restaurante deseosos de probar su cocina), se le olvidó forrar de pasta el molde en el que volcó una tarta clásica de manzana, una vez cocida la fruta con mantequilla y azúcar. Entonces decidió poner la capa de pasta encima, y no debajo, de las manzanas. Una vez horneada la tarta, le dio la vuelta sobre un plato de servicio y la llevó a la mesa, con el éxito que llega a nuestros días.

“Ben trovato”, sin duda; pero para nada “vero”. La precipitación, la improvisación, la casualidad, no producen obras de arte. La tarta Tatin (solo debería llamarse así la de manzana o pera, pero ese es otro asunto) es una joya. Y una cocinera como mademoiselle Caroline no podía desconocer la vieja tradición de la región de Orleans de elaboración de tartas invertidas. Simplemente, dio con la mejor de las fórmulas.

En cualquier buen libro de cocina francesa encontrarán la receta. Digamos, por último, que la tarta Tatin saltó a la gloria cuando el chef del restaurante parisino Maxim’s, advertido por un cliente, probó la tarta y la incluyó en su carta. Habida cuenta de lo que fue Maxim’s en la vida parisién de la Belle Époque, era inevitable el éxito.

Manzanas, mantequilla, azúcar, pasta y mucho “savoir faire”: ahí está la tarta Tatin. Si viajan a Lamotte-Beuvron en busca de la tarta original, no busquen el hotel Le Terminus: como es perfectamente lógico, hoy se llama Hôtel Tatin.

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