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Fidel y una revolución trunca

Como dijo Nietzsche, quien combate al monstruo se puede convertir en él
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07 de diciembre de 2016 a las 05:00
Ya se ha dicho todo sobre Fidel Castro, sobre su vida y su lugar en la historia. Sin embargo, es curioso que la gran polémica se haya suscitado con tal vehemencia en torno a la dicotomía de si era un revolucionario o un dictador.

Parece muy claro que Fidel fue ambas cosas. Primero, un revolucionario heroico, de una gran conexión emocional con las masas, que liberó a su pueblo de una dictadura y se enfrentó al largo dominio de Estados Unidos sobre Cuba. Y luego, un longevo dictador que oprimió a su pueblo, conculcó todas las libertades, persiguió y expulsó a más de un millón de cubanos de la isla y mandó a fusilar disidentes hasta bien entrado el siglo XXI.

Son datos inescapables de la realidad que mal hacen sus detractores y defensores en ignorar olímpicamente.

La revolución cubana sobrevino tras seis décadas de políticas imperialistas de Washington, no solo en Cuba sino en todo Centroamérica y el Caribe. Y los gobiernos norteamericanos, desde Teddy Roosevelt en adelante, siempre habían visto a la mayor de las Antillas como clave para su esquema de hegemonía en el Caribe.

En 1898 provocaron la guerra con España, luego intervinieron la isla durante tres años y finalmente le impusieron a la Constitución de Cuba la llamada Enmienda Platt. Cuba sería libre e independiente, pero Estados Unidos se reservaba el derecho de intervenir "en los asuntos que afectaran sus intereses". En buen romance, Cuba era un protectorado de Washington.

A pesar de todo, durante la primera mitad del siglo XX, se desarrolló en la isla una democracia muy pujante, interrumpida por períodos de dictaduras apoyadas desde la CIA, como en casi toda la región.

La Enmienda Platt había sido derogada en 1934, pero la influencia y los intereses de Estados Unidos continuaron dominando la vida política de la isla.

Finalmente, en 1952 Fulgencio Batista dio el golpe de Estado, con el consentimiento de Washington, e instaló una nueva dictadura. Es contra todo ese esquema de dominio exterior y opresión interior que se alzaron los revolucionarios, con Fidel Castro a la cabeza, en la gesta que triunfó en enero de 1959.

Hasta ahí debe ser celebrada la revolución, y bastante después también. En 1962, los norteamericanos volvieron por sus fueros en la deplorable invasión de Bahía de Cochinos, y fueron estrepitosamente derrotados por el ejército revolucionario, con un amplio apoyo y movilización popular. Era entonces una revolución popular. Todo está muy bien.

El problema es cuánto tiempo se supone que deben permanecer los revolucionarios en el poder sin llamar a elecciones libres. ¿Diez años? ¿Quince? Vamos a decir veinte, dado el contexto, la amenaza de tener a Estados Unidos tan cerca y su historia de dominio sobre la isla. O veinticinco, si se quiere.

Fidel Castro estuvo casi 48 años en el poder; y al dimitir lo hizo en favor de su hermano Raúl, como en las viejas dinastías monárquicas. Para ese entonces, la revolución ya hacía décadas que se había convertido en una dictadura pura y dura, con presos políticos, con un brutal estado de represión interna, con perseguidos políticos, con exiliados, con violaciones a los derechos humanos y también con fusilamientos.

Y un número muy reducido de esas víctimas formaba parte de lo que los partidarios de Castro llaman "la gusanera", los contrarrevolucionarios. Muchos habían sido incluso revolucionarios, habían peleado contra la dictadura de Batista o eran simpatizantes de Fidel. Pero la revolución devino pronto en un Saturno que se comía hasta sus propios hijos.

Para no hablar de la brutal homofobia del régimen. Desde mediados de los años sesenta, el régimen comenzó una descomunal campaña de purgas morales (las grandes purgas políticas supuestamente ya habían terminado); y finalizó con decenas de miles de homosexuales, intelectuales desencantados de la revolución, hippies, o cualquier otro inocente acusado de "conducta impropia" o "conducta antisocial", recluidos en los campos de concentración de la UMAP (Unidad Militar de Ayuda a la Producción) y finalmente en el exilio o en el suicidio.

A toda esa represión y abusos hay que sumarle el sistema elegido por el régimen: el comunismo, que todos los días ponía a los cubanos a hacer cola hasta para comprar el diario; siempre hubo una enorme escasez de productos, y las cubanas se llegaban a prostituir con los turistas incluso a cambio de un pomo de pasta de dientes.

En ese contexto de miseria y penurias diarias, es cierto que se inscribía, sin embargo, un sistema educativo gratuito y de alta calidad académica, aunque llevaba como espina dorsal un férreo e ineludible régimen de adoctrinamiento como se impuso en pocos estados totalitarios. Y un sistema de salud pública ejemplar. Ya cabrá a cada quien decidir si vale la pena cambiar las libertades y los derechos humanos por una educación doctrinaria y un buen sistema de salud. Yo definitivamente no.

Y por último achacarle todos los fracasos económicos de la revolución –que son numerosos y extendidos en el tiempo– al embargo de Estados Unidos, como hacen los partidarios de Fidel, es hacerse trampas al solitario. Es el sistema. El comunismo no funcionó en la Unión Soviética, no funcionó en Alemania del Este, no funcionó en los demás países detrás de la cortina de hierro, y no iba a funcionar en Cuba.

Ante ello Fidel se atornilló en el poder convirtiéndose en lo que antes había combatido: un dictador. Y uno de los más longevos en la historia de la humanidad.

Se decía que leía mucho, que hasta se atrevía a corregirle algunos textos a su amigo Gabriel García Márquez. Tal vez si hubiera leído con mayor atención a Nietzsche, sabría que cuando se combate a un monstruo, hay que cuidarse mucho de no convertirse uno mismo en el monstruo.

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