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Fin de la Unión Soviética: Un imperio hundido en su barro

En 1985 Mijaíl Gorbachov tomó el mando de una potencia que se dirigía inexorablemente al final de sus días
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13 de enero de 2017 a las 05:00
Cuando en 1985 Mijaíl Gorbachov fue elegido el líder máximo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en realidad estaba tomando el mando de una potencia que se dirigía, inexorablemente y en picada, al final de sus días. Las crisis económicas resultantes de la ineficiencia de una economía planificada y del agujero que significó en las finanzas enfrascarse en una carrera armamentista y espacial con Estados Unidos hacía imperioso el cambio de estrategia.

Fue así que Gorbachov tomó la URSS en medio de esa resaca de Guerra Fría y, como solución a la crisis, apeló a dos términos que parecían nombres de analgésicos: perestroika y glásnost. Sin embargo, la historia demostraría que no fueron más que placebos para un régimen que no lo sabía pero ya estaba sentenciado. Es más, los críticos del reformista ruso afirman que los remedios de Gorbachov fueron el veneno que mató a la URSS.

Pero a mediados de la década de 1980 la figura de Gorbachov significó toda una bocanada de aire fresco no solo para la URSS, sino para el mundo, ya que el nuevo gobernante terminó con el aislamiento y abrió al régimen comunista al mundo. No obstante, la popularidad de la que gozaba en Occidente no tenía su correspondencia en la política y la economía interna.

La perestroika (reestructuración, en ruso) era la idea central del plan de reformas de Gorbachov y con ella buscaba abrir una pequeña ventana en la planificada economía soviética para permitir un juego –limitado– de las leyes del mercado. En este marco se inició un proceso de apertura de las empresas públicas, se dio independencia en gestión comercial y financiera, y se abrió la puerta a empresas privadas. En los papeles esto debería producir una mejora de la calidad de vida de las personas y de la eficiencia de las empresas que antes manejaba el Estado.

Pero la secuencia del desastre incluía, además, a la glásnost (transparencia), una política de apertura con la que el nuevo líder pretendía dar mayor libertad de expresión a los ciudadanos (no se controlaban los medios de comunicación y se permitían las manifestaciones, por ejemplo). Esto tuvo su reflejo en lo político, donde se instauraron elecciones libres con la participación de candidatos que no eran del hasta entonces monopólico Partido Comunista; incluso, en política exterior Gorbachov se mostró contrario a la intervención en países que antes formaban parte del bloque comunista (Pacto de Varsovia). Esto quedó demostrado en 1989, cuando cayó el Muro de Berlín sin que las tropas soviéticas destacadas en Alemania Oriental movieran un dedo para evitar que los alemanes cruzaran al lado occidental.

Fue así como Gorbachov comprobó que el camino al infierno (al menos, el comunista) está empedrado de buenas intenciones. Para 1990 ya eran evidentes los desequilibrios que la perestroika había causado: la deuda externa superaba los US$ 70.000 millones, los alimentos escaseaban y las condiciones de vida de la población se deterioraban sin que el otrora protector Estado soviético pudiera contenerlos.

En otros tiempos el partido habría barrido el problema debajo de la alfombra, pero para entonces la glásnost había devuelto la libertad de prensa, por lo que los descontentos ya se sentían a gritos de todos lados. La vieja guardia comunista llamaba a resistir los cambios impuestos por Gorbachov, al tiempo que los reformistas (con Boris Yeltsin a la cabeza) criticaban al nuevo líder por su lento progreso.

Para colmo, aprovechando las señales dadas por Gorbachov a los miembros del Pacto de Varsovia, las repúblicas de Lituania, Letonia y Estonia pidieron directamente su independencia de la URSS, lo que estaba fundado por el avance electoral de los independentistas en el marco de las nuevas libertades políticas promovidas. Esto significó un cambio muy peligroso, ya que sentó un precedente para reclamos similares de los restantes miembros de la URSS.

El ala conservadora del Partido Comunista veía que Gorbachov perdía el control y aprovechó esa debilidad para lo que parecía un golpe desesperado por reconstituir la URSS, pero que a la postre no hizo más que acelerar el fin. El 19 de agosto de 1991, mientras el líder comunista descansaba en Crimea, se activó un plan para derrocarlo que terminó con los tanques en las calles de Moscú. La negativa del Ejército a sumarse al golpe y la resistencia civil organizada por Yeltsin frenaron el intento y cambiaron para siempre el mapa político del país, ya que el Partido Comunista fue proscrito y se liberó el camino a los reformistas.

La estocada final a la URSS llegó el 8 de diciembre de 1991, cuando los líderes de Bielorrusia, Ucrania y la propia Rusia (Yeltsin ya era el líder indiscutido) firmaron el acuerdo en el que aseguraban que "la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas deja de existir como sujeto de Derecho Internacional y realidad geopolítica", creándose en su lugar la Comunidad de Estados Independientes. Algunos días más tarde, el 25 de diciembre de 1991, Gorbachov dimitía como presidente y pasaba a la historia al anunciar, de un plumazo, la disolución de la URSS.

Esta nota forma parte de la publicación especial de El Observador por sus 25 años.

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