Martín Viggiano

Martín Viggiano

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Hago vino, soy feliz

El apasionante acto de la elaboración artesanal de esa bebida, narrado en primera persona
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25 de marzo de 2017 a las 05:00

Hacer vino tiene algo de mágico. Es, también, un acto de fe. Cuando la fruta es procesada se desencadenan una serie de complejos mecanismos bioquímicos, los cuales avanzan dentro de lo que el productor puede prever, pero que de todas formas pueden alterarse tanto en el buen sentido como en el malo.

Este año volví a hacer vino con mis propias manos, desde la cosecha hasta el llenado de barricas de roble con el producto final. Y las sensaciones son, realmente, únicas e irrepetibles. Ver la transformación de las bayas y la evolución del jugo es una experiencia excitante.

Para hacer vino hay que creer. También se requiere de paciencia, porque para apreciar las cualidades de la bebida se deben respetar los tiempos, ya que si bien al cabo de una semana (aproximadamente) termina la fermentación alcohólica y el líquido técnicamente ya es vino, en los meses (o años) posteriores atravesará transformaciones más o menos relavantes que lo harán cambiar.

Suena difícil de imaginar, pero uno de los secretos reposa en la capacidad de proyectar el futuro del vino nuevo. Saber qué le espera, cómo puede evolucionar y, fundamentalmente, si necesita intervenirlo o tiene lo necesario para terminar su transformación.

Hay recetas y distintas formas de hacer vino, pero todo empieza con uva de calidad. Una vez que se obtiene la fruta, el seguimiento de una fermentación controlada y sana, completa la etapa fundamental.

Al principio el jugo obtenido de la molienda (mosto) es muy dulce y un poco ácido. Luego, cuando las levaduras completaron su trabajo, el azúcar desaparece casi por completo y resalta el alcohol y los aromas a fruta y fermentación. Cuando se prueba el vino en ese momento puede desagradar. Casi siempre es muy ácido y astringente (seca la boca). Por eso hay que imaginar lo que puede venir, y no lo que tenemos en ese momento.

El 2017 fue un año bueno en términos generales para la industria del vino en Uruguay. Sin embargo, tuvo momentos de incertidumbre porque febrero comenzó con lluvias excesivas para los intereses del viñedo. De todas formas, parece haber consenso en que los tintos serán muy buenos.

Este año elegí elaborar tres variedades tintas. Tannat, la reina de Uruguay, con el que se logran tintos de gran cuerpo y complejidad. Merlot, la noble y elegante variedad francesa que soporta elaboraciones diversas. Y marselán, una de las cepas tendencia en el país, que ofrece colores violáceos profundos.

El tiempo y la evolución de los tres vinos dirá si se convierten en varietales (cada uno por separado) o su destino es la mezcla para generar un vino de corte. De todas formas, la experiementación me permitió evaluar lo diverso de las cepas. Todas forman parte de la familia de las uvas para vino (Vitis Vinífera), pero la genética es distinta y por eso maduran a su tiempo y tienen componentes únicos. Eso sin sumarle las características de cada año, según la influencia del clima y la mano del elaborador.

Me dejaría ganar por el fanatismo si digo que el destino de la uva es convertirse en vino. Pero no deja de ser cierto que esa fruta tiene todo lo necesario para serlo: agua, azúcar, acidez, aromas, sabores y los microorganismos capacez de transformarlo todo.

Hacer vino puede generar sensaciones que tienen algún punto en común con las de tener un hijo. Uno crea desde el principio un producto vivo que evoluciona con el tiempo. Es una creación propia, única.

Y además de ser un alimento, el vino genera placer a las personas.

La felicidad es un estado que se experimenta por momentos. Y yo, cuando hago vino, soy feliz.

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