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Ignacio Iturria: pinceladas de interioridad

Hombre de pocas palabras, de voz grave e ideas profundas, este artista dedicado a la pintura desde muy pequeño no deja de maravillarse con el mundo visual. Más que un arte, la pintura es su lenguaje para dialogar con el mundo.Conoce la bohemia y la vida familiar. Sigue embarcándose en aventuras y es uno de los afortunados que pueden decir que viven de lo que les apasiona.
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22 de julio de 2014 a las 16:03

Por: Andrea Sallé Onetto

Las diagonales de Carrasco confunden hasta al más experto sistema de GPS. Luego de recalcular unas tres veces, la casa colonial de la rotonda aparece por arte de magia. Enorme, blanca y con un jardín que invita a descansar, la Fundación Iturria recibe a los curiosos hambrientos de arte. Adentro todo es blanco y salpicando las paredes y los espacios las obras de Ignacio Iturria dicen presente. Él está en la habitación del fondo, sentado en un sillón marrón con forma de elefante junto a una mesa redonda, baja y grafiteada con negro. El fuego crepita en la estufa creando una banda sonora muy agradable. La luz entra a raudales por las ventanas sin cortinas, haciendo resaltar aun más el contraste entre la blancura de la casa y el mural en tonos de negro que abarca toda una pared de la habitación. El contraste, ese elemento tan cotidiano en la vida del artista y de este en particular.

Cuestión de lenguajes

“Siempre pienso que soy uruguayo, hombre y pintor. Esas son las tres cosas que tengo clarísimas”. Así se define Ignacio Iturria, un artista al que no le gusta hablar mucho, fanático del fútbol y cuya visión del mundo es literalmente eso: una visión con los ojos. “No le doy tanta importancia a la palabra como a lo que veo de las personas”. Luego de oir ese comentario me acomodo y me siento derecha. Su acercamiento a la pintura nació cuando era muy pequeño como un modo de comunicarse y no por mero entretenimiento. “Desde muy chiquito disfruté y me gustó estar conmigo. No me asustaba la soledad, al revés, me permitía un espacio de pensamiento alejado del resto. Traté de escribir, porque lo que quería era estar adentro en un escritorio, hasta que un día se me ocurrió empezar a comunicarme con la pintura. Me acuerdo que una vez como de forma de reconciliación por no sé qué problema que tenía con mis padres –porque yo era bastante difícil, capaz que sigo siéndolo– les mandé un dibujo por mi hermana y me sacaron de la penitencia, y ahí dije: “Pah, esto funciona”. Todo lo que no pude decir hablando se los dije en un dibujo y me di cuenta de que esa era mi forma de transmitir lo que no les podía decir con palabras”. Y con ese descubrimiento empezó el viaje de la pintura. Para Ignacio, el lenguaje visual permite que el interior aflore. “Por ejemplo, yo hoy veo una obra de un pintor y sé más cosas de él que las que me puede decir hablando”. Su ámbito familiar también favoreció su pasión.

“No tuve contras pero creo que de haberlas tenido las hubiera roto porque realmente lo mío es y fue vocacional, no iban a poder ir contra esas fuerzas y esas ganas. Muy temprano supe que esa era mi historia, que era lo único que me hacía sentir que tenía sentido mi vida. Siempre me encantó la vida de los pintores”.

Con una madre abocada a la enseñanza, en una casa llena de libros y donde las conversaciones giraban en torno al arte, la filosofía y la vida, Ignacio no tuvo impedimentos para dedicarse de lleno a su vocación. “No tuve contras pero creo que de haberlas tenido las hubiera roto porque realmente lo mío es y fue vocacional, no iban a poder ir contra esas fuerzas y esas ganas. Muy temprano supe que esa era mi historia, que era lo único que me hacía sentir que tenía sentido mi vida. Siempre me encantó la vida de los pintores. No tenían horario, tenían una vida mucho más romántica. Hasta las casas eran diferentes, estaban como más desprolijas pero más prolijas a la vez, llenas de cultura, de libros, de mantas lindas, de cosas que habían traído de viajes. Y uno emula los ejemplos”. Él quiso copiar tan a rajatabla el estereotipo de pintor bohemio que se obligó a empezar a fumar, cosa de la cual hoy se arrepiente. Confiesa que también hizo fuerza para tomar vino, pero no pudo con él. “Me acuerdo que pintaba en un cuartito y me creía que estaba en París. Estaba convencido de que era amigo de Modigliani y de todos esos locos y que estaba ahí. Me hacía un poco la cabeza porque eso me llevaba como a una nube”.

Hacia la cuna surrealista

A fines de la década de 1970 se trasladó a Cadaqués, un pueblito mediterráneo al norte de España donde quería vivir por lo menos un año la vida soñada alrededor de la pintura. El año se transformó en 10 y allí cumplió su cometido de nutrirse de los grandes artistas y vivir en carne propia la historia de la pintura. La experiencia también lo ayudó a reafirmar su identidad uruguaya y a entender a su padre, que era vasco. La época de su partida coincidió con la vuelta de la democracia a España y pudo experimentar el destape español, el gran festejo y el gran contraste con la realidad que dejaba atrás. “Me acuerdo que en el barco cuando nos fuimos estaba lleno de ‘tupas’ que se exiliaban. Cuando llegabas allá era tan diferente, porque aquello era blanco y esto era negro, había un contraste que te sensibilizaba. En ese momento fue un cambio muy extraño, pasar de lo contraído a lo distendido. España se enloqueció cuando abrió las puertas, estaban como sobrepasados de libertad, todo era un festejo, como cuando estás en penitencia y después te dejan salir con tus amigos”.

A través de su experiencia descubrió que los españoles “son tipos prácticos”, con pensamientos cortos, y de convicción firme. “Podían convivir perfectamente los artistas aunque estuvieran catalogados en diferentes categorías. En Cadaqués no se sentían esas diferencias como acá, todos estaban admitidos en las reuniones y la clave era que entre los artistas no se hablaba de pintura, porque eso en general termina siendo pecaminoso. Terminás en la crítica y en vez de sentir la hermandad entre los que estamos en lo mismo empezás a sentir que te unís a unos o que te separás de otros y se genera una cosa fea”.

Para Ignacio, el personaje del crítico en el mundo ha ido desapareciendo y se fue sustituyendo por el de curador. “El curador te viene a ayudar pero de una forma constructiva, porque es un colaborador que viene para que puedas presentarte ante los demás de forma más prolija. En los países chicos a veces la crítica confunde la acción artística con la persona y ahí es donde se comete el grave error de juzgarla. Hay casos extremos, por ejemplo el caso de Salvador Dalí. Dalí en la época de Franco entraba y salía de España como si nada y se amigaba. Eso no se lo perdonaron nunca. Quizá ahora cuando pase el tiempo, empiecen a olvidar al Dalí payaso –que también le jugó en contra– y al Dalí político para ver al Dalí realmente creador del surrealismo”. Dalí es solo uno de los artistas que influyeron en su arte, pero, viviendo en Cadaqués, su presencia, al igual que la de todo el surrealismo, era permanente. ”La casa donde yo vivía había sido de Joan Ponç, uno de los primeros catalanes surrealistas. Nunca fui muy devoto de las cosas de Dalí pero viví la atmósfera de su alrededor y su figura era muy fuerte.

“A mí la pintura me entusiasma siempre. Para mí levantarme y saber que tengo una tela en blanco y que arranca el día es toda una ilusión, es como que podés empezar de vuelta. Esa es una de las cosas que más me gusta de esto, esa posibilidad de rectificación y que cada día parezca como si fuera un domingo o una fiesta o tu cumpleaños”.

Él fue un pintor que se mostró e hizo de sí mismo parte del surrealismo, entonces toda la gente lo copiaba. El pueblo se dejaba influenciar por él, en sus casas, en la forma de vestirse, en los lugares. Es muy difícil evadirse de los artistas”. Siempre le interesó seguir aprendiendo sobre pintura y descubrir pintores que no había visto antes o que no había llegado a entender. “Una de las razones por las cuales uno se pone a pintar es por admiración hacia los demás. En la medida en que va pasando el tiempo, que vas aprendiendo más, vas tomando a aquellos que tenías descartados y los mirás con unos ojos increíbles. Es como con la música clásica. Uno de los disfrutes de haber pintado toda la vida es que fui entendiendo a otros que no entendía antes”.

¿Por qué decidiste volver a Uruguay?

“Fue una vuelta que no fue necesariamente física, el cambio fue de pintar lo que estaba mirando afuera a hacer una pintura más introspectiva y empezar a pintar con mis recuerdos, con el subconsciente y todas las cosas que me empezaron a salir eran relacionadas con el paisaje uruguayo. No creo que haya dejado nada por pintar: el campo, la ciudad, el puerto, la Facultad de Derecho, los edificios, la plaza Independencia, los ómnibus de Cutcsa, los escolares, los blandengues, los trolley. Todo lo que empezaba a salir cuando dejaba soltar mis recuerdos eran cosas que me venían de ese tiempo de niñez y adolescencia, en el que uno retiene con mayor atención los objetos, los muebles, los platos, los tenedores. Ahí ya había vuelto mentalmente y fue también un descubrimiento encontrar que tenía esa bolsa de cosas”. La vuelta a sus raíces y el retorno físico no fueron por casualidad, la muerte de su padre hizo de punto de inflexión entre el Iturria más paisajístico y el introspectivo. Su paleta de colores cambió, sus tonos se volvieron más grises, pero en realidad su mayor cambio fue en la forma y en la temática.

Sello propio

Una paleta de tonalidades bajas, piletas, sillones, una época de cuadros blancos y figuras de un tamaño específico situadas en espacios sobredimensionados son solo algunas de las características de su obra. El descubrimiento de la interioridad y ese mostrar la intimidad fue un cambio en su carrera y le implicó abrir una puerta donde todos los días inventaba cosas nuevas a partir de ese mundo. “Todo me significaba tema y gran entusiasmo, porque si no estás entusiasmado perdés la esencia. A mí la pintura me entusiasma siempre. Levantarme y saber que tengo una tela en blanco y que arranca el día es toda una ilusión, es como que podés empezar de vuelta. Esa es una de las cosas que más me gusta de esto, esa posibilidad de rectificación y de que cada día parezca como si fuera un domingo o una fiesta o tu cumpleaños. Hice que desaparecieran los lunes, los días feos, está todo bueno mientras tenga ese lugar, ese centro. Esa es una de las cosas que me gustaría pasarles a aquellas personas que dudan si meterse o no. No hay nada de lo que estoy planteando que tenga que ver con algo muy material, sino que uno tenga una ilusión para levantarse todos los días. A mí me pueden inventar cualquier programa que no me interesa tanto como pintar cuadros. A la vista de los demás puede resultar una cosa muy monotemática, pero no lo es porque encierra muchísimas más cosas. Del arte terminás aprendiendo hasta de geografía, de historia, de filosofía...

¿Ser otra cosa? Imposible

No se imagina siendo otra cosa que no sea pintor. Claro que de niño tuvo la ilusión, como todos, de llegar a ser jugador de fútbol, pero eso quedó por el camino al descubrir su verdadera vocación y las ventajas de la carrera de pintor sobre la de futbolista: una carrera larga versus una corta y donde la experiencia y los años juegan a favor. “En el fútbol cuando tenés 18 le podés pegar de todas formas, cuando tenés 50 te tiran una pelota y no sabés cómo agarrarla. Pintando es al revés, a los 18 no le pegás y de veterano le pegás de taco, te sentís que fluis, por lo menos en la parte del oficio. Además, en la etapa más difícil de sobrellevar, que es la vejez, la llevás entretenidísimo, más que nunca, en acción y con lucidez. Ahora sigo siempre con aventuras, empezando de nuevo y por eso me gusta pensar en ‘pasar la idea’”.

“Si tenés la posibilidad, la condición, y te gusta lo suficiente, no dudes, no dejes que nada de tu entorno ni tus miedos te alejen, porque es tremenda vida, con mucha libertad”.

Por esta necesidad de “pasar la idea” es que surgen los proyectos que involucran su nombre y a toda la familia, la cual funciona como una gran máquina donde basta con que a Ignacio se le ocurra algo nuevo para que los demás ya se pongan a ejecutarlo. Es así que surge el espacio Casablanca, que brinda talleres de pintura y música, la Fundación Iturria, embarcada en apoyar proyectos y las colonias de artistas en Rosario, con grupos de gente que asiste a sus talleres en Montevideo. Con estos proyectos, su intención es juntar a quienes optaron por la pintura como lenguaje y generar un ambiente colectivo que rompa con el individualismo del artista, además de “dar manija para que vean que está buenísima la vida de artista”. Y como si fuera un mensaje publicitario agrega: “Si tenés la posibilidad, la condición, y te gusta lo suficiente, no dudes, no dejes que nada de tu entorno ni tus miedos te alejen, porque es tremenda vida, con mucha libertad”. Pero estas actividades lo alejan de su prioridad, que es pintar: “Todas estas cosas son consecuencia de mi vida, pero siempre pienso que hay que ser unilateral. Tenés que meterte en una cosa y no pensar que se puede hacer más de una. Creo que vale la pena concentrar todos los esfuerzos en un solo lado”.

Sin embargo, reconoce que la experiencia de ir al campo con la colonia artística lo hace sentirse muy bien y le gusta sentir que puede “pasar la pelota” a otros. Ya cerca de finalizar el encuentro, el cielo afuera también había cambiado de paleta y del celeste intenso había pasado al azul oscuro de la noche temprana. Las obras –en su mayoría de temática futbolística– resaltaban más con la luz artificial. El fuego seguía bailoteando en la estufa. Y las pausas se hacían más largas.

¿Creés en la inspiración? Sí, creo, porque la inspiración son algunos momentos o instantes de lucidez que tenés y hay que aprovecharlos. Cuando te aparecen sentís que se te iluminó una cosa y a partir de esa nueva luz desarrollás algo. Y eso aparece en el trabajo diario, vos le vas dando y de repente un día hay un cambio, se te abre otro lugar. A eso va uno al estudio, a ver si ese es el día milagroso, y a veces sí.

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