Un grupo de chilenas utiliza la cocina comunitaria en el hostel Shaka.

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La Barra se va para el hostel

Los albergues juveniles son cada vez más frecuentes en el balneario puntaesteño –pese al descenso del turismo– y apuntan a un público joven que prefiere ahorrar en hospedaje y gastar más en fiesta y alcohol
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11 de enero de 2013 a las 18:23

La Barra es sinónimo de coches importados, hospedajes de lujo y lugar de fiesta de uruguayos y argentinos de buen pasar económico. Sin embargo, al paisaje estival del balneario de San Carlos se le incorporaron los hostels, opciones de alojamiento económico y juvenil, cuya irrupción se ha desarrollado con fuerza en este verano y el anterior.

Aunque la Intendencia de Maldonado contabiliza 21 de estos establecimientos en Punta del Este y La Barra, solo hay que darse la vuelta por la localidad carolina para verificar su irrupción, especialmente notables en las primeras calles al cruzar el puente ondulado, donde el promedio es de casi uno por cuadra. Los propietarios de estos albergues calculan que solo en La Barra hay entre 15 o 20.

“Son como los hongos después de la lluvia”, dice Diego Rigobert, un argentino de 51 años que lleva la mitad de su vida en Uruguay y es dueño de Backpackers Hostels, el más antiguo del balneario. La idea surgió luego de que tuviera que cerrar su fábrica de trajes de neopreno por la crisis económica y decidió apostar por un tipo de hotelería que ya había probado ser exitosa en el extranjero.

Los hostels son albergues frecuentados, en general, por jóvenes de entre 20 y 30 años que se caracterizan por tener habitaciones y baños compartidos, espacios de uso común, y por facilitar la interacción entre sus huéspedes. Cuando abrió Backpackers Hostels solo había cuatro entre La Barra, Punta del Este y Manantiales. Hoy, Rigobert calcula que la oferta creció 100% en la zona.

La profusión de estos albergues preocupa al empresario, quien cree que va a suceder lo mismo que con los videoclubs. El argentino está considerando en convertir su alojamiento en un albergue ante la creciente competencia y decidió reducir las tarifas en US$ 10 respecto al año anterior. La situación del país vecino afecta mucho a estos establecimientos, pues los argentinos quieren utilizar la tarjeta de crédito y los hostels no suelen aceptarla porque les resulta muy costoso.

Después de los prometedores días de fin de año en los que los hostels de La Barra se llenaron, hoy la mayoría solo cubren su capacidad en un 50% o incluso menos. El exceso de oferta y la baja del turismo que se registró en la primera semana de enero llevaron a que descendieran los precios en la segunda. Las tarifas en la actualidad rondan entre los US$ 25 y los US$ 50 para habitaciones compartidas.

Camilo Rousserie es un joven de 26 años de Montevideo, que junto a sus dos hermanos menores y un amigo decidieron convertir la casa de su abuela en el hostel La Negrita, aprovechando la amplitud de la propiedad y su ubicación, a tres cuadras de la playa. Abrieron el 25 de diciembre y aunque van aprendiendo sobre la marcha, cuentan con el apoyo de su grupo de amigos, que colaboran en tareas varias, desde pintar el techo, trabajar en el bar o dar clases de surf a los huéspedes.

La inexperiencia, no obstante, les reservó una mala sorpresa, ya que la poca afluencia de turismo está siendo un tanto decepcionante. “En La Barra se mide la cantidad de gente por el tiempo que se tarda en cruzar el puente. Ahora no hay demora, antes era de 10 o 15 minutos”, comenta Rousserie.

La sorpresa también vino en forma de denuncia de un hostel vecino, aunque no tuvo consecuencias porque el Ministerio de Turismo corroboró que estaba todo en regla. Sin embargo, Rouserrie se queja del poco control. “Hay gente que pone lugares como albergue y no están preparados, y eso nos perjudica a todos”.

Otro propietario, que prefiere no ser nombrado, sostiene que no hay ningún tipo de fiscalización: “No van a controlar. Si no, estarían la mitad de los hostels cerrados”. No obstante, la situación no llega a la gravedad de lo que sucede en Rocha, donde en muchas ocasiones los turistas terminan pagando US$ 15 o US$ 20 por un colchón en el piso o una hamaca a la intemperie, coinciden los entrevistados.

Negocio de familia

La proliferación de hostels en La Barra hace que haya variedad. Los hay con 18 camas o con 80. En casas medianas o en terrenos enormes. Con toilette en las habitaciones o baños tipo gimnasio. Solo con cuartos compartidos o también con habitaciones privadas. Algunos disponen de lockers y llaves para las habitaciones y otros confían en la buena voluntad de los turistas. Están los que son más afines al bullicio y los que hacen respetar estrictamente el silencio a la noche.

Algunos tienen toques de lujo como La Quinta Eco Hostel –que dispone de piscina con iluminación y wet bar, canchas de fútbol y de vóley con arena y luz nocturna y restaurante propio– o de diseño, como el hostel Rojo y Negro, que fue construido en dos grandes contenedores por una pareja de arquitectos.

La mayoría pertenece a emprendimientos familiares que vieron el filón en la nueva tendencia del turismo joven. Un ejemplo es el del hostel Rocking Soul, que surgió por la colaboración entre Nicolás Noguez, de 24 años, y su primo.

A Noguez se lo ve cansado, aunque de muy buen talante, ya que él hace todo: desde cortar el césped y limpiar hasta dormir en el sofá, por si tiene que abrir la puerta. El cansancio no parece preocuparle, ni tampoco que el turismo esté menguando. “Si funciona, funciona, y si no, es mi casa y no me caliento. Aunque no me vaya bien me quedo, lo alquilaré más barato y listo”, dice el joven melómano, quien reconoce no haber hecho ningún tipo de estudio de mercado antes de abrir el hostel. “La ventaja es que acá sos libre de hacer lo que quieras. Pueden traer alcohol, música, agarrar mis discos. La onda es descontrol con cabeza”, reconoce.

Shaka es el nombre de otro hostel que abrió este año en La Barra. También surgió como un proyecto familiar, el de la pareja integrada por Marlene Borba y Alberto Castillos, y su hijo Federico, de 17 años. Castillos trabaja en la construcción y Marlene se desempeñó durante cinco años como empleada de limpieza de un hostel en Punta del Este.

La casa pertenece a una señora a la que solían cortarle el césped y a la que le pagan US$ 6.000 por la temporada, a lo que le han agregado otros $ 4.000 en refacciones. Esperan poder continuar cuando termine el verano y por ahora les está yendo muy bien. La clave de su actual éxito parece estar en el espíritu familiar del emprendimiento, pero también en el sacrificio. Así, por ejemplo, cuando no hay camas, Castillos duerme en el coche para cuidar la casa.

Un grupo de seis chicas chilenas que se aloja en el hostel habla con desbordante entusiasmo de su estadía en Shaka. “Le decimos la familia uruguaya”, comenta una de las jóvenes, al tiempo que señalan que esa noche planean una cena con sus anfitriones para despedir sus vacaciones.

Borba cuenta que la mayoría de los huéspedes son muy jóvenes, y que los cuida como si fueran sus hijos. En ocasiones le piden ayuda para lavar la ropa o le hacen consultas del tipo de si hay que ponerle sal al agua para hervir unos fideos.

El espíritu maternal también se evidencia en el hostel Lo de Isa, gestionado por María Isabel Ponce y su hijo. “Isa, ¿no me planchás la camisa?, mi abuela me la plancha”, le han llegado a preguntar. Ponce cuenta que a veces tiene que ponerles límite a los jóvenes porque con el alcohol se desbandan. El año pasado llegó un grupo completamente borracho trayendo a uno de sus integrantes en un carrito de supermercado. Afortunadamente, luego de una reprimenda se calmaron.

Levante y alcohol

La clave del éxito de los hostels parece residir en tres factores: el precio, que suele ser al menos la mitad de lo que se paga en un hotel, la posibilidad de socializar y la mayor libertad que dan estos lugares, que los convierten en un espacio ideal para realizar “la previa“, la ingesta de alcohol antes de salir, que para los jóvenes veraneantes de La Barra es una especie de rito sagrado.

Polli es argentina, como la abrumadora mayoría de los visitantes de estos albergues, y es la primera vez que veranea en un hostel. Sin lugar a dudas será la opción que elegirá de ahora en más, afirma. De momento se encuentra sola en La Negrita, ya que la devaluación del peso argentino devolvió a sus amigos a Buenos Aires.

En otros tiempos les gustaba ir cenar un sándwich de salmón y mostaza de Gijón a su restaurante favorito, pero ahora se conforma con cocinarse fideos. No obstante, hospedarse en un hostel no necesariamente implica vacaciones de bajo coste sino una elección de prioridades. No es inusual que los huéspedes vayan a la discoteca Tequila, donde la entrada para los hombres cuesta entre US$ 50 y US$ 100 y un trago $ 400.

Como la mayoría de los jóvenes en La Barra, la rutina de Polli es empezar el día a la una, ir a las playas de Montoya o Bikini, volver sobre las 9 de la noche, usar internet, bañarse, y comenzar con la previa hasta bien entrada la madrugada, antes de ir a un bar o un boliche hasta las 6 o 7 de la mañana.

Sobre las 2 de la tarde del miércoles, un grupo de 13 jóvenes santafesinos está terminando de almorzar en Lo de Isa. Como la mayoría de los consultados, vienen de estar en Rocha. La tendencia es repartir las vacaciones entre lo hippie y lo chic, alternando balnearios como Punta del Diablo y La Barra. El grupo está encantado con su experiencia en el hostel y destaca la facilidad para conocer chicas que dan estos lugares.

Sobre las 11 de la noche la música suena fuerte con Ya no sos igual de Dos minutos, y mientras los chicos corean la canción, terminan de ultimar detalles, como preparar la heladerita portable con mucho alcohol. En esta ocasión la previa será en Punta del Este, previo paso por el Conrad, para después ir a bailar a Ocean.

Al tiempo que se aprontan para partir, prolijamente enfundados en sus camisas cuadriculadas, uno de ellos confiesa el secreto de su buen ver: una de las huéspedes le planchó la camisa. Eso sí, con intercambio de Facebook de por medio.

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