La pobreza de gestión y la corrupción en los gobiernos y sus entornos están precipitando la caída de las importantes figuras de gobierno presentes o pasadas en Argentina y Brasil, con coletazos en otros países de la región. Esas claudicaciones no solo traban el desarrollo de los países. Profundizan además el descreimiento de los ciudadanos en dirigencias políticas bajo sospecha y desprestigio. Su único efecto favorable es que sirvan de advertencia a los gobernantes de que la ineficiencia y la deshonestidad, al amparo de una impunidad cada vez más endeble, conducen tarde o temprano a la cárcel o, en el mejor de los casos, al ostracismo político.
Argentina corre con cierta ventaja porque el kirchnerismo ya fue desalojado electoralmente del poder y empieza a pagar, a medida que la Justicia actúa sin las cortapisas que antes le imponía un régimen autoritario, en tanto el nuevo gobierno augura mayor seriedad. La recuperación del acceso al crédito, el actualizado ordenamiento fiscal y la imagen de competencia que proyecta el equipo del presidente Mauricio Macri ayudan al comienzo de un arduo proceso de recuperación. En Brasil, en cambio, el caldero está en plena ebullición, con la presidenta Dilma Rousseff amenazada de un juicio político que la destituya.
La cercan una economía planchada en dos años de recesión, acusaciones de mal uso de fondos públicos, coimas con fines electorales y el pavoroso escándalo de corrupción en Petrobras por sobreprecios fraudulentos en contratos por miles de millones de dólares. Su antecesor Luiz Inácio Lula da Silva, hasta hace poco la figura política de mayor peso, lucha por zafar de la cárcel por iguales cargos y escapar de un destino donde ya cumplen penas exministros y empresarios de fuste. El colapso de la mayor economía de América Latina y líder del mundo emergente, por otra parte, agudiza desde el año pasado nuestras debilitadas exportaciones, golpe que también sufren las ventas de Chile y Colombia a ese país.
En Argentina los capitostes del kirchnerismo empiezan a caer como palos de bowling. Ya está en la cárcel el ubicuo Lázaro Báez, que saltó de modesto empleado público a empresario multimillonario como premio por colocar en diferentes destinos los dineros turbios de la familia Kirchner. Quedaban en Argentina o iban a otros países, incluyendo a Uruguay, donde muchos millones de dólares llegaban en grandes bolsas en vuelos clandestinos al aeródromo de Melilla. Lo acompaña el exministro de Transporte, Ricardo Jaime, y el antiguo ladero de Báez, Leonardo Fariña, que denunció detalladamente ante el juez, durante 11 horas, los manejos del matrimonio K y su entorno a cambio de que le reduzcan la pena. Y la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, junto con otras conspicuas figuras de su administración, debe comparecer ante dos jueces para responder por la venta fraudulenta de dólares a futuro y el cargo de lavado de dinero, que puede ampliarse a la acusación más grave de asociación para delinquir. El tiempo y la Justicia dirán si termina o no en la cárcel, junto con otros miembros de su familia y su entorno.
La corrupción no es privilegio de Argentina y Brasil o de la desbarrancada Venezuela chavista. Los errores de gestión, tampoco. Pero el desolador panorama que cubre a la región tal vez desaliente la tentación a usufructuar indebidamente del poder para enriquecerse y guíe a los votantes a elegir gobernantes que resulten ser no solo honestos sino también competentes.
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