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"La chica danesa": meras pinceladas de una pionera trans

El filme, con actores nominados al Oscar, prefiere la imagen al guión y eso roba complejidad al relato
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10 de febrero de 2016 a las 05:00

El cuerpo del laureado actor Eddie Redmayne ya sabe lo que es el cambio. Con La teoría del todo (2014), aquellos pómulos escarbados y su boca voluptuosa y fina por igual habían aprendido a contorsionarse, pasando de la expresividad a la inmovilidad en una conversión que no solo se manifestaba en la figura del físico Stephen Hawking, al que representa en el filme, sino también en el vínculo con su esposa, Jane Hawking.

A través de La chica danesa, Redmayne se propone explorar nuevamente el campo de las transformaciones y su impacto en las relaciones humanas aunque, en esta oportunidad, encarando un dolor diferente. En el filme de Tom Hooper (El discurso del Rey, Los miserables), Redmayne interpreta a Einar Wegener, el pintor danés que en 1930 se convirtió en la primera persona en realizar una operación de cambio de sexo.

Ambientada años antes de la intervención, el filme comienza retratando el matrimonio feliz y apasionado entre Einar y la también artista Gerda (Alicia Vikander), en el que las únicas rispideces llegan de la mano del dispar éxito profesional de ambos. Mientras él es aclamado por sus paisajes nórdicos, los retratos de Gerda logran poca aceptación.

Sin embargo, cuando una de las amigas de Gerd, Ulla, llega tarde para posar para una pintura, el cambio se despierta en ambos. Gerda convence a su esposo de que haga las veces de retratado y adquiere, así, la musa que su arte necesitaba. En él, en tanto, las medias y zapatillas que se debe calar logran catalizar el reconocimiento irreversible de alguien que finalmente encontró la identidad que le faltaba y que debe aferrarse a ella con toda la vida.

En ese momento, la cámara sigue las delicadas y temblorosas manos de Einar, que sostiene sobre su pecho un vestido de Ulla y luego se enfoca en el rostro de Redmayne, un claro lienzo de su revelación. No obstante, en el resto de la película, Redmayne no solo se desdobla entre los personajes de Einar y Lili Elbe, su verdadero yo, sino también entre dos sensibilidades.


Un tema de identidad

Como Einar, Redmayne -nominado a los Oscar como Mejor actor- hace un estudio minucioso de las mujeres en un afán no tanto de emulación sino de entendimiento. En su observación busca capturar cada movimiento de las manos, los tobillos, la cabeza. Cuando no es Lili, sino que pretende ser solo Einar, se hace ostensible su pesadumbre, la falta de genuinidad que lo atormenta y la culpa de no vivir en la identidad que le pertenece.

Sin embargo, cuando traslada lo sentido y lo aprendido a la piel como Lili, la naturalidad de antes se desdibuja. En su búsqueda por la delicadeza, lo femenino, Redmayne le imprime a su personaje un aura excesivamente forzado, como si cada uno de esos gestos adquiridos fuera en realidad una pantomima. La sonrisa tímida, casi sonrosada. Los interminables arabescos de las manos. Lili aspira a ser etérea, ligera, pero la corporalidad que estudió se queda en el ensayo en Redmayne. En el juego, sin llegar nunca a perfeccionarse.

Vikander, por su parte, también nominada (Mejor actriz de reparto), ocupa un espacio secundario que por momentos se torna central, como si la historia fuese tanto sobre la transformación de Lili como sobre las vicisitudes emocionales de Gerda. Sin ser relegada al rol de la acompañante, Vikander logra una identidad propia, definida, que contrasta con la volatilidad de Lili. Es la actriz de origen sueco la que brinda la interpretación más fuerte: en el principio, en la felicidad cotidiana previa al descubrimiento de Lili, son su soltura y desparpajo los que encantan, hacia el final, el dolor y la entrega se apoderan de sus gestos, vehículos de un amor incondicional.

Pese a ambas interpretaciones, una con altos y la otra con bajos, la película parece concentrarse más en la belleza y menos en el contenido, que propone meros atisbos al mundo interior de la protagonista. Ese contraste, sin embargo, se hace evidente no solo en la figura de Lili, -más imagen que sentimientos- sino en el tono visual del filme, un exquisito ejercicio de plástica, escenografía y vestuario.

Con el lente de Danny Cohen (fotógrafo de La habitación, El discurso del Rey, Los miserables), la atención se centra en estetizar, en hacer de Lili la mujer hermosa y extravagante que es, y en establecer espacios en el que el art nouveau se mezcla a la perfección con los estilos que lo antecedieron. Las carencias del guión, la interpretación de Redmayne y la riqueza de la cinematografía, entonces, constituyen una paleta que tiende a diluir el logro y la tragedia de Lili, y a acercarla más a uno de los paisajes de Einar que a uno de los retratos de Gerda.


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