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La disyuntiva sindical en Argentina

El gremialismo argentino quedó al borde de la fractura, por las diferencias sobre ser cauteloso o radicalizar la protesta
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18 de marzo de 2017 a las 05:00
Por Fernando Gutiérrez, especial desde Buenos Aires

Mauricio Macri se enfrenta en estos días a un dilema impensado un año atrás: debe elegir entre tenderle una mano a la dirección de la central sindical CGT para que refuerce su legitimidad o dejar que la interna entre sindicalistas se agudice, arriesgando de ese modo un endurecimiento de la protesta en las calles.

En el inicio de la gestión, la situación era la opuesta: el gobierno le pedía apoyo a la dirigencia gremial, la clásica tregua para que el plan anti-inflacionario no naufragara apenas lanzado.

Y lo cierto es que Macri obtuvo un apoyo sorprendente, tratándose de un presidente no peronista. La nueva conducción cegetista post-Hugo Moyano, compuesta por un triunvirato, mostró una cautela y una disposición al diálogo que nadie tenía en los planes.

Ante la ola de despidos en el Estado, respondió apenas con comunicados de prensa. Ante los aumentos de tarifas, dejó que la iniciativa de la protesta la tomaran las asociaciones de consumidores. Ante la evidencia de que la inflación duplicó la promesa gubernamental, no pidió una reapertura masiva de paritarias.

Cuando Macri vetó una "ley anti-despidos" que aumentaba las indemnizaciones, no tomó medidas de fuerza. Cuando se evidenció que el alivio al impuesto a las ganancias sería muy inferior al prometido en la campaña electoral, tampoco hubo protestas drásticas. Se sentó a una mesa de diálogo con funcionarios y empresarios, en la que se firmaron compromisos sobre pagos de bonos extra salariales y ceses de despidos, que fueron incumplidos de inmediato.

Y aun así, la postura sindical se mantuvo llamativamente prudente, limitándose apenas a declaraciones críticas pero sin llegar a poner en riesgo la paz social. Reivindicaciones históricas como la participación gremial en las ganancias empresarias quedaron archivadas.

De esta manera, Macri completó 15 meses de gobierno sin haber sufrido un solo paro general.

Todo un logro, si se tiene en cuenta que Fernando de la Rúa había tenido su paro apenas tres meses después de haber asumido la presidencia, o que en los 1980 Raúl Alfonsín sufrió la cifra récord de 13 paros en su mandato.

Incluso presidentes peronistas debieron enfrentarse a las demostraciones de poder sindical, como le ocurrió a Cristina Fernández de Kirchner en su segundo mandato, cuando ya estaba abiertamente enfrentada con Moyano.

En ese entonces, ambos se acusaban mutuamente de no ser peronistas y entraron en una guerra de desgaste. Mientras Moyano demostraba su poder para "paralizar el país", cortando la cadena logística en rubros tan diversos como la recolección de residuos o el abastecimiento de combustible, Cristina se metía en la interna de la CGT para apoyar una línea pro-kirchnerista.

Entre el diálogo y la billetera

Macri, por su condición de empresario y tener una base de apoyo político donde no hay peronistas, con votantes de clase media poco sindicalizada –y en general con muy mala visión de los dirigentes gremiales– no parecía, a priori, un presidente capaz de manejar la cuestión sindical con habilidad.

Pero en su inicio le fue mejor que lo que indicaban los pronósticos. En parte lo logró con la billetera: pagó una "deuda histórica" de US$ 2.000 millones que los sindicatos le venían reclamando, sin éxito, a Cristina.

Era por aportes estatales no realizados a las "obras sociales", las entidades de seguro de salud gestionadas por los sindicatos, y que constituyen una de sus principales fuentes de ingreso económico.

También Macri mostró una cuota de pragmatismo. Cuando hubo medidas irritantes, no tuvo problemas en volver sobre sus pasos. Por caso, cuando una medida del Banco Central para sustituir los resúmenes bancarios de papel por resúmenes electrónicos amenazó con dejar sin trabajo a parte del gremio que responde a Moyano.

Y, sobre todo, el presidente mostró cierta habilidad para generar expectativas en torno a la mesa de diálogo tripartito con sindicatos y empresarios. Muchos tuvieron la sospecha de que, en realidad, a Macri nunca le entusiasmó la idea del "pacto social" y que si lo hizo fue más bien para complacer un pedido del papa Francisco.

La mesa no generó ninguna medida importante, pero sirvió para que durante varios meses el descontento sindical se canalizara por una vía no conflictiva.

Todos sabían que era cuestión de tiempo antes de que esa situación se agotara. Con visible desgano, más por presión de las bases y de las centrales sindicales de izquierda que por convicción propia, el triunvirato "dialoguista" se vio en la necesidad de radicalizar su agenda.

Los guiños al gobierno para que mejorara su política salarial fueron evidentes. Nunca se había anunciado un paro con dos meses de antelación, sin fecha fija y supeditado a la evolución de la economía.

Lo que pretendía el triunvirato era que el gobierno cambiara su actitud de poner un "techo salarial" en torno al 18% de aumento y que adoptara medidas de protección para aquellas industrias más vulnerables a la competencia externa. Pero Macri endureció su postura en la cuestión salarial, al punto de llegar a un enfrentamiento con el Poder Judicial, que consideró ilegal la intromisión gubernamental en la negociación salarial de los bancarios. Y en cuanto a las importaciones, no sólo no hubo señales proteccionistas, sino que por el contrario se aceleró la apertura en sectores muy regulados, como la electrónica.

Los cierres de fábricas y la ola de suspensiones y despidos ya se tornaron rutina en las tapas de los diarios, en varios rubros con problemas de competitividad, desde la lechería hasta las computadoras.
El gobierno se defiende con el argumento de que Argentina está generando nuevo empleo, a un ritmo de 20 mil puestos por mes. Y que los sectores en problemas son los que habían sido artificialmente sostenidos por el "modelo K" y deben reconvertirse.

Por otra parte, muestra los números de baja en la inflación como prueba de que no hay motivos para tolerar desbordes en la negociación salarial.

Macri decide

Pero, a esta altura, es claro que el triunvirato de la CGT necesita algo más para poder mostrar a sus bases. Tras 15 meses de paciencia y actitud dialoguista, muchos sectores están reclamando un paro general con el cual mostrar descontento y empezar a tallar más fuerte en la agenda nacional.

Fue eso lo que explicó los incidentes violentos del 7 de marzo, cuando lo que había empezado como un imponente acto de protesta contra el gobierno se transformó en una pelea intra-sindical. Harto de que los dirigentes amenazaran con un inminente paro, pero sin poner fecha y dando señales al gobierno para que hiciera correcciones, un sector del público manifestó su impaciencia de manera violenta.
Primero fueron gritos que interrumpieron los discursos, luego cánticos que pedían "poné la fecha", y finalmente, trompadas, empujones y "copamiento" del escenario principal.

La repudiada dirigencia de la CGT intentó minimizar el hecho, mostrándolo como parte del "folclore" sindical argentino. Algunos dirigentes apuntaron a infiltrados que respondían a sectores ultra-kirchneristas bajo el mando de intendentes del conurbano.

Pero acaso a esta altura sea un dato secundario quién empezó los desmanes. Para la dirigencia gremial, el mensaje resultó claro. Los insultos y agresiones fueron la confirmación de que los reclamos de las bases acortan los márgenes para el diálogo y exigen protestas más duras.

El interrogante es qué hará el gobierno ante esa situación. Después de todo, lo que quedó en claro es que el triunvirato de la CGT está pagando un alto costo político por diluir las medidas confrontativas y continuar apostando al diálogo.

Dentro del gobierno hay dos líneas en pugna. Las más "política" entiende que, ahora que la dirigencia gremial está golpeada, es necesario salir en ayuda del triunvirato y ceder en medidas económicas que éste pueda exhibir ante sus bases como un logro. En caso contrario, temen que la corriente dialoguista de la CGT sea desplazada por una nueva dirigencia más radicalizada.

Pero no hay unanimidad. Otro sector del gobierno opina que los incidentes del 7 de marzo son la prueba de que las protestas callejeras son parte de un pasado que la mayoría de los argentinos quieren dejar atrás. Y que, con los datos de la economía en recuperación, este es el momento de endurecer la postura ante los gremios.

Por extraño que parezca, está en manos de Macri la forma en que se dirima la interna del sindicalismo argentino.

Un líder emergente

Las peleas de la CGT también revelaron la falta de un liderazgo fuerte, tras el retiro de hugo Moyano. Entre los candidatos que emergen hay uno que ni siquiera es miembro de la CGT sino de la CTA, que no tiene una inspiración político-ideológica peronista sino más bien de la izquierda tradicional.

Se trata de Roberto Baradel, líder del gremio docente, que en estos días es objeto de alta exposición mediática por la pulseada salarial con el gobierno.

Es de los pocos dirigentes conocidos en todo el país. Despierta resistencias en la clase media, lo cual explica por qué el macrismo lo ha elegido como "enemigo" en los discursos.

Baldazos de agua fría para el macrismo

Dos noticias estadísticas implicaron un duro golpe al gobierno de Macri, justo en el momento cuando festejaba cierto fortalecimiento ante la opinión pública. El índice de pobreza y el dato de la inflación de febrero tuvieron el efecto de una bomba de alto impacto.

Los números dieron peor de lo que preveían incluso los informes más pesimistas y dejaron descolocado al discurso oficial sobre la mejora en la economía.

Pero, además, fue letal el "timing". Los datos caen justo en el momento en que el gobierno trata de instalar la idea de que la forma de combatir la pobreza es apuntar los cañones contra la inflación, de que se está ganando esa batalla y que la forma de apuntalarla es evitar desbordes salariales en las paritarias.

Para alguien que enarbola ese discurso, no puede ocurrir nada peor que recibir el dato de que en la Argentina hay 1,5 millón de nuevos pobres desde que arrancó su gestión. Como si esto fuese poco, la inflación de febrero mostró un fuerte repunte: 2,5%.

Ni bien publicado el informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, abundaron los recordatorios sobre el compromiso de Macri acerca de llegar a la "pobreza cero".

Por más que el informe haya recopilado datos hasta setiembre y por más que haya pronósticos de mejora, hay un inevitable impacto en la opinión pública.

Y sobre todo, el mayor desafío del Gobierno reside en manejar el empeoramiento de la inflación, ya que este nuevo dato resta autoridad a los funcionarios con una CGT a punto de convocar un paro general.

El modelo de paritarias basado en una suba anual de 18% con cláusula gatillo, que el Ejecutivo pretende generalizar, parte del supuesto de que la inflación que no superará el 17% en 2017. Para lograr eso el índice debe promediar el 1,3% mensual.

La disparada de febrero (2,5% es casi el doble) lo pone en duda, justo en una etapa de definición salarial. Para peor, consultoras influyentes del mercado anticipan que el registro de marzo se ubicará en 2% influido por la suba de tarifas.

El día del acto de la CGT, el jefe de Gabinete, Marcos Peña, blandió el "contra-discurso" que luego fueron repitiendo todos los funcionarios.

Según su punto de vista, las protestas son extemporáneas, porque se dan justo cuando la economía empieza a recuperarse, en momentos en que se vuelven a crear empleos genuinos en el sector privado y los precios comienzan a estabilizarse.

Ese es el argumento que quedó dañado por la difusión de los últimos datos. Por lo pronto, ya se vio parte de su efecto: Macri ordenó a sus colaboradores moderar recortes del gasto público y moderar subas tarifarias en el gas, el agua y el transporte público.

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