Leonardo Pereyra

Leonardo Pereyra

Historias mínimas

La doble vida del comandante

Miles y miles de personas miraban, de una en una, el cadáver del comandante Hugo enfundado en el ataúd de pino. Y él, emocionado, los miraba a todos.
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12 de marzo de 2013 a las 00:00

Miles y miles de personas miraban, de una en una, el cadáver del comandante Hugo enfundado en el ataúd de pino. Y él, emocionado, los miraba a todos.

El comandante Hugo había llegado a la isla para tratarse de un cáncer que, según habían dicho los médicos, no era especialmente agresivo pero que volvería una y otra vez con pujos cada vez más fuertes que, en pocos años, terminarían tumbándolo.

-Esta es la realidad, hijo, y es cruel. Pero no sabes cuántas veces he deseado haberme muerto a tu edad. A salvo de la decrepitud, de las críticas insidiosas que insisten en retratarme como el más viejo de los dictadores, le dijo Fidel a modo de consuelo.

Y le contó que, muchos años atrás, le había surgido una idea loca para permanecer siempre joven en la memoria de la gente, a resguardo de las inclemencias del tiempo y de los vaivenes de la historia.

Se la había sugerido, un poco en serio pero bastante en broma, un médico que lo había acompañado desde los primeros días de la revolución. Se trataba de desaparecer sin dejar de ser testigo de las cosas.

Un cadáver falso, un falso entierro, unos falsos testimonios y unas cuantas lealtades verdaderas. Fue a principios de los 90, cuando la isla pasaba por unas circunstancias especiales devenidas del derrumbe del muro de Berlín.

Había preparado coartadas, identidades cambiadas, artificios científicos y un lugar en el que jamás podría ser encontrado. Después, vendría la inmortalidad del mito nacido en el esplendor de la vida, cuando la artritis, el tedio y la economía aún no habían conspirado para jorobarlo.

Lo que al comandante Fidel finalmente le pareció una locura, al comandante Hugo se le antojó como el mejor de los destinos. A salvo de una oposición que aún se mantenía firme, de los reclamos de sus simpatizantes y de cosas pequeñas pero molestas como la inflación o los vaivenes del precio del petróleo.

Lo peor que le esperaba en el futuro, a él que le gustaba tanto la palabra, era el silencio. Pero seguiría hablando por boca de sus herederos, continuaría apareciendo en viejas grabaciones, en banderas, en carteles y en monumentos. Las derrotas y las equivocaciones serían ajenas y la inmortalidad sería sólo propia.
-Cuéntame de nuevo esa historia, le dijo el comandante Hugo a su comandante y poco después se puso a dar órdenes.

Desde esa otra isla a donde lo habían llevado para que, a salvo de las apariencias, contemplara el entramado de sus planes, pudo enterarse de los partes médicos acerca de un cuerpo que ya no era el suyo.


Vio y escuchó, no sin un estremecimiento, cómo sus aliados rezaban por su suerte y sus enemigos afilaban las garras. Todos, sin saberlo y como estaba previsto, colaboraban con el plan ¿Qué otra cosa habían sido Judas, Pilatos o Pablo sino piezas de una rompecabezas que estaban predestinados a armar?


Ahora veía por la televisión a sus pobres queridos y a sus fieles militares desfilar frente al ataúd que guardaba el secreto. Lloró con ellos. Y se preguntó si podría aguantar, hasta que llegara la muerte verdadera, convertido en un simple espectador de su propia historia.

Se preguntó si algún día el diablo le inocularía un poco más de arrogancia como para hacerlo salir del escondite y, en un arranque de sinceridad brutal, lo obligaría a contar el cuento con todos sus detalles.

-¿Y si un día tengo ganas de volver?, preguntó.
-Siempre se puede resucitar, le respondieron.

Miles y miles de personas miraban, de una en una, el cadáver del comandante Hugo enfundado en el ataúd de pino. Y él, emocionado, los miraba a todos.

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