Sebastián Cabrera

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Biromes y servilletas > BIROMES Y SERVILLETAS/ Sebastián CABRERA

La Habana, algo de ron y el marketing del Che

Llegar a Cuba es como entrar en un extraño túnel del tiempo, donde casi todo está detenido. Esta es mi experiencia.
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27 de julio de 2017 a las 05:00

Le compré el Granma a una señora setentona que caminaba encorvada bajo el solazo de la tarde en la esquina de las calles Agramonte y Refugio, en el borde de La Habana Vieja. A unos metros, el Museo de la Revolución, una parada obligada para quienes llegan a Cuba, casi tan obligada como bañarse en las aguas cálidas y cristalinas, tomar un roncito (o mejor aún, una canchánchara, un refrescante trago a base de ron, miel, limón y mucho hielo) o comer langosta.

Ella pasó con la mirada al piso y la mano en alto, mostrando los periódicos.

-¿Cuánto es? –le pregunté.

-Lo que tengas. Lo preciso para comer.

Le di las monedas que había en el bolsillo, que eran más bien pocas: algo más de un CUC, o sea un dólar y poco. Y me llevé el Granma que en su portada del viernes 7 de julio informaba que Raúl Castro le envió una carta de felicitación a Carilda Oliver, Premio Nacional de Literatura, quien había cumplido 95 años.

En la tapa del órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista de Cuba también se daba cuenta de la puesta en marcha de una "moderna planta" para producir envases de medicamentos y de la creación de la Red de Museos de Historia Nacional.

Después de caminar un buen rato por las estrechas, calurosas y caóticas calles de La Habana Vieja –donde todo el tiempo te quieren vender algo, desde habanos hasta viajes en los famosos y pintorescos autos viejos- se impone entrar a un bar a tomar una Tukola y descansar un poco.

Ahí, con el fresco del aire acondicionado, aproveché para hojear las 16 páginas del Granma. Casi todo era propaganda oficialista, obvio. Pero había alguna grata sorpresa, como la página de cartas de los lectores, donde José Caballero se quejaba del deterioro de una plaza en la zona del Vedado, Isis Ferrán reclamaba por haber tenido que pagar un consumo eléctrico no efectuado e Iliana Villavicencio denunciaba a un funcionario municipal por no atender el reclamo por "tupición de aguas bañales" en la comunidad de Ciego de Ávila.

Durante años me negué tozudamente a visitar Cuba, pero ahora me doy cuenta que estaba equivocado: vale la pena ir a la isla antes de que todo termine de cambiar. Lo recomiendo, aunque sea casi un atrevido por escribir estas líneas tras apenas unos días en la capital cubana.

La Habana es una ciudad de enormes contrastes. Un puzle apasionante donde se mezcla la Revolución, cierta decadencia, la dignidad de defender algo que parece caerse a pedazos, el turismo exclusivo, el clima caribeño que tanto nos gusta a quienes venimos del frío, un aire que recuerda en algo al norte de Brasil, una historia rica y un futuro incierto.

Fidel está presente en todos lados. Y ni hablar del marketing del Che, en remeras, vasos, gorros y mucho más.

Llegar a Cuba es como entrar en un extraño túnel del tiempo. Casi todo está detenido, desde las construcciones hasta los autos y las urgencias domésticas. Hay una pasmosa tranquilidad, al menos para el estándar rioplatense.

Es muy difícil usar tarjetas de crédito o débito y no existe la euforia por las redes sociales. La velocidad de internet –para quienes la tienen, claro- es más o menos la misma que había en Uruguay a fines de la década de 1990. En las placitas la gente se agolpa a usar wifi, esa es una postal de La Habana de estos tiempos.

La triste decadencia cubana tiene su encanto y los balcones de las casas -viejas y venidas a menos- con la ropa colgada en forma desprolija, son casi un sello de la ciudad. También los taxis colectivos, en los cuales los pasajeros se suben y bajan según su necesidad. Los camiones que llevan gente parada cual ganado, en esas rutas rodeadas de frondosa y verde vegetación, dan algo de pena.

¿Y la falta de libertad para elegir dónde informarse o a quién votar? Yo no podría vivir en un lugar así, pero es difícil añorar lo que casi nunca se tuvo o no se conoce.

En Cuba se ve pobreza pero difícilmente indigencia, eso es cierto. No digo que no exista: no se ve. En los 10 días que estuve en la isla tampoco vi lo que nosotros conocemos como cantegriles. Hay miseria sí, que parece llevarse con más dignidad que en otros lados.

Si la Revolución no hubiera existido, ¿Cuba sería algo así como Haití o República Dominicana? ¿Sería otro país más de América Latina con sus enormes desigualdades? Es posible que sí. La Revolución lleva 58 años, con más sombras que luces, y está en una lenta retirada, pero es difícil saber si hacia algo mejor o peor.

Es raro llegar a un país en dictadura donde casi no se ven policías ni militares en las calles. De noche las casas están de puertas y ventanas abiertas: no hay sensación de inseguridad ni de violencia. Es como si la maldad no hubiera llegado a esta isla detenida en el tiempo.

A propósito, resulta interesante el relato que realizó Will Grant, periodista de la BBC en Cuba, quien el año pasado publicó una crónica donde cuenta que un día salió del banco con un sobre repleto de dinero en efectivo y cuando llegó al automóvil con el sobre apretado bajo el brazo se dio cuenta hasta qué punto se sentía confiado de su seguridad en Cuba.

"He vivido en ciudades latinoamericanas donde hasta un breve recorrido con una considerable suma de dinero encima es motivo de mucha preocupación", dice Grant. "Apresuras el paso en Caracas o no dejas de mirar por encima del hombro en Ciudad de México". También cuenta que "los delitos con armas de fuego son bastante insólitos en la isla comunista".

Hoy Cuba sobrevive gracias al turismo. Cuatro millones de turistas visitaron la isla en 2016, alcanzando un nuevo récord, según informaron las autoridades. Y cada vez más cubanos trabajan en el sector privado: al menos tres de cada 10 .

Es ahí cuando la decadencia cubana choca con el lujo de los grandes hoteles y los complejos all inclusive, esos mundos de fantasía donde uno juega a que la vida se limita a la playa, los mojitos y las abundantes comidas. Donde uno vive en una burbuja y hasta se siente un poco mal, tomando una cerveza en la playa y pensando que ahí a la vuelta hay gente que hace lo imposible por llegar a fin de mes. Como aquella señora que me vendió el Granma a unos metros del Museo de la Revolución.

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