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La señora de la prisión

La madre de un joven asesinado explica a los presos el dolor que pueden provocan en otros
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16 de abril de 2016 a las 05:00
No es fácil entrar a una cárcel, ganarse la confianza de los reclusos y romper el hielo en un ambiente natural de desconfianza.

Graciela Barrera, es una señora a quien hace siete años le asesinaron a su hijo Alejandro.

Él repartía pollos en su camioneta cuando al llegar a la zona de los Aromos lo asesinaron de dos disparos para robarle.

Desde entonces, la vida de la familia cambió radicalmente.

La hija de Alejandro, de dos años en ese momento, preguntaba por su papá que ya no vendría a las 5 de la tarde, como todos los días.

Aquel 14 de enero de 2009, la Policía se desplegó en busca del asesino y hasta ahora no lo atrapó.
Hay sospechas de quién pudo ser, pero faltan pruebas.

Graciela Barrera, sin encontrar consuelo, tomó un camino distinto al de la mayoría: ayudar a los presos.

El jueves pasado, como casi todos los jueves, llegó a la cárcel de Punta de Rieles, un complejo de características propias.

Los reclusos de allí tienen condena de la Justicia y saben exactamente qué día saldrán. Algunos ya han salido y reincidieron en el delito.

El director de esa prisión es Luis Parodi, un educador social que trabajó años con adolescentes.

Caminando junto a El Observador, los presos lo saludan con respeto. Todos saludan.

Parodi comentó que el objetivo de la cárcel es "parecerse a afuera".
Y en parte lo es. Rodeando el celdario de ladrillos hay unos 30 emprendimientos donde los presos trabajan, incluso tienen un banco. Algunos de los prisioneros reconocen a Graciela y se acercan a darle un beso.

Mientras se avanza por calles internas se pierde la noción de que se está en una cárcel.

El tejido perimetral con puntas y la guardia militar en las torretas, parecen lejos.

La recorrida avanza. Graciela pasa la metalúrgica, la pizzería, la sala de informática y el olor a bizcochos que salía de la panadería inunda la prisión que es cuidada en un 80% por personal femenino.

Graciela y dos funcionarias del Instituto Nacional de Rehabilitación toman un camino junto a una edificación. Unos presos se arriman a la ventana y saludan. La señora entra y pasa a un comedor.

Dos reclusos estaban jugando ping–pong y paran. Son recién llegados del Comcar y Libertad, cárceles de condiciones duras.

A ese grupo, se les explicará en un mes el funcionamiento de la cárcel. Unos cuantos continuarán y otros deberán irse.

En Punta de Rieles hay "dos reglas de oro" no escritas que todos conocen. La primera, es que no se permiten peleas con cuchillo. El que lo hace se va. La otra regla, es que el preso tiene que demostrar que quiere hacer algo por sí mismo.

La charla.

"Soy Graciela Barrera, la mamá de una víctima de la violencia". Así se presenta al entrar al salón.

Un grupo de 20 personas arrima algunas sillas y se acercan. Hay una ronda con varios mates.

Un preso, visiblemente distante, le pregunta a qué vino y se cruzó de brazos.

La voz de la señora es baja. Les cuenta que un delincuente le mató a su hijo, "un dolor" que llevará el resto de su vida. Les trata de dar esperanza porque un día van a salir. "No vengo a que me tengan lástima, yo no la tengo", les aclaró.
Otros presos se arriman y otro empieza a cocinar algo en una hornalla eléctrica. "Hay una vida distinta para hacer. Mi hijo no puede salir de dónde está, ustedes sí". "Tienen que saber que otras familias sufren, mi nieta sufre".
En ese momento, en el salón no vuela una mosca.

"Se trata de hacer una sociedad mejor, no me interesa los delitos que cometieron". "Si seguimos así nos haremos daño unos a otros". "¿Ustedes qué piensan? ¿Me ven como una vieja que viene a hablarles?", les pregunta.

Uno de los presos con los brazos cargados de cicatrices le destaca la "guapéz" que tiene. "Hay que tener valor para venir acá", acota otro.

Un preso, vestido con camiseta deportiva, le pregunta si se recuperó bien de la pérdida de su hijo. "El dolor de perder un hijo nunca se va, es así", dice Graciela y sigue. "La vida es un hilo delgado y se puede caer para un lado o para el otro".

La señora insiste en que hay opciones. "Yo no doy sermones. Vengo a intercambiar ideas". "Siempre hay una segunda oportunidad", les dice.

"Uno no sale a matar"

Los reclusos se interesan. Enfrente no hay una autoridad. Veían a una madre.

De a poco se arriman y empieza un diálogo.

"Uno no sale a matar. A veces suceden cosas. Uno va por la plata", dispara un preso con un gorro en la mano. Graciela lo deja terminar. "¿La vida del otro vale esa plata?, lo interroga. "No, no la vale, es el momento, hay nervios", cuenta el preso que trata de explicar cómo un robo puede terminar en asesinato. Hay algunos murmullos en la sala. "Hay que valorar la vida" –continúa el hombre– quien reconoce que uno pierde más y el otro "sufre acá adentro". "Sufre cuando ve partir a la familia que viene de visita. Cuando la familia se va, es bravo". "Me imagino", comenta Graciela. "Yo a mi hijo no lo veo más". Silencio en la sala.

La mujer retoma la palabra. "Yo entiendo que no quieran matar" y razona que muchos niños golpeados, después reaccionan de forma violenta.

Un preso vestido para jugar al fútbol, le pregunta si después del "incidente" (la muerte de Alejandro) ella buscó venganza. Graciela reconoce que en ese momento tuvo muchos sentimientos, odio también.

La conversación sigue entre presos. Uno dice que "el problema está en la frontera" porque por ahí entra la droga.

"Droga siempre hubo en todo el mundo" retruca otro. Uno que toma mate y se ubica frente a Graciela, comenta que "no hay nada, ningún programa" que los ayude a salir de la droga.

Un preso acepta que en los últimos gobiernos se están haciendo cosas por ellos.
El reclamo de varios era que no encontraron trabajo cuando salieron y volvieron a delinquir.

"La gente con la desgracia que usted tuvo nos odia", "nos discriminan", le dicen.

Graciela aprovecha para preguntar: "¿Si pudieran cambiar, lo harían?" Segundos de silencio. Algunos pueden cambiar, dice un preso. "¿Vos qué estudiaste?" le pregunta un recluso a otro y se contesta: "Nada, sólo sabes robar".

La conversación termina y varios se acercan a saludarla.

El jueves que viene Graciela Barrera volverá a la cárcel de Punta de Rieles.

Hay negocios como en una ciudad

Alrededor del celdario de Punta de Rieles hay un círculo donde se ubican unos 30 emprendimientos que llevan adelante los presos.

Hay una carpintería que tiene a cargo un hombre que hace 21 años está preso. Un carpintero de profesión que enseña el oficio a otros.

Esa persona se beneficio de una salida transitoria y volvió a robar, lo que alargó su condena. Uno de los que estaba en la carpintería anunció que le darán 8 horas de salida cada dos meses.

La noticia se festejó como un gol.

En el predio carcelario también hay una bloquera que creció tanto en su producción que utiliza un montacarga, hay panadería, pizzería, peluquería, un salón donde se hacen tatuajes, una radio comunitaria y una sala de informática.

Hay un negocio de artesanías, en otro se construyen tambores, salones de liceo y UTU y un lugar para hacer yoga.

Los presos tienen un sueldo por su trabajo. Una parte va a sus familias y con la otra reciben vales que les permite comprar en todos los comercios.

Al principio hubo problemas –por ejemplo se falsificaban esos vales- pero eso al parecer se solucionó.

Los presos también crearon su propio banco que se alimenta con fondos propios.

El dinero es utilizado para los emprendimientos y debe ser devuelto.

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