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La triste historia de los niños que odian las vacaciones

Las escuelas públicas son un anecdotario que los docentes sufren y que a veces, seguro sin quererlo, hacen sufrir a algunos alumnos. Por Gabriel Pereyra
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30 de marzo de 2015 a las 09:27

Cada una de las historias mencionadas en esta columna son singulares, pero no son únicas, incluso se repiten una y otra, y otra vez, en ocasiones con detalles que las hacen menos duras, otras con agregados que las tornan intolerables hasta para contarlas.

Desde mi espacio en este medio he aprovechado para disparar contra los irresponsables que cada tanto dejan sin clases a los niños de las escuelas públicas. Sobre esto debo decir dos cosas antes de relatarles esta historia de los niños que odian las vacaciones. Estas historias no solo las cuentan sino que las sufren los maltratados y peor pagos maestros, los buenos y los malos, los agremiados y los que no, los que hacen paro estando agremiados, los que paran sin estarlo y los que nunca paran. Estas historias que ellos mismos sufren, deberían ser discutidas en esas asambleas desoladas que, imagino, seguro que con gran carga de preconceptos, baldías de amor y cargadas de ideología.

Los niños que odian las vacaciones llegan muchas veces a la escuela oliendo a orines. A veces porque así huelen la mayoría de los cantegriles (es un olor que, 40 años después, sigo vinculando al rancho de algún amigo o conocido que viviera en el cante cercano a mi vieja casa del Hipódromo). Otras veces, los niños que odian las vacaciones, huelen así porque, según les cuentan a las maestras, duermen con cinco hermanos en una misma cama y más de un pequeño se turna cada noche para anegar el colchón.

Sin que sus compañeros sean dechados de modales, a la hora de almorzar en el comedor de una escuela (hace 40 años, allá en el Hipódromo ya había pibes que la única comida del día era la que recibían en la escuela de la avenida general Flores y Guerra) una de estas niñas que odia las vacaciones comía, literalmente, pobrecita, como un cerdito. Las maestras supieron que en su casa, no en el patio o en el fondo, sino dentro de la casa donde ella dormía, hacía los deberes y comía, vivían un par de cerdos, que comían cerca de donde ella comía, mientras algunas gallinas saltaban por encima de camas y cartones.

Las maestras de los niños que odian las vacaciones se ven en aprietos un día si y otro también cuando llegan lastimados. Primero tienen que cuidarse ellas para que luego nos las acusen de haberlos agredido. Entre los niños que odian las vacaciones son legión los que llegan golpeados, arañados quemados de sus propias casas. A veces se les ven las heridas, otras no.

A veces, como puede ocurrirle a cualquiera, los niños que odian las vacaciones se lastiman en la escuela. Un día un pibe se fracturó un hueso y mientras la directora de la escuela salía con él para el hospital un secretario iba a avisarle a la madre. Eras las 11 de la noche cuando, sentados en un banco del hospital, la educadora y el pibe enyesado esperaban la llegada de la señora que había parido al nene fracturado.

¿Olvidos? Cada tarde más de una directora debe quedarse horas esperando que las madres vengan a buscar a sus hijos más pequeños. Los argumentos sobre los olvidos son tragicómicos. La verdad es sólo trágica: adictas a la pasta base, están en pleno vuelo a la hora en que el nene sale de la escuela.

Las maestras ponen hasta 20 veces en el cuaderno que el alumno no cumple con la tarea, pero del otro lado nadie responde.

Uno de estos niños que odian las vacaciones agarró a patadas a una maestra. “Puta, puta”, le gritaba con su odio y sus largos ocho años de edad.

Los niños que odian las vacaciones van a la escuela con botas de lluvia días de 30 grados de temperatura y otros de ojotas en pleno julio lluvioso.

El viernes pasado, cuando llegó el último día de clases, en algunas escuelas de Montevideo la angustia sobrevolaba como un fantasma. “¡Ah maestra!, ¿no se puede venir, la escuela cierra?”, quiso confirmar lo que ya sabía una de esas nenas que odian las vacaciones.

Aunque remita a obligaciones, a trabajo, a cierto intento de orden, la escuela es para algunos de estos nenes el único momento y lugar sin padres violentos, sin madres adictas, sin chanchos comiendo con ellos, sin ocho hermanos que lo convierten en un cero a la izquierda. Un lugar sin olor a orines.

Por otras razones de las que se suele debatir cuando se habla de aprender a sumar, la escuela es una bendición. La disfrutan los nenes y, sí, las sufren los mal pagos y destratados maestros, los buenos y los malos, los agremiados y los que no, los que hacen paro estando agremiados, los que paran sin estarlo y los que nunca paran. Ellos más que nadie sabe de estos pequeños grandes infiernos. Ellos más que nadie saben que cuando no hay clases, los niños que odian las vacaciones, están un poco más tristes.

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