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La victoria de una gran segunda ronda

Tras una notable primera temporada, la serie televisiva Transparent ahonda en sus temáticas claves de manera aún más sensible y honesta, demostrando la fortaleza que yace debajo de su vulnerabilidad
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16 de enero de 2016 a las 05:00
"Toda mi vida me disfracé de hombre. Este soy yo", decía Maura, antes Mort (Jeffrey Tambor), en el segundo episodio de la primera temporada de Transparent, llevando la mano de su hija a su corazón y marcando ya desde el principio el tono de la serie.

Alejada de la burla y de la caricatura, el programa centrado en la transición de un padre entrado en años y la repercusión de su cambio sobre sus hijos crecidos, siempre privilegió la sensibilidad más cruda, tanto para retratar la paulatina aceptación de la familia, como para revelar el egoísmo con el que a veces actuaban sus miembros, ya acostumbrados cada uno a su propia manera de vivir.

Luego de una primera temporada difícil de igualar, con una belleza narrativa y estética cautivantes, Transparent lanzó a fines de año diez nuevos capítulos que no solo mantienen la impronta de los que los precedieron, sino que redoblan la apuesta, demostrando la madurez emocional de los actores y del equipo de guionistas comandados por Jill Soloway.

Retomando el impacto de la transición de Maura sobre su propia identidad y la mecánica de su familia, la nueva temporada deja de girar solo en torno al personaje de Tambor y la ola inmediata que desató, y coloca su lente sobre cada uno de sus hijos e incluso sobre su exesposa.

Aunque la reacción y la aceptación de los miembros circundantes siguen siendo elementos importantes, la clave pasa a ser cómo las transformaciones ajenas pueden motivar cuestionamientos y cambios propios. Cómo opera en ellos el resabio de aquella nueva madre, o "moppa", como llaman a Maura, y cómo su verdad los lastima, altera sus traumas paternos, sus decisiones y la forma en la que se definen y perciben a sí mismos.

En un ejercicio ilustre de comprensión humana, esta nueva temporada de Transparent hace que diez episodios no parezcan suficientes, no porque las historias queden incompletas o pobremente desarrolladas, sino porque el universo de la familia Pfefferman deja deseando aún más complicación, más dudas, más conflictos.

Lazos de familia

A través de cada uno de los personajes, la serie explora la fina línea entre el egoísmo y la necesidad de seguir el camino propio, aunque cada padre y cada hijo lo exponga de manera diferente.

Mientras que para la hija mayor, Sarah (Amy Landecker), ese recorrido va por descubrir sus fantasías sexuales y su lugar en una comunidad que la rechaza, para la menor, Ali (Gaby Hoffman), el rumbo está marcado por la sexualidad y una rebeldía que nunca parece abandonarla.

No obstante, las tribulaciones más interesantes pasan a ser las del hijo del medio, Josh (Jay Duplass), cuyo pasado y presente dialogan de una manera conflictiva, forzándolo a balancear su responsabilidad con el hijo que tendrá y con uno que tenía y desconocía.

Entre esos propios dilemas, su relación con su pareja, Raquel (Kathryn Hahn), se resquebraja en los contrastes, víctima del mismo temor al compromiso que aqueja a los demás miembros de su familia. Pese a los conflictos de los demás personajes, Duplass logra somatizar esas problemáticas de la manera más dolorosa y más precisa, sin siquiera decir una palabra.

En el caso de Maura, ya no la única y principal, la comprensión sobre su propio Yo cede terreno de la exploración. Parándola frente a un espejo, con música dramática de fondo, la serie se abre a las posibilidades y dudas que vienen con esa identidad aceptada. Cuál es el lugar de la sexualidad, de lo permanente, y qué responsabilidades traen las decisiones que cada persona toma.

Aunque su exesposa Shelly (Judith Light) tiene más espacio en esta temporada que en la anterior, su enternecedora mezcla de locura y entrega maternal pide más escenas. Incapaz de comprender su propia culpa ni la necesidad de los demás de llevar el luto de sus propias heridas en soledad, Shelly le da una profundidad inusitada al estereotipo de madre judía que la televisión estadounidense ha explotado una y otra vez. Yendo más allá de la neurosis de sus congéneres, Light logra mostrar los recovecos de una madre no siempre correspondida, hambrienta de amor.

Dejando de lado el egoísmo y la forma revolucionaria en la que la serie trata los cuerpos, la sexualidad y las prácticas sexuales, la herencia familiar se convierte en uno de los aspectos medulares y diferenciales de esta temporada. Así, una ecuación hasta entonces centrada en la actualidad comienza a agregar escenas de la diversidad sexual en Berlín de 1933. Aunque en principio las imágenes parecen una mera lección de historia, pronto se comprende que ese pasado habla tanto de los Pfefferman como su propio presente.

A lo largo de la temporada, los personajes atraviesan más bajos que altos y no siempre simpatizan, sino que a veces agobian con su egoísmo, se tornan detestables. Pero es en esos momentos que su humanidad vuelve a atraer, haciendo innegable que, por ficción que sean, son una realidad muy bien elaborada.

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