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Las vacas vienen de las ideas

El recuerdo de la obra de Enrique Fierro
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02 de octubre de 2016 a las 05:00
Eduardo Espina / Especial para El Observador

Enrique Fierro (1941-2016) fue director de la Biblioteca Nacional entre 1985 y 1989, durante el primer gobierno de Julio María Sanguinetti. Sin embargo, en la entrada de Wikipedia dedicada a la Biblioteca Nacional del Uruguay su nombre no aparece. Están los de casi todos los directores de los últimos cuarenta años (desde Arturo Sergio Visca, en 1976, hasta Esther Pailos Vázquez, actual), menos el suyo. Su invisibilidad en la historia burocrática del país se traslada también a su obra literaria. Hay quienes saben que Enrique Fierro fue poeta, pero nunca han leído alguno de sus libros, los cuales son casi imposibles de conseguir por diferentes razones. Primero, porque muchos de ellos fueron publicados en pequeñas editoriales con escasa y nula distribución; además, porque antes y después de su regreso a Uruguay en la década de 1980 Fierro vivió en México, de 1974 a 1984 y en Austin, Texas, de 1989 a 2016. Su bibliografía, que se inició con su primer libro, De la invención, en 1964, y que sigue abierta, pues ha dejado obra sin publicar, incluye casi una treintena de libros. Uno de sus estudiantes, Sean Manning, está preparando la obra completa del poeta uruguayo muerto de cáncer de hígado el 21 de mayo de este año, pocas semanas después de que le diagnosticaran la enfermedad.

Precisamente, Manning, un intelectual inteligente de los que la literatura necesita, fue junto con el crítico César Salgado uno de los organizadores del homenaje organizado en honor de Fierro en la Universidad de Texas, el pasado viernes 23 de setiembre, y en el que participaron los escritores y académicos mexicanos Lily Litvak, Guillermo Sheridan, la viuda del poeta, Ida Vitale, ganadora del Premio Reina Sofía de Poesía, y quien esto escribe. La ocasión sirvió no solo para recordar la persona de Fierro, sino también para revisar el recorrido de una obra de la cual se ha escrito poco en forma seria y rigurosa, que cubre varias épocas, de la vida del poeta y de las transformaciones en el uso de su lenguaje, pero que al mismo tiempo destaca la perseverancia en un estilo, que en su momento pareció una arremetida descontextualizada dentro del tan quieto panorama de la literatura uruguaya de las décadas de 1960 y 1970.

Quizá en ese periodo, con escasas excepciones para rescatar, y en el que el facilismo y el convencionalismo tiranizaban la escritura para garantizar su accesibilidad, es que Fierro escribe lo más inimitable de su obra, con algunos libros fundamentales del núcleo central de su bibliografía, como Mutaciones (1972), Impedimenta (1973), y Capítulo aparte (1974). Fierro acuñó por entonces un estilo en el cual afincó su obra posterior, con versos cortos y contundentes que obligan a razonar a partir de lo irracional en apariencia, y sin exigir la complicidad participativa de la emoción. Con esto posponía el efecto de la escritura, en tanto esta se afirmaba como proceso irresoluto, en permanente continuidad. El libro Mutaciones, 2 (1983-1986), publicado en México en 2002, alerta sobre la persistencia y triunfo de ese método de existencia en el lenguaje, para pensar desde lo no-fácil, uno de cuyos resultados puede ser una escritura considerada por el lector mal entrenado como "difícil".

La poesía de Fierro no venía del barroco español, y menos de Góngora (por más que lo hubiera leído y enseñado muy bien), sino que encontró sus afinidades, y hasta diría más, su punto de partida, en el acotamiento lexical y en la restricción sintáctica de la poesía estadounidense, ya sea la de William Carlos Williams como la de los objetivistas, Louis Zukovsky y George Oppen; este y su dictado: "Es necesario tenerle miedo a las palabras, es necesario tenerle miedo a cada palabra, a cada palabra". El lugar de las palabras en el espacio de la página y su autonomía en la relación con las demás palabras es una de las manifestaciones centrales. Por ahí hay que empezar a releer y resituar la obra de Fierro, la que, con su tono por momentos casi zen, fue indicadora de los accesos que podía tomar la poesía hispana pos Neruda y su mundo tan visual saturado de metáforas. Con estricto uso de la elipsis, Fierro se mostró como descendiente directo de Mallarmé, no de Lautréamont, pues en su poesía, incluso en momentos cuando lo coloquial tiene un desempeño no tan secundario, el que menos favoritismos recibe es el exceso; nada que pueda estar de adorno o énfasis extremo tiene cabida. En este aspecto, Fierro radicalizó el manejo de la expresión mínima y la fronterización de las emociones y la sinceridad. Las únicas emociones autorizadas son las de las palabras, no las del autor. Su mantra fue: cuanto menos, mejor. Lo sonoro no es heavy metal con distribución indiscriminada de acústicas, sino susurros al borde del silencio, a lo John Cage. En eso, que lo tuvo como uno de los primeros cultores, ya no es el único en la literatura uruguaya, que hoy parece haber tomado este camino como si transitara por una zona franca.

La obra de Enrique Fierro entroniza un discurso poético en el cual el lenguaje no está cotidianeizado, por lo que la felicidad de la escritura, al haberse librado de sus obligaciones de representación de lo real, va por renglón. En Quiero ver una vaca (1989), su poema más conocido, y con ubicua presencia en el repertorio del poeta cuando hacía lecturas públicas, Fierro escribe: "Entre una idea / Y una vaca colorada / Me quedo con la vaca colorada". En su obra, las ideas sobran: abundan, y al mismo tiempo están de más. El lenguaje no necesita de ellas para encontrar por doquier belleza, que bien puede ser la de una vaca de otro color.

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