Holanda- Lona rosa de siete metros de longitud del cuadro "La última cena" del artista estadounidense Andy Warhol
Ángel Ruocco

Ángel Ruocco

La Fonda del Ángel > historia

Leonardo Da Vinci quería, más que nada, ser cocinero

Su pasión tuvo mucho que ver con su pintura más renombrada: La última cena
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24 de septiembre de 2014 a las 00:00

Sí, créase o no, al mayor genio que ha dado la humanidad, al autor de La Gioconda y de La última cena, al fantástico inventor de modelos de máquinas y hasta de robots, lo que más le gustaba en la vida era cocinar. Había aprendido bastante del oficio de cocinero con su padrastro, repostero de profesión.

Con su imaginación prodigiosa, Leonardo diseñó objetos de todo tipo, desde máquinas para volar y submarinos a fortificaciones, desde sistemas de canales a andamios plegables para pintar murales, desde molinillos para pimienta a un sistema antiincendios con lluvia artificial que caía desde el techo.

Pero el invento favorito de Da Vinci, cuyo absorbente interés por todo lo que tuviera que ver con la comida muchas veces le hizo dejar de lado el arte de la pintura, fue una máquina para hacer espaguetis, que llevó consigo a Francia en la última etapa de su proficua vida y que conservó consigo como un tesoro hasta su muerte en 1519.

Ocurre que para el más grande de los genios renacentistas, la obra pictórica que lo hizo inmortal parecía ser secundaria en su vida. Él ante todo quería ser cocinero y como tal trabajó con más pena que gloria en la taberna florentina Los tres caracoles y luego fue propietario, junto con otro gran pintor, Sandro Botticelli, también en Florencia, del restorán Las tres ranas, donde su versión de lo que cinco siglos después sería la nouvelle cuisine resultó un gran fiasco.

Tras sus fracasos en la gastronomía y luego de un período en el que se dedicó a dibujar, a tocar el laúd y a inventar nudos, decidió enviar a Lorenzo de Médicis, quien gobernaba Florencia y estaba en conflicto con el Papa, unos diseños de arietes y de escaleras para superar muros de fortalezas y los acompañó con unas maquetas de las máquinas de guerra hechas con mazapán y masa de torta.

Hete aquí que el gobernante no comprendió inicialmente la intención de Leonardo, quien quería colaborar con el esfuerzo bélico de Florencia además de conseguir un medio de vida, y al creer que se trataba de un presente con pasteles muy originales sirvió las maquetas a sus invitados en una cena.

Parece que las maquetas de mazapán y bizcochuelo estaban muy ricas y que además las máquinas de guerra diseñadas por Leonardo le parecieron interesantes a De Médicis, de modo que se disculpó con el genio florentino y le dio una carta de presentación para Ludovico Sforza, “El Moro”, señor de Milán.

Sforza recibió a Da Vinci y quedó impresionado por sus propuestas de construir fortificaciones, puentes, catapultas y “muchos otros dispositivos secretos”. Acto seguido lo nombró consejero de fortificaciones y maestro de festejos y banquetes en la corte milanesa.

El polifacético genio florentino hizo lo que más le gustaba: organizó banquetes impresionantes, en los que al principio intentó, sin éxito, imponer sus originales propuestas culinarias. Pero también pintó retratos de damas de la corte de Sforza, trabajó en una enorme estatua del padre de Ludovico e hizo con azúcar y gelatina modelos de fortificaciones que corrieron la misma suerte que las maquetas enviadas a De Médicis.

En un monumental banquete hecho para celebrar la boda de la sobrina de El Moro, Leonardo presentó –según el controvertido pero muy interesante y divertido libro de Shelagh y Jonathan Routh “Notas de cocina de Leonardo da Vinci”- y propuso un menú inusitado para esa época.

El menú incluía “una fuente con una anchoa arrollada sobre una rebanada de nabo tallada a semejanza de una rana, una zanahoria bellamente labrada, el corazón de un alcaucil, dos mitades de un pepinito sobre una hoja de lechuga, la pechuga de un pajarito y el huevo de otra pequeña ave, los testículos de un cordero con crema fría, un muslo de rana sobre una hoja de diente de león y una pezuña de oveja hervida y deshuesada”.

Esa propuesta de menú fue rechazada de plano y el duque milanés hizo que Leonardo encargara 600 salchichas de cerdo de Bolonia, 300 unidades de zampone (pata de cerdo deshuesada y rellena que todavía se sigue comiendo en Italia a fin de año, sobre todo con lentejas) de Módena, 1.200 pasteles redondos de Ferrara, cientos de terneras, pollos, gansos, pavos reales, cisnes y garzas reales, mazapán de Siena, queso Gorgonzola, 2.000 ostras de Venecia, macarrones de Génova, esturiones, trufas y puré de nabos en grandes cantidades.

Para ese y sucesivos banquetes, a pedido de Sforza, Leonardo debió reformar y ampliar la enorme cocina del palacio, en la que trabajaba un numerosísimo personal bajo su mando.

Ahí fue que dio rienda suelta a su fantástica imaginación e inventó gran cantidad de aparatos (algunos de ellos insólitos, no siempre exitosos y a veces peligrosos) para limpiar, moler, rebanar, pelar y cortar verduras y carnes, así como artefactos como un extractor de humos, un transportador de troncos para alimentar permanentemente el fuego, una especie de asador automático, un calentador de agua alimentado con carbón, un gran cepillo giratorio para limpiar el piso de la cocina tirado por dos bueyes, una pala mezcladora de carnes, etcétera, etcétera.

La torrencial inventiva de Leonardo y el caos provocado en la cocina por algunos de sus aparatos y sus métodos no le gustó a los cocineros del palacio y Sforza terminó por darle al genio florentino otras tareas, entre ellas pintar un mural en el convento de Santa María delle Grazie. Se trató ni más ni menos que de una de las más grandes obras de la pintura universal: “La última cena”, a la que Leonardo dedicó tres años de su vida, en los que él y sus discípulos comieron más de lo que trabajaron, según el prior del convento. Fue la mejor pintura del mayor genio del Renacimiento, quizás porque en ella, además de lo religioso, la comida, su pasión, tenía mucho que ver.





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