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Los dos amigos rivales y la paz

El Nobel a Santos y cómo afecta el proceso y la complicada relación con Uribe
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10 de octubre de 2016 a las 05:00
Cuando entrevisté a Álvaro Uribe en la Casa de Nariño, hace ya algunos ayeres, me contó que se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana para hacer entre veinte y treinta minutos de yoga.
–¿¡Por qué tan temprano!?–pregunté absorto–. Digo, está bien el yoga, pero a esa hora debería estar prohibido.
Uribe rompió en una sonora carcajada, y luego explicó:
–Fíjese que me da una gran energía y serenidad; y es lo primero que hago antes de ver o leer nada. Las primeras decisiones y noticias del día pasan por ese tamiz".
Eso fue a fines de 2003. Y hasta donde sé, Uribe ha seguido con la misma rutina después de dejar la Presidencia de Colombia.

Curiosamente esa es también la hora (cuatro y media de la mañana) en que tradicionalmente el Comité Noruego da a conocer el ganador del Premio Nobel de la Paz. Sospecho que el viernes el expresidente ha de haber necesitado varias sesiones de yoga extra para tamizar esa noticia.
El anuncio de que el más prestigioso galardón de paz en el mundo había recaído este año sobre la figura del presidente Juan Manuel Santos se convirtió en un nuevo episodio de la larga saga de imponderables que ha rodeado al proceso de paz en Colombia. Y por supuesto, de la reñida pulseada que sobre él sostienen estos dos amigos rivales (en ese orden cronológico), que hasta no hace mucho supieron formar una dupla imbatible –cuando Uribe era presidente y Santos su ministro de Defensa–, doblegando de un modo a la guerrilla de las FARC que fue lo que en definitiva las orilló a sentarse otra vez a la mesa de negociaciones.

Pero para entonces, setiembre de 2012, de los amigos ya no quedaba nada. Y los rivales demostraron ser tan amargos como leales habían sido sus mutuos afectos de otrora. Al parecer, no había lugar en la política colombiana para estas dos figuras tan dominantes de la escena nacional como polarizantes.
No es que la opinión de los colombianos sobre el acuerdo con las FARC, y en particular el plebiscito, se haya personalizado totalmente. Los colombianos rechazaron el acuerdo el 2 de octubre en las urnas (y por fuera de estas) porque básicamente no estaban de acuerdo con que los cabecillas de la guerrilla no fueran a la cárcel, se les garantizaran diez bancas en el Congreso sin tener que obtener por ellas un solo voto, y se les otorgaran más de treinta emisoras de radio. Después de haber aterrorizado a Colombia por más de medio siglo, esas concesiones a las FARC resultaron un sapo demasiado grande de tragar para los votantes. Pero sin duda la dura oposición –sostenida a lo largo de las negociaciones– de un líder con el poder de convocatoria de Uribe contribuyó de manera importante a la desconfianza sobre los acuerdos de La Habana y, no menos, a las divisiones entre los colombianos.
Aunque si hablamos de divisiones, la ubicua campaña del gobierno por el Sí en el plebiscito no le fue en zaga. Y así la brecha parece hoy irreconciliable. Es curioso cómo el gobierno hizo las paces con las FARC, y lo que desató fue la guerra entre quienes estaban a favor y en contra de esa paz.
En estos cuatro años, el proceso había tenido innumerables idas y vueltas, marchas y contramarchas, pero nada como los escarpadísimos subibajas del último mes y medio, desde que Santos anunciara el fin del conflicto y, con ello, la fecha para la celebración del plebiscito.

En ese momento los ánimos de los colombianos se empezaron a crispar aceleradamente. Las campañas hicieron lo propio con sendos y frecuentes ataques y descalificaciones. Hasta llegar a la firma del acuerdo en Cartagena, la noche del 26 de setiembre, con un amplio respaldo de la comunidad internacional, la presencia de Ban Ki-moon, quince jefes de Estado, casi treinta cancilleres y numerosas personalidades de todo el mundo.

Es posible que toda esa "parafernalia" (como definieron a la ceremonia muchos colombianos), celebrada antes del plebiscito, haya influido en el inesperado triunfo del No seis días después. De hecho no fueron pocos los que en Colombia advirtieron ese día, en una típica expresión del vernáculo, que el gobierno estaba "ensillando antes de traer las bestias". No creo que haya sido una buena idea. Si afectó o no a quienes se sintieron excluidos de tan ecuménica fiesta celebrada en su propio patio y si eso revirtió las tendencias de la votación, tal vez nunca lo sepamos. Pero lo cierto es que algo cambió en esos días para que todas las encuestadoras se hayan equivocado de medio a medio.
Sin embargo, después del plebiscito y su sorpresivo resultado, las posiciones comenzaron a acercarse. No las de la gente que sigue dividida, sino las de los líderes. Visiblemente, las de los dos más importantes en todo este asunto: los amigos rivales. Santos y Uribe se reunieron el miércoles en la Casa de Nariño. No hubo abrazo de Monzón, pero sí apretón de manos y la promesa del presidente de llevar a la mesa de La Habana las inquietudes de Uribe y los votantes del No.

Podría ser el comienzo de una paz más digerible para los colombianos, una que estén dispuestos a apoyar por amplias mayorías, como se debe apoyar la paz. Una palabra que no tiene para todos el mismo significado, y que para muchos varía en función de su relación con la justicia. Lo importante es que garantice la reconciliación de los colombianos. Sin ella, cualquier paz que se firme puede ser flor de un día.

Todo ello nos remite a una interrogante: ¿El Nobel de Santos contribuye a esa reconciliación necesaria? No lo sabemos. Podría ser. O podría también, como la ceremonia de Cartagena, generar en alguna medida el efecto opuesto.

Pero la pregunta más importante: Si las figuras de Santos y Uribe no han cabido de buena manera en la política colombiana, ¿cabrán en la paz de Colombia? ¿Cabrá la paz en ambos al mismo tiempo? Tal el dilema de Colombia, el dilema de los dos amigos rivales.

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