Gabriel Pereyra

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Los gremios paran, el tiempo no: los chorros se matan entre ellos

Medio siglo de decadencia empiezan a pasar la cuenta y es una lotería saber quién la paga
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27 de agosto de 2015 a las 00:00

Esta no es una columna sobre la situación de la enseñanza, pero, de alguna forma, también lo es.

En los años 60 la guerra de Corea llevaba una década finalizada (y con ella el empuje a las exportaciones), la celeste ya no era campeona del mundo, unos ultras emprendían una guerrilla urbana y gente del campo empezaba a llegar en cantidades importantes a la capital, que los expulsaba hacia sus bordes. Al comienzo, los cantegriles eran feudos de las tradiciones blanca y colorada que traían consigo esos ciudadanos del interior, que en la ciudad empezaron a levantar rancheríos.

Esos hombres y mujeres que pasaron a habitar en los márgenes, tuvieron hijos y por un par de décadas (dictadura mediante, 1973-1985) mantuvieron las tradiciones. El cante era pachequista.

Pero esos hijos de los pioneros tuvieron hijos. En esas zonas, en los márgenes, empezaron a darse los mayores índices de natalidad. Si la tasa de reemplazo es de 2,1, el promedio general de natalidad en Uruguay ronda el 1,9, mientras que en los hogares pobres las mujeres tienen un promedio de casi cinco hijos.

El embarazo adolescente hizo que madres de 16 años se convirtieran en abuelas con 30 y bisabuelas antes de los 50, porque la pobreza se reproduce en forma geométrica.

Los hijos de los hijos ya no pensaban como sus padres, y fue cuando el cante pasó a ser frenteamplista.

Con cuatro generaciones del cantegril, no hay que ser master en sociología para aventurar que la próxima será otra generación del cantegril. ¿Y la otra?

Cuando como sociedad estamos mal económicamente, esos sectores sienten rápidamente el impacto. La mitad de la “clase media” está en condiciones de riesgo. No se precisa una tormenta, con una brisa bajan de escalón.

Cuando estamos bien, hay trabajo y el equilibrio en esos sectores se mantiene. Apenas se mantiene. Diez años de bonanza económica –período inédito en la economía contemporánea local- redujeron la pobreza de 39% a 17%. Impresionante. Pero buena parte de esos logros se alcanzó por la vía de la asistencia directa con dinero. Tienen más ingresos pero no aprendieron las herramientas que les permitan pasar de la chapa al ladrillo.

Empresas enteras levantaron campamento por la falta de mano de obra calificada y se fueron del país. Pescados, muchos pescados cuando hay plata, pero cuando no la hay no saben lo que es un anzuelo. Porque nadie les enseñó. Porque no aprendieron.

Seis de cada 10 no termina los estudios. No soñemos con Finlandia. En Argentina, los muchachos más pobres concluyen los estudios a una tasa de 40 de cada 100 que los iniciaron. En Uruguay, de 100 jóvenes pobres que arrancan a estudiar solo terminan seis (6, sí).

Y, recuerden, estos jóvenes son más que los jóvenes de otros estratos donde las tasas de estudio tampoco son dignas de elogio. En estos sectores, donde apenas 6 de cada 100 terminan los estudios, las mujeres tiene hijos al doble del ritmo de lo que lo hacen las de las clases pudientes.

Noventa y cuatro (94) de cada 100 de esos mismo jóvenes no pueden enfrentar los desafíos del mercado laboral. Y entonces se convierten en ni-ni. El defensor de menores Daniel Sayagués estima que casi la mitad de los adolescentes delincuentes son ni-ni, en general primarios que no tienen una cultura del delito. Pero la pueden adquirir, y la adquieren, rápidamente. Cuando los agarran van al INAU. No hay más que agregar sobre eso, ¿no?

En esas zonas, donde las madres son más prolíficas, los muchachos abandonan los estudios de a puñados y donde se crían incipientes delincuentes, están ocurriendo fenómenos de violencia que ya han ocurrido en otros países.

Algunos barrios tienen índices de homicidio que triplican a la media nacional. Están los homicidios en rapiñas, los homicidios por violencia doméstica, los homicidios “por cuestiones de momentos” (entre amigos, conocidos, socios) y están los ajustes de cuenta. Casi la mitad de los homicidios son ajustes de cuenta. “Son chorros que se matan entre chorros, dejálos”, suele ser un razonamiento que se oye a menudo.

En el fondo, es solo una descripción de lo que está ocurriendo. También es el resultado de un largo proceso que maduró en el guetto. Son homicidios difíciles de aclarar. O sea, homicidas sueltos. Por ahora disparan entre ellos, en pequeñas batallas locales que en naciones cercanas alcanzaron la dimensión de guerras, no como la de Corea, pero lo suficientemente graves como para poner en tela de juicio la institucionalidad y el control del Estado sobre el orden público. A veces pegan un salto y arrasan con su violencia a gente inocente, como ocurrió en México con los más de 50 estudiantes asesinados en grupo por narcotraficantes. Como ocurrió en estos días con una mestra que iba a comprar pasta y terminó muerta. Por ahora, la mayoría de los homicidios se dan entre “chorros”. Pero el tiempo, a diferencia de algunos gremios, no para.

Esta no es una columna sobre la situación de la enseñanza, pero, de alguna forma, también lo es.

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