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Martin Scorsese: una carrera cinematográfica rodeada por la fe

Su última película, Silencio, vuelve a un tema que ha estado presente de diversas formas en sus filmes
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20 de marzo de 2017 a las 05:00
El nombre de Martin Scorsese está asociado a un estilo muy particular de hacer cine, así como a una serie de tópicos sobre los que este director erigió su carrera en el séptimo arte: la violencia, el retrato del lado más pandillero de las calles (generalmente su Nueva York) y un acercamiento importante al mundo de la mafia. Sin embargo, las inquietudes de este destacado narrador giraron, también, sobre uno de los grandes misterios universales y antropológicos: la fe.

La relación de Scorsese con este concepto, más precisamente con la fe cristiana, estuvo presente desde su infancia en el barrio Little Italy, en Nueva York. Nacido en el seno de una familia de católicos no muy devotos, Scorsese deseó desde muy pequeño ser misionero. ¿Por qué? Porque para él la Iglesia era un lugar donde podía escapar de la realidad de su barrio, la única que por entonces conocía. "Confiaba en la Iglesia porque tenía sentido lo que predicaban, lo que enseñaban. Entendí que había una manera distinta de pensar, fuera del mundo cerrado, escondido, tenebroso y rudo en el que estaba creciendo", dijo el director a The New York Times.

Sus ansias de peregrinaje al servicio de la fe cesaron cuando descubrió su verdadero amor, el cine, pero desde el principio volcó su catolicismo al servicio del arte que lo haría reconocido. En sus películas, Scorsese explotó las tribulaciones internas de sus personajes y las vinculó a sus creencias, aunque muchas veces prescindió del concepto religioso de la fe, como sucede por ejemplo en su filme Taxi driver (1976).


Allí, el personaje de Robert De Niro, un excombatiente de la guerra de Vietnam que se pasa las noches girando en su taxi por las calles más sucias –en todos los sentidos– de Nueva York, lucha contra una crisis de fe, pero no en Dios, sino en la raza humana.

Calles peligrosas (1973), una de sus primeras aproximaciones al mundo de los gángsters, también pivoteaba sobre el conflicto del personaje principal –interpretado por Harvey Keitel– en torno a la redención de su alma pecadora. La frase con la que abre la película no podría ilustrarlo mejor: "Uno no limpia sus pecados en la Iglesia. Lo hace en las calles".

Inmersión religiosa

Scorsese, sin embargo, no tardó en meterse de lleno en la exploración de las religiones, y lo hizo con dos películas tan diferentes en su concepción como similares en la "humanización" de sus protagonistas. La primera fue La última tentación de Cristo (1988), que supuso una de las polémicas más sonadas de su carrera cómo trató el lado más terrenal de Jesús.

El abordaje molestó particularmente a los ejecutivos católicos de Hollywood y llevó incluso a que se intentara boicotear la película, o que una organización cristiana intentara comprarle la película a los estudios Universal para destruirla. A pesar de los contratiempos llegó a los cines y se convirtió en uno de los estrenos rentables del director.

Su siguiente diálogo con los misterios de la fe fue Kundun (1997), en la que pasó a explorar el universo del Dalai Lama, principal líder del budismo, a partir de su lado más humano. La película tenía el privilegio de ser una de las más "espirituales" de su filmografía. Hasta que llegó Silencio.

Dos décadas en desarrollo

Silencio, que se estrenó el pasado jueves en cines uruguayos, no fue un proyecto que se ideara de un día para el otro. Scorsese estuvo veintiséis años procesando y buscando filmar esta historia que, según ha dicho, es la película que siempre quiso rodar.

El filme se basa en la novela homónima del japonés Shusako Endo, que escribió este relato en 1966. La historia narra, desde el punto de vista de dos sacerdotes jesuitas en Japón, las terribles torturas que los cristianos debieron soportar por parte del Shogunato imperante en el siglo XVII, y de cómo esta religión fue proscrita y perseguida hasta desterrarla.

El libro llegó a manos de Scorsese en 1989. Instantáneamente se sintió atraído por la tormentosa prueba de fe a la que eran sometidos sus personajes y lo decidió: Silencio sería su siguiente película.
Sin embargo, debieron pasar casi 30 años y varias películas para que esta producción viera la luz y llegara a las salas de cine. Tal y como se podía prever, Silencio ha tomado por sorpresa a la audiencia por su relato, por su forma y la experiencia que significa asistir a su proyección (ver debajo).

Silencio
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Como su historia fílmica lo ha demostrado, Martin Scorsese es un hombre dedicado a la exploración de la fe en su sentido más cinematográfico, aún cuando las condiciones no estaban dadas para hacerlo ¿Seguirá ahondando en este tema ahora que ha cumplido la misión de filmar su "película soñada"? Es difícil saberlo, pero lo que es seguro es que con Silencio, Scorsese completa un ciclo que inició durante sus primeros años de vida en las calles de Little Italy.

Una prueba para el espectador

Lo primero que hay que tener en cuenta sobre Silencio es que el espectador no se encontrará con una sucesión de planos vibrantes y una narración vertiginosa, como sucedía en Los infiltrados (2006) o El lobo de Wall Street (2013), sus películas más recientes. En esta todo se toma su tiempo y para valorarla se deberá tener paciencia durante sus 160 minutos.

El ritmo narrativo de Silencio es muy pausado –por momentos cansino– y eso lleva a que la película pueda volverse repetitiva, algo que queda en evidencia en el segundo acto, cuando la intensidad baja aún más. ¿Significa esto que Silencio es una película aburrida? No, no lo es, pero su narración es tan demandante que puede desgastar al espectador.

En la primera hora y cuarto de filme, el director realiza un trabajo notable para hacer sentir al público el peligro que corren los misioneros portugueses –interpretados por Andrew Garfield y Adam Driver– en la exótica tierra de Japón. La selva, el miedo de los cristianos clandestinos y, sobre todo, el silencio que reina en la película se conjugan para incomodar y vivir en carne propia las persecuciones.
Justamente, una de las cosas que más sorprende de la película es su silencio: Scorsese no utiliza música para crear ambiente o emociones y lo deja todo en manos de una edición de sonido que acentúa los ruidos naturales y los vuelve amenazantes.

El periplo de los sacerdotes en busca de su mentor perdido en las selvas de Japón, entonces, transcurre entre traiciones, terrores, torturas y sacrificios, instancias que, a pesar de ser situaciones horribles, quedan realzadas por una fotografía bellísima que bien le podría haber valido el Oscar a la que estaba nominada.

Desde el punto de vista actoral, Andrew Gardfield realiza un buen trabajo llevando la película en sus hombros, aunque en un nivel inferior al desempeño que muestra en su anterior trabajo, Hasta el último hombre (2016). El mejor, sin embargo, es Liam Neeson, que con pocos minutos en pantalla se roba el filme.


La relevancia de Silencio está en su abordaje. Scorsese deja la violencia física de lado para mostrar la violencia que atenta contra el alma de los cristianos que son perseguidos en la historia. Así, la película parece querer alcanzar una épica que al final no tiene y uno se retira del cine un poco cansado y con la sensación de que podría haber sido más. Silencio es un Scorsese atípico y experimental, y se valora, aunque se queda a medio camino de sus trabajos más resaltables.

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