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México: ¿Estado fallido?

El gobierno niega que haya perdido el control de zonas en manos de narcos
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07 de enero de 2012 a las 20:48

Durante los últimos cinco años, hasta mediados de 2011, ejercí el periodismo en México. Según los informes de la Sociedad Interamericana de Prensa y de Reporteros sin Fronteras, es el país más peligroso del mundo para ejercer la profesión después de Pakistán. Sólo en 2011 siete periodistas fueron asesinados en ese país y varios son amenazados a diario, la gran mayoría por sus coberturas relacionadas con el narcotráfico. Pero todos esos delitos quedan impunes.

Y es que el acoso a los profesionales de la prensa es apenas una parte de un problema mucho mayor que hace tiempo viene desbordando al Estado mexicano y ya extiende sus tentáculos a otros países de América Latina: el enorme poder del narco, que controla buena parte de la economía mexicana, compra voluntades, acalla denuncias, financia campañas de políticos locales, toma pueblos enteros por asalto y asesina a aquellos que no se avienen a su ya extendida ley de “plata o plomo”.

Según el conteo de los principales diarios de circulación nacional en México, el año pasado hubo más de 12 mil asesinatos relacionados con la violencia del narcotráfico y cerca de 50 mil en los cinco años de gobierno de Felipe Calderón, que al poco tiempo de asumir la presidencia, en diciembre de 2006, lanzó una guerra frontal contra el narco sacando al Ejército a la calle y militarizando los estados más conflictivos. Pero el semanario Zeta –de la ciudad de Tijuana y especializado en cobertura del narcotráfico- ubica esa cifra por encima de los 60 mil muertos, basado en datos recabados por las secretarías de seguridad y ministerios públicos de todo el país.

Así, a pesar de haber puesto al Ejército a la lucha contra el narco, la violencia, lejos de disminuir, ha recrudecido y multiplicado. En 2007 la cifra de asesinatos relacionados con el narcotráfico fue de unos 2.200. Las decapitaciones y los secuestros también han aumentado en igual proporción en estos años.

Los carteles mexicanos de la droga han penetrado en un amplio sector de la población, ya sea por la gran cantidad de negocios que controlan y el dinero que mueven (lo que los colombianos en los años 80 llamaban “la narcoeconomía”), y por lo que los expertos en crimen organizado llaman “la feudalización”, que es la compra de políticos y autoridades locales, o por el terror que infunden en la población.

En los cinco años que estuve en México, viajé por buena parte del país en coberturas periodísticas no relacionadas con el narcotráfico, pero siempre hablando con los lugareños sobre el tema. Cerca de la frontera con Estados Unidos, donde varios carteles se disputan los corredores de la droga, pueblos enteros han sido tomados una y otra vez por comandos armados, han asesinado alcaldes, jefes de policía; y muchos agentes que no son asesinados terminan por ponerse al servicio del narcotráfico. En varias localidades, los mismos alcaldes han debido llegar al absurdo de mudarse al otro lado de la frontera, a Texas, sin renunciar al cargo, por temor a ser asesinados del lado mexicano; y es difícil encontrar a alguien que se quiera hacer cargo de la jefatura de Policía. Incluso en 2010, una estudiante de 20 años de edad debió asumir como jefa de policía en el municipio de Praxedis, Chihuahua, cercano a la frontera, porque nadie más se animaba a tomar el cargo. Hoy, ella, con toda su familia, vive en Estados Unidos donde han pedido asilo.

Meses antes, en el municipio de Guadalupe, cercano a Ciudad Juárez y donde los carteles de Juárez y Sinaloa se disputan las rutas para introducir la droga a Estados Unidos, asesinaron al alcalde y a varios policías. Los agentes que se salvaron de la masacre abandonaron la comisaría, dejando el pueblo de 9.000 habitantes a merced del narcotráfico. Casi toda la población debió huir hasta que el gobierno por fin retomó el control de la localidad.

Pero son cosas que suceden a menudo en diferentes municipios de la frontera. Y que mal que le pese al gobierno mexicano, son síntomas claros de lo que en ciencia política se conoce como “estados fallidos”, países donde el gobierno central no puede ejercer un control absoluto y tener lo que Weber llamaba “el monopolio de la fuerza” en algunas partes de su territorio. Un caso paradigmático de esa situación es Pakistán.

A principios de 2009, un informe del Departamento de Defensa de Estados Unidos señalaba a México como un posible estado fallido (junto a Pakistán) y advertía sobre los peligros de que el gobierno mexicano perdiera el control del territorio a manos de los carteles de la droga. Fue la primera mención que se hizo de México en ese sentido. Pero inmediatamente Calderón respondió con gran indignación, asegurando que la hipótesis del Pentágono era “totalmente falsa” y que no había una parte del territorio mexicano, “ni una sola”, que su gobierno no controlara. Desde entonces ha redoblado su postura de responsabilizar a Estados Unidos por la violencia en México.

Según el mandatario mexicano, por ser el mayor consumidor de drogas en el mundo y no controlar el tráfico de armas hacia su país, Estados Unidos es el principal responsable de la violencia en México.

La realidad es que el mercado mexicano de la cocaína y la marihuana también ha crecido enormemente en los últimos años, y que los carteles ya no solo se disputan los corredores para introducirla en Estados Unidos, sino también los propios territorios en México, como sucede en varios estados de la frontera y en Guerrero. En aquellos estados donde hay control de un solo cartel, en cambio, la violencia es considerablemente menor.

En 2010, viví seis meses y recorrí el estado de Michoacán, donde el cartel de La Familia controla todas las rutas y ejerce en buena parte de la entidad un poder paralelo al de las autoridades locales, entre las que además tiene penetración. En algunos pueblos de la llamada “tierra caliente”, como Apatzingán, Nueva Italia, La Huacana (y otros mencionados en el famoso corrido “Caminos de Michoacán”), muchas de las personas con las que hablé trabajaban de una u otra forma para el narcotráfico; y en La Huacana conocí hasta un campo de entrenamiento militar de La Familia. Pero lo que más me llamó la atención fue la seguridad que había en todas las ciudades, incluso en la capital del estado, Morelia.

Prácticamente no había robos ni delincuencia común, y se podía caminar tranquilamente a cualquier hora por la calle, algo totalmente inusual en la Ciudad de México y otras urbes del país.

Entonces, pregunté a varios en Morelia por aquella situación tan atípica. La repuesta era una sola: el narcotráfico se encarga de la delincuencia. “Los narcos los matan como perros si roban una sola cartera -me dijo un taxista de Morelia-. Los matan y del cuello les cuelgan un cartel, ‘eso te pasa por rata (ladrón)’, ¿quién va a querer seguir robando?”.

Lo cierto es que, estado fallido o no, los carteles de la droga ya constituyen un poder en México y comienzan a extenderse a otros países de América Latina. Según informes de la DEA, los carteles mexicanos ya operan en 16 países de la región, entre ellos Argentina, Paraguay y Uruguay, principalmente en el trasiego y elaboración de drogas sintéticas.

Habida cuenta de las cifras de asesinatos, la violencia y penetración del narco en México, no parece un dato para ser tomado a la ligera en estas latitudes.

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