Adolfo Garcé

Adolfo Garcé

Doctor en Ciencia Política, docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Udelar

Opinión > ANÁLISIS - ADOLFO GARCÉ

Muere Rodó, nace la democracia

Los cien años de su muerte y las razones para agradecer su obra
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03 de mayo de 2017 a las 01:16

El lunes pasado conmemoramos el centenario de la muerte de José Enrique Rodó. Soy de los que piensan que hay muchas razones para agradecer su obra. Quiero detenerme hoy en una dimensión relativamente poco transitada por los estudiosos y a la que, seguramente por desviación profesional, asigno especial relevancia. Me refiero al aporte de Rodó a la construcción de la democracia uruguaya. Como explicara paciente y definitivamente Robert Dahl, nace la democracia cuando el gobierno “tolera a la oposición”. Rodó, como es sabido, predicó la tolerancia. Enseñó, en general, a tolerar a los que piensan distinto. Enseñó, en particular a los colorados, a aceptar ser desplazados del poder que venían detentando desde 1865. Por supuesto, no diré que le debemos a Rodó la democracia. Solo quisiera, en esta fecha tan especial, subrayar esta dimensión de su innegable influencia.

Rodó, en tanto escritor, aportó indirectamente insumos para la construcción de la democracia cuando, junto con Carlos Vaz Ferreira, educó a la “opinión” (como le gustaba decir) en el respeto sincero a las ideas ajenas. No puede haber democracia en una sociedad intolerante.

En última instancia, la democracia es exactamente eso: el régimen político que considera igualmente legítimas preferencias esencialmente diferentes. Hace poco, en esta misma página, recordé el punto de vista de Rodó en la polémica sobre la “exclusión de los crucifijos de las salas de los hospitales”. En ese episodio, al que vuelvo a remitir, Rodó dejó una lección clave de liberalismo bien entendido.(1)

Sembrando la crítica del “jacobinismo” en la opinión pública, invitando a cada ciudadano a descubrir “la parte de verdad que se mezcla en toda convicción sincera” no hizo otra cosa que contribuir a pacificar una sociedad polarizada, crispada por décadas de guerras civiles nacidas de intentos de exclusión. Una sociedad que leyó a Rodó, y que lo elevó a la dimensión de Maestro de la Juventud, ya no puede aceptar hegemonías políticas. Dicho sea de paso, no debe ser casualidad: el eclipse, en los sesenta, de lo que Arturo Ardao llamaba el “magisterio” de Rodó y Vaz Ferreira, fue el prólogo de la polarización y del quiebre de la democracia.

Rodó, en tanto político, aportó directamente insumos para la construcción de la democracia cuando impulsó desde su cargo de diputado que la nueva constitución fuera elaborada en una Asamblea Constituyente integrada a través de la regla de la representación proporcional.

Rodó era absolutamente colorado. Para él la unidad del Estado era una cuestión de principios. Aceptaba, sí, la coparticipación territorial (instalada en la Paz de Abril de 1872, reformulada en el Pacto de la Cruz en 1897), pero como remedo imperfecto, es decir, como solución artificial y transitoria a la guerra sistemática entre las divisas. Pero, según él, no habría paz verdadera y duradera hasta que un gobierno legítimo pudiera ejercer su soberanía en todo el territorio nacional. A su vez, el gobierno solamente podría reclamar legítimamente ejercer la autoridad en todo el territorio si y solamente si surgía de “comicios libres” y no del “fraude que envilece”.

Pero Rodó da un paso más. Se atrevió a decirle a los colorados que debían, incluso, aceptar perder. Me permito transcribir un pasaje clave del que, para mí, es su mejor discurso político en el Parlamento. Dijo: “Siempre que me ha tocado hablar a la juventud de mi partido, o escribir sobre política de actualidad, no he tenido reparo en decir a mis correligionarios y mis amigos que el Partido Colorado debe renovar su predominio en la fuente legítima del sufragio, si se considera digno de seguir gobernando la República; porque después de cuarenta años consecutivos de gobierno empieza ya a tomar los caracteres de una gran anomalía histórica esta perpetuación indefinida en el poder sin títulos saneados de legalidad. ¡Sí! Es la verdad; hay que decirlo porque es la verdad. Pues bien, señor presidente: complemento esa declaración, que he hecho reiteradas veces, agregando que, si el partido nacionalista, en comicios libres, llega alguna vez a mejorar las posiciones que tiene dentro del poder legislativo, yo, como colorado, lo sentiré mucho, porque tengo sentimiento partidario; pero como ciudadano, como legislador, como escritor pondré incondicionalmente mi voto, mi palabra, mi pluma, para contribuir a sofocar y a rechazar toda protesta que se levante contra ese hecho natural dentro del régimen de las instituciones”.(2)

Suele decirse que la crítica del “utilitarismo” norteamericano debilitó el naciente capitalismo uruguayo. Es posible que así sea. Pero, quien admita esto, tendrá que reconocer también, simplemente por simetría, que Rodó contribuyó a sentar las bases de la democracia uruguaya. El clímax del magisterio rodoniano coincidió temporalmente con el momento clave de las negociaciones interpartidarias que derivaron en la Convención que elaboró la Constitución de 1918. Los tiempos intelectuales “calzaron” con los tiempos políticos. Es sabido que es muy difícil determinar el poder político efectivo de las ideas. Pero me parece obvio que ambos procesos están conectados causalmente. A la hora de juzgar el balance de Rodó habrá que poner en un platillo de la balanza lo que le puede haber restado al desarrollo capitalista uruguayo y, en el otro, lo que seguramente sumó a la construcción republicana.


1 Ver: http://www.elobservador.com.uy/la-estatua-la-virgen-maria-como-pedagogia-la-tolerancia-n1059908

2 Ver: José Enrique Rodó, “Sobre una paz permanente”, discurso en la sesión de diputados del 6 de abril de 1903, Obras completas, Aguilar, Madrid, 1967, pp. 1102-1103.

Adolfo Garcé - Doctor en Ciencia Política, docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República

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