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Noruega: tierras vikingas

Caminos que tantos años atrás fueron surcados solo por vikingos, los reyes guerreros. El cabo más al norte de Europa continental, fiordos y cataratas. Noruega lo tiene todo
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27 de febrero de 2014 a las 16:31

Caminar por las calles de Oslo con amigos varones puede bajar la autoestima de cualquier mujer. Entre mate y mate, estos amigos (que, dio la casualidad, eran argentinos) no podían dejar los ojos quietos cada vez que una noruega pasaba cerca. No es que en su país natal no haya mujeres que roben miradas, pero estas personas del norte tienen un frío encanto, una apariencia glaciar que al latin lover lo intriga.

Oslo, igual que las personas que viven allí, es hermoso. Bien dicen que las ciudades son reflejo de quienes las habitan y, en esta ciudad, no podría ser más asimilable: todo el lugar respira aires de organización, cuadras rectas y calles con tránsito prolijo. No hay tarros de basura, pero tampoco mugre en el piso. Al contrario, los parques, que disfrutan de aire puro todo el año pero que solo se llenan de follaje cuatro o cinco meses, esos parques llenos de flores coloridas y árboles, están desparramados por toda la ciudad. Y si hay algo que destaca a Oslo sobre las demás ciudades (especialmente las capitales del norte de Europa) es la cantidad de arte público. Estatuas por todas partes. Tanto es así, que el Estado donó una gran parte de tierra a un escultor nacional.

Humanos de hormigón

Treinta y dos hectáreas de parque fue el regalo del ayuntamiento de la ciudad al escultor Gustav Vigeland. A cambio, él regaló la obra de su vida: esculturas que simbolizan los diferentes momentos y estados de ánimo de los seres humanos. Pero el artista puso una condición: que nunca se cobrara entrada al lugar y que nunca se cerrara. Esto quiere decir que está abierto en Navidad, Año Nuevo e incluso el Día de los Trabajadores. Una de las obras más populares del parque es la de un niño en medio de un berrinche; con ambos puños apretados y uno de los piecitos levantados, en el momento justo antes de golpear el piso. Por alguna razón que desconozco (después de todo, hay cosas más agradables que un bebé en medio de un llanto descolocado), ese nene tiene fotos con personas de todas partes del mundo.

Noruega significa “el camino hacia el norte” en las lenguas germánicas

Incluso Evard Munch tiene su propio museo en Noruega y el bar de la esquina, al que solía concurrir con otros amigos artistas, promueve su negocio con semejante anuncio. Tuve el gusto de poder asistir a una exposición de obras originales de este pintor alemán en la Galería Nacional de Oslo. Oslo es arte; como las esculturas de leones afuera del edificio del Parlamento o la Opera House, un imponente edificio lleno de formas, idas y vueltas, que incluso tiene en el techo un cartel que dice: “Prohibido patinar”.

El martillo de Thor

Este país que es tan rico en todos los sentidos no puede ser menos en historia. Y es acá cuando los vikingos entran en el cuadro. Aquella raza guerrera y conquistadora que se presume que fueron los primeros en dar la vuelta al mundo y en causar terror en toda Europa por sus saqueos son los antepasados de las personas que hoy caminan por las calles noruegas. “Hay un museo a las afueras de Oslo que tiene restos de tres barcos vikingos”. Eso fue lo único que leí del museo y sin pensarlo dos veces me subí al primer bus que me llevará cerca. Un matrimonio argentino tuvo la misma idea que yo, se sentaron detrás de mí y, para mi mala suerte, la mujer pasó los 40 minutos de viaje leyendo la guía turística de la ciudad en voz alta y pidiéndole cada tanto a su marido que prestara atención. Pero la verdad es que la distancia acerca. El hecho de que tuvieran un acento tan parecido al mío (y ni mencionar que hablaran mi mismo idioma), me llevó a girar la cabeza hacia ellos y preguntarles si eran argentinos. Ella, museóloga jubilada, según me contó, tenía una lista de todos los museos que quería visitar en su paso por el mar Báltico. Él, como pude observar una vez que entramos al museo de los barcos vikingos, no estaba tan encantado con la lista de su mujer. Sin embargo, caminó justo a ella, escuchando todos los datos que daba sobre cada resto de barco encontrado.

En el Ayuntamiento de Oslo es donde se entrega el premio Nobel de la Paz

El museo en sí resultó ser una desilusión. Los barcos eran vikingos, pero en la descripción se olvidaron de agregar la palabra “fúnebres”: eran botes en los que se acostaba al difunto (generalmente rey o persona con mucho capital), con sus posesiones más valiosas. En el bote también estaba su dama de compañía, para que el difunto no se sintiese solo o para que su pasaje al otro mundo fuera más leve. Muchas veces, al caminar por pueblos o trepar montañas en Noruega, sentí algo de envidia por esos vikingos que supieron tener todas esas maravillas naturales para ellos solos. Noruega es un lugar increíble para los amantes de la naturaleza. A los que, en cambio, les gusta ir de compras, les recomiendo que lleven una billetera gorda… y que no vayan al norte. Noruega es un país excesivamente caro gracias a su nivel de ingresos medios. Pero para nosotros, los que vamos de paso, una visita a TGI Friday’s por una hamburguesa con papas puede significar una cuenta de más de 40 dólares. Al dejar la capital noruega, también dejamos atrás varias comodidades, como la de tener tiempo para sentarse a comer. Había tanto para hacer y tantas cosas que queríamos ver, que lo más habitual era comer caminando.

Las siete hermanas

Cruzar el fiordo de Geiranger es una de las mejores experiencias que pude tener en Noruega. No importa el tamaño del barco en el que se cruce desde Hellesylt a Geiranger (ni hablar si es que se cruza de un punto al otro a pie), no importa en qué parte del fiordo uno se encuentre, la sensación que tenía, lo que no podía dejar de pensar era: “Soy tan pequeña”. Noruega tiene el poder de demostrarle al ser humano lo pequeño e insignificante que puede llegar a ser. Allí, en medio de dos paredes de rocas gigantes, fue cuando me ganó la naturaleza. Desde lo alto de la tierra, desde donde cubren las nubes y caen cascadas de diferentes formas y tamaños por laderas casi verticales. Entre esas cascadas se incluyen las Siete hermanas. Como lo indica el nombre, son siete cascadas que con tamaños similares bajan la ladera de forma casi idéntica. Un amigo que ya había pasado antes por esos fiordos me contó que estaba esperando poca cosa, que iba a sentirme desilusionada cuando al fin llegáramos a esas cascadas, pero no fue así. Son hilos de agua que bajan de forma constante, que no se desvían de su ruta. Al llegar a Geiranger encontramos que el mayor atractivo del lugar (y casi la única actividad para hacer) era subir la montaña. Así que, sin otro plan y con un par de botas muy incómodas, seguí a mis dos amigos montaña arriba. Los que viajaban conmigo tenían, sobre todas las cosas, mejor disposición que yo para trepar montañas. Yo nada más tenía la cámara de fotos. Pero pensé: “¿Cuántas veces voy a tener la posibilidad de conquistar esas montañas que minutos antes me habían hecho sentir tan insignificante?” Recorrimos caminos angostos, trepamos troncos caídos y nos cuidamos de no caer en las pequeñas corrientes de agua que de vez en cuando aparecían en la montaña. Mientras tanto, los tres sacábamos fotos y conversábamos. Al llegar al punto que para mí fue límite, la vista hacia todo lo que habíamos dejado abajo fue tan conmovedora que enseguida olvidamos las caídas y raspones que ganamos al subir.

El fin del mundo: Cabo Norte

Continuamos el viaje, siempre hacia el norte (hasta tengo un diploma souvenir por cruzar el círculo polar ártico). Siempre al norte por el mar de Noruega hasta que llegamos adonde se acaba la tierra. Cabo Norte es el punto más (valga la redundancia) norte de Europa. Es el fin del mundo. Llegamos en bus después de horas de transitar rutas tranquilas, de cruzar pocos autos, ver muchas montañas, lagunas de agua cristalina y verde por todos lados. Era julio y era verano. Sin embargo, no tenía nada en común con el tipo de verano al que Uruguay me tiene acostumbrada. No dejaba los guantes ni la bufanda en todo el día y, aunque los días eran soleados, una brisa helada corría a nuestro alrededor. Y al llegar al cabo: desolación. Realmente se siente como que ya no hay nada. Barrancos gigantes que mueren en torrentes de agua que atacan esas paredes. El mundo se acaba allí, detrás de un marcador de la latitud y la longitud, de una escultura que representa al mundo y de una tienda de souvenirs. Luego de esos barrancos ya no hay nada. Pasamos siete días continuos con luz de sol. Con continuo me refiero a que el astro mayor nunca se ocultaba, llegaba al horizonte, iluminaba el ambiente con esa luz anaranjada de atardecer y debía mirar el reloj dos veces cuando marcaba la medianoche.

Vino chileno en el Polo Norte

Hay una isla al norte de Noruega: Svalbard, en la que la definición de “verano” que he tratado de expresar en párrafos anteriores se desbarató por completo en mi cabeza. Al llegar a Longyearbyen no solo eran la bufanda y los guantes, sino que también había que saltar para mantener la circulación, quedarme cerca de mis amigos para pasar calor… y jugar con la nieve. Sí, verano. Ese día estaban conmigo Daniel y Facundo, chileno y argentino respectivamente. Ninguno de los dos, hasta ese día, habían visto nieve, así que al llegar al lugar y ver que en las montañas quedaban restos del invierno, salieron corriendo para tocarla. Y por esa cuestión de que la circulación debía seguir su curso, corrí detrás de ellos sin cuidar donde pisaba, embarrando y mojando mi calzado, hasta que estuve tan cerca de mis amigos que me gané una bola de nieve en la campera. Para volver a sentir los dedos de los pies, después de la odisea de la nieve con los dos niños que tenía por amigos, entramos al café en la única calle con construcciones que había en ese pueblo. Esas casas eran, igual que ese verano, muy extrañas: parecían de ese material en que están construidos los contenedores en el puerto, todas tenían escaleras que subían a un segundo piso y una puerta que daba a la nada, al aire, que sería justo donde queda el promedio de la nieve en el invierno. El café estaba en el mismo espacio físico que el supermercado. Caminando entre góndola y góndola fue que Daniel llegó a los vinos chilenos. El precio estaba por encima de su valor pero no tanto comparado con los precios normales en Noruega, entonces el chileno, con una botella de Concha y Toro en sus manos, se planteó la idea de comprarlo, de tener algo de su casa, de su propia tierra, aunque estuviera en la otra punta del mundo. Pasa que de ir y venir, de estar acá y allá, no me doy cuenta de dónde estoy. Necesito pensar en el mapamundi y colocar un punto rojo con una flecha que indique: estoy aquí. En Noruega, especialmente en el Polo Norte, no coloqué ese punto rojo en mi mapa hasta que mi amigo me mostró algo tan cercano a mi vida ordinaria: mi continente; mis veranos calurosos y sin nieve. Ese vino, aunque exportado del otro lado de la cordillera, seguía perteneciéndome; estaba escrito en mi idioma y viajó casi la misma distancia que yo. En ese momento, tanto el vino como yo estábamos tan lejos de casa como podíamos estar. En un verano que era invierno, en el polo opuesto.

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