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Pellegrino Santucci: el triunfo del buen servicio

De un pueblito perdido de Italia a montar una gran empresa. El empresario Pellegrino Santucci vino a Uruguay hace más de 60 años solo con una valija y logró que su apellido se convirtiera en referente de la actividad gastronómica profesional
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15 de septiembre de 2017 a las 05:00

En la mañana de ese sábado, Pellegrino Santucci estaba en la oficina del segundo piso del local de equipamiento gastronómico que lleva su nombre, ubicado en la esquina de avenida Italia y Santana. Subo la escalera central, rodeada de los brillos del acero inoxidable, entre ollas, sartenes, exprimidores, los colores brillantes de espátulas, pinzas, medidores, y de la luz de una gran claraboya. El fundador de Santucci Equipamiento, de casi 80 años, parece muy entretenido con la sesión de fotos y sigue con atención las indicaciones del fotógrafo y la productora de Seisgrados. Ya le habían hecho entrevistas, pero nunca, reconoció, le habían sacado tantas fotos. En la oficina un cuadro sobresale: la fotografía de un pueblito que parece "trepado" a una montaña. Lo acompaña un afiche de productos gastronómicos con una cantidad de chefs que blanden felices sus instrumentos y otra foto, la del local donde nos encontramos.

Yo venía con la expectativa de escuchar en italiano las historias de este inmigrante que llegó a Uruguay con 21 años a principios de la década de 1960. Pero eso quedó rápidamente por el camino. El fotógrafo propuso seguir sacando unas fotos más durante la entrevista. Es algo usual: les gusta tener algunas opciones donde el entrevistado no esté posando y se puedan captar gestos, movimientos de las manos. Sin embargo, me di cuenta de que en un momento dejó de sacar fotos y se sentó, al igual que la productora, a escuchar. Santucci había empezado a contar su historia y uno podía ir tildando todos los elementos básicos de los relatos de inmigrantes: las necesidades de partir, los sacrificios, las ganas de salir adelante, la familia como prioridad, que los hijos tengan la formación que no se tuvo, el trabajo como columna vertebral de todo. Historias que en un país hecho por inmigrantes todos traemos en la sangre; pero que cada vez que las volvemos a escuchar quedamos inevitablemente atrapados. Y preferí que Santucci siguiera hablando en español, con un acento leve pero reconocible, y nadie perdiera detalle.

Energía incansable

Ya está retirado de la empresa (hubo una división "justa" entre sus dos hijos), pero me habían dicho que él cada tanto se daba una vuelta. "Todos los días vengo. ¿Qué me voy a quedar haciendo en mi casa?", me corrige con gracia y vehemencia. Santucci dice que es casi como cuando trabajaba: se levanta temprano, se da una vuelta por la fábrica y a media mañana va para el local de avenida Italia. Está satisfecho porque sus hijos y su nuera llevan adelante el negocio con capacidad y son "amables con el personal". "La gran suerte que he tenido es que mis hijos estén conmigo, integrados a lo que hice. Cuando uno es joven tiene que ponerse una meta de adónde quiere llegar y yo superé mi meta, gracias a Dios. Primero, tener la familia unida, y segundo, que viva bien. Y ellos me superaron a mí y eso me halaga. Tuvieron otras oportunidades porque contaron con otros cimientos que yo no tuve. Cuando vine, solo tenía una valija, como todo inmigrante. Empecé de abajo abajo. Cuando ellos tenían 8 y 10 años los llevé a Italia por primera vez. Era todo un orgullo para mí el poder llevarlos. No fue fácil, pero logramos una buena familia y un futuro", reflexiona.

Accidentes de la vida

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En pocos días, Santucci viajará de nuevo a Italia, a su Sassinoro natal, en las cercanías de Nápoles, al sur del país. "Mi pueblito", dice señalando la foto. "Vea, tiene como una forma de pirámide". De allí partió hace más de 60 años. En Montevideo lo esperaban un hermano y un tío. Le sorprendió la modernidad de la ciudad, las avenidas (en su pueblo solo había calles de tierra). La primera semana trabajó en Los Cerrillos, pero no quería dedicarse a labores de la tierra. "Para eso me voy de vuelta", pensó y aceptó otro trabajo en una metalúrgica, donde aprendió a hacer ventanas de aluminio y herrería. Pronto ya estaba haciendo horas extras en otra empresa, la de un italiano que fabricaba máquinas de café. Trabajaba desde las 6 hasta las 17 en la metalúrgica y después en la fábrica hasta las 22. Así dice que hizo su "primer pie". Al patrón italiano le gustó cómo trabajaba y le propuso tiempo completo. Y después sucedió lo que Santucci llama un "accidente" de la vida.

"Un día el patrón me llama al escritorio. Me dice: 'Santucci, yo no quiero trabajar más, voy a vender la fábrica y el comprador vas a ser vos'. ¿Qué voy a comprar?, le respondo. No tenía un peso, me estaba haciendo una casa por el hipódromo. Pero él insiste: 'Yo sé que me la vas a pagar, porque quiero que me la paguen con trabajo'", recuerda el empresario.

Con la ayuda de otros italianos, Santucci estaba construyendo su casa, y había tenido la precaución de proyectar un garaje grande (pensando que podía trabajar en él). Acordaron el pago de dos máquinas de café por mes y el 10 de enero de 1965 —recuerda con precisión— trasladó el equipo de la fábrica a su garaje. "¿Y empezó a irle bien?", le pregunto. "No, no se vendía muy bien", ríe, y me cuenta que había bastante competencia, otras tres fábricas que hacían equipamiento para profesionales gastronómicos de las que hoy no queda ninguna.

Y llegó el año 1969, muy convulsionado a nivel político. El trabajo escaseaba y las cosas se pusieron difíciles para el negocio ("a veces no teníamos luz por tres o cuatro días"). Su socio, "un uruguayo muy serio", se quedó al frente de la empresa mientras Santucci seguía el consejo de un amigo con el que se había criado en Italia y que lo invitó a trabajar a Estados Unidos. En seis meses, trabajando de herrero, ganó cuatro veces más de lo que hubiera obtenido en Uruguay. Trabajaba en el Bronx: de un lado un barrio acomodado, de grandes caserones que, al cruzar las vías del ferrocarril, se convertía en una zona pobre, de casas ocupadas.

Regresó con 3.000 "dólar". Mucho dinero para aquel entonces. Agrandó la fábrica, compró máquinas y, sobre todo, destinó dinero a su casa, para poder casarse. Es que hacía unos años había conocido, por otro "accidente" de la vida, en un baile de Casa de Galicia a quien sería su esposa. "Palabra va, palabra viene, cuando quisimos acordar hablamos como cinco o seis años", recuerda Santucci. Contaba con una casa pero para casarse había que "tenerla bien" y poder mantener a una familia.

Ni un solo enemigo atrás

A comienzo de los años de 1970, su socio uruguayo, cansado, emigró a Australia y él, "haciendo las cosas bien" empezó a tener mucho trabajo. Ese hacer bien fue la clave de crecimiento que lo acompañaría: poner el foco en el cliente. "Al principio, los clientes estaban absorbidos por las otras fábricas. Yo estaba contra murallas, los otros eran grandes, nosotros chiquitos, pero no daban el servicio que daba yo. Me llamaban a las 10 de la noche y yo iba. Los otros no vendían repuestos y cuando el cliente venía a mi casa yo solo le preguntaba qué necesitaba y se lo conseguía. Así me hice. Así fui escalando. Lo que vale más es el servicio", sentencia.

Y recuerda la frase que siempre repetía a sus empleados, y también después, a sus hijos: "Nunca dejes un enemigo atrás". Porque para Santucci, una persona mal atendida se convierte en un enemigo que te liquida después: "Hay que atender a la gente como se debe, aunque tengas que perder plata. Cuántas veces he perdido plata pero gané por otro lado, gané después".

Por el año 1977 ya había empezado a hacer también cocinas y la fábrica le quedó chica. Compró un terreno en la calle Isabela y construyó otra planta, "que tenía otra jerarquía", a la que se mudó en 1979. Durante la década de 1980 no se perdió ni una de las exposiciones gastronómicas en Milán, donde se contactaba con fabricantes de máquinas de café a los que compraba repuestos. "Llegué a hacer las máquinas de café todas automáticas, que todavía hay en los boliches", apunta. Tenía unos 30 obreros especializados y el negocio de fabricación venía bien, pero en los noventa todo cambió: una mayor apertura hizo que llegaran máquinas importadas de todo el mundo. Reconoce que "perdió pie" pero apeló a sus conexiones en Italia y empezó él también a importar todo lo relacionado con el rubro gastronómico. Cuando visitó nuevamente Italia, los fabricantes lo felicitaron: no habían tenido nunca un vendedor que hubiera vendido tantas máquinas de café en solo dos años, y menos en un mercado tan chico. Y así la planta de Isabela, fue quedándole chica.

Santucci empezó a recorrer a menudo avenida Italia. Iba de un lado a otro, le gustaba esa vía de la ciudad. Había pocos comercios, pero mucho tránsito ("un lugar de pasaje impresionante") y visibilidad. Hasta que un día vio que la casa de la esquina Santana se vendía y la compró. Se entusiasma al recordar cómo él mismo hizo una maqueta de metal de lo que quería y se la dio al arquitecto, que pulió la idea; cómo levantaron la estructura de hierro, las vigas altas y cómo lograron darle fortaleza a la construcción. Se dedicaba a vender equipamiento a profesionales pero un día decidió incursionar en lo masivo, fue así que sumó a Santucci Equipamiento el local de Amo Cocinar, que se enfoca en ofrecer utensilios de cocina divertidos y con diseño para el hogar.

El fotógrafo le pide unas fotos más, y la productora, rápida, señala el cuadrito con la foto del pueblo. Santucci lo toma en sus manos y resulta inevitable hablar de las clásicas diferencias entre el norte y el sur de Italia; entre la seriedad y la alegría; entre los que son más rígidos y aquellos que uno se encuentra y da la impresión de que los conoce de toda la vida. "Lo que pasa es que los del sur son bastante pícaros", le digo en broma. Santucci me mira y sonríe: "La vida es linda, pero sin picardía no tiene gracia, ¿verdad?".

Una cuestión de expectativas

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La productora y el fotógrafo se despiden. "Pero, qué lástima, no les ofrecí ni un café", se lamenta Santucci. "Usted sí se toma uno, ¿verdad?", me propone. En la planta baja, al fondo, detrás de un coqueto mostrador con banquetas, está la máquina de café, reluciente, con los granos de café en la parte de arriba, lista para agasajar a los clientes. El propio Santucci se pone al mando de la máquina. La manipula y pone el pocillo. Seguimos la charla con el aroma del café de por medio. Santucci ve bien a los uruguayos económicamente pero señala que viven estresados por lo material. Para él, todo se reduce al nivel de expectativas. Recuerda cómo su primer vehículo fue una bicicleta y que después, durante unos cinco años, tuvo una moto, en la que iba a hacer los services.

"Si tú no tenés las cosas y no las tiene otro, no te importa. Yo no tenía, pero los demás tampoco. Había que luchar para llegar, pero con tener una moto me sentía un rey. Después tuve un coche y fui mejorando. Siempre me acordaba de cuando era chico, que no tenía nada. La vida era así, no conocíamos mucho. Cuando conocés, ves lo que tienen los demás que tú no. Cuando uno empieza tiene que hacerlo con mucha cautela. Hoy todo el mundo que tiene un negocio enseguida quiere tener coche y de todo. Ahí vienen los líos, porque después no lo pueden pagar", explica de un tirón.

Recuerda que ayudó a mucha gente que se iniciaba, pero algunos le quedaron debiendo dinero. No les guarda rencor, considera que son personas que no se supieron superar: "Muchas veces no es maldad, es ignorancia". Y su memoria lo lleva hasta el verano del año 1979 en Punta del Este, "una temporada excelente". Hubo tantos pedidos que tuvieron que trabajar día y noche, y cada tres días cargaban la camioneta Indio para llevar las máquinas hacia el este. Tanto vendió que pudo terminar de pagar los gastos de la construcción de la fábrica en la calle Isabela. Pero uno de esos compradores de Punta del Este hasta el día de hoy le está debiendo. "En la vida, hay que saber ganar y hay que saber perder. Tuve la suerte de trabajar en algo que me gustaba. Yo sabía que si me portaba bien con la gente, era difícil que no me pagaran. Pero siempre algún caso hay. Hay que portarse bien siempre, con la frente alta y no dejar enemigos atrás", resume.

No hace falta, pero con una sonrisa insiste en acompañarme hasta la puerta. Le comento que, seguramente, su simpatía debe haber sido una ventaja y que también habrá tenido que ver en su crecimiento empresarial. Me mira pensativo y me concede un "puede ser". "Buon viaggio, Santucci, ¿se va a quedar mucho tiempo en Italia?", le digo. Con un susurro confiesa: "No mucho. ¿Sabe qué pasa? Si estoy mucho tiempo fuera, empiezo a extrañar a Uruguay".

Aquí y allá

En todos estos años, Pellegrino Santucci ha regresado muchas veces a Italia y a su pueblo natal, Sassinoro. Lo primero que hace es comprar un buen jamón (hace el gesto característico de juntar los dedos y llevárselos a la boca). También aprovecha para comer platos como conejo, que allá tienen un sabor diferente vinculado, dice, al clima de montaña y recuerda cómo su madre lo preparaba. Destaca la tranquilidad con que se vive en el pequeño pueblo. "No viajan como nosotros pero no les falta nada, todos tienen coche y viven con las puertas abiertas. En Uruguay la gente es amable y económicamente no se vive mal —el que vive mal es el que no quiere trabajar—, pero ahora la delincuencia nos golpea. Lo que veo mal es la seguridad que no tenemos", apunta.

Pasatiempos lindos

"Esa sí que es una buena pregunta", ríe a carcajadas Santucci cuando le consulto cómo se lleva con los teléfonos inteligentes e internet. Su celular está siempre lleno por todos los videos que intercambia por Whatsapp con amigos. Me muestra uno "maravilloso" que un sobrino le envió sobre paisajes de China. "Es un pasatiempo lindo", reconoce. Otra cosa que le gusta son las reuniones que se hacen los segundos domingos de cada mes en el club de su región, Campania, en el barrio de la Unión. Almuerzos de pasta y largas sobremesas en las que abundan recuerdos y, sobre todo, música. "Me hace acordar a la música que escuchábamos cuando éramos chicos. Yo me crié sin radio. Escuchaba a la gente cantar. Las personas eran alegres, ahora cuando voy me parece que están más tristes. Mi padre trabajaba la tierra y contrataba muchachos y muchachas que cantaban mientras carpían o cosechaban. Se hacían competencias, desafíos de canto", rememora.

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