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Que no valga la pena

Cómo impedir que Uruguay se convierta en un narcoestado
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04 de junio de 2016 a las 05:00
Los esporádicos estallidos de violencia en zonas marginales a veces expresan furia y fracaso, y también son parte de una batalla por territorio que se pelea día a día en casi cada rincón de Montevideo.

Pequeños narcotraficantes, delincuentes comunes y jóvenes indignados enfrentan a la Policía como protesta o en procura de un "territorio liberado".

Ocurrió el viernes 27 en el barrio Marconi. Pero la mayoría de las veces los "narcos" pelean entre sí por áreas de venta, deudas impagas o por "mejicaneadas" varias. Esa guerra, aún de baja intensidad, explica casi la tercera parte de los homicidios y ya provoca secuestros, torturas, desapariciones y enterramientos clandestinos, una terrible etapa superior de la lucha.

Montevideo tuvo siempre zonas marginales habitadas por los más pobres y los recién llegados. A pocas cuadras de la calle Sarandí, el eje sociopolítico de la ciudad en el siglo XIX, se amontonaban los negros libertos y los europeos miserables arribados en busca de pan y libertad. Junto al teatro Solís florecían los conventillos.

La gran migración campo-ciudad, un fenómeno mundial, en Uruguay se generalizó temprano, a partir de la Gran Depresión. El éxodo fue inmenso. En 1929 solo el 29% de la población uruguaya estaba en el departamento de Montevideo; apenas 34 años más tarde, en 1963, la capital reunía el 50,5% del total. Desde fines de la década de 1950, con la economía en crisis, la capital uruguaya se rodeó de asentamientos paupérrimos, llamados irónicamente "cantegriles", una alusión al Cantegril Country Club de Punta del Este, que inauguró su sede en 1947.

La pobreza y la marginación treparon en las décadas de 1930, 1960 y 1970 y durante la crisis de 1982; se redujeron drásticamente entre 1986 y 2001; crecieron en forma vertical en 2002-2003; y de nuevo cayeron en picada entre 2004 y el presente. Pero esas mediciones, que se hacen sobre todo según ingreso en dinero, no evalúan la decisiva dimensión sociocultural del problema.

Algunas familias que se hunden durante los períodos de crisis tienen recursos (educación, entrenamiento laboral, red familiar, estímulos morales) que les permitirán salir a flote con la recuperación económica. Pero al menos unos 200 mil uruguayos siguen siendo marginales –respecto a los valores del grueso de la sociedad– sin importar su nivel de ingresos o el ciclo económico. El desempleo es y será tres o cuatro veces más alto en Casavalle que en Parque Batlle.

El delito aumentó en Uruguay en forma vertical en las últimas tres décadas, cuando las garantías de la ley y las tendencias liberales pusieron fin a una larga era de abusos autoritarios. Las dictaduras suelen ser eficaces para reducir las transgresiones.

La miseria material crónica estimula el delito. Pero hay muchas otras causas: códigos morales alternativos o inexistentes, desequilibrios psíquicos, anhelo de más consumo, desesperanza, sentirse expulsado por el sistema predominante, percibir un bajo riesgo de castigo. El narcotráfico es una variedad particularmente arrolladora del delito, pues está empujada por la adicción además del lucro.
En 10 o 20 años el narcotráfico puede apoderarse de una cuota significativa de la sociedad y del Estado uruguayo y convertirlos en caricaturas: empresarios, policías, jueces, políticos y periodistas "narcos", masas pauperizadas, legiones de prostitutas, ricos en sus guetos y una oligarquía en Miami. Es un dibujo cruel, pero se parece a lo que ocurre en muchas zonas de México, Venezuela, Colombia, Brasil y algunos países de América Central. Chile y Uruguay van en el furgón de cola, pero van.

La otra opción es que el Estado logre generalizar políticas exitosas de educación temprana, asistencia material condicionada, servicios públicos adecuados, ejercicio de la autoridad y represión eficiente. Entonces podrá ganarle la guerra al "narco" o señalarle límites, hasta una coexistencia inestable. Algo de eso ocurrió en Estados Unidos en la década de 1990, cuando la violencia provocada por el crack –una cocaína para pobres, hermana de la pasta base– cayó en forma abrupta. Parte del mérito se lo llevaron personajes como el operístico alcalde Rudolph Giuliani, que personificó una demanda social por "tolerancia cero" ante las faltas y los delitos. Quienes conocieron Nueva York en los 80 no pueden creer lo segura que es hoy. Pero múltiples estudios, entre ellos Freakonomics, un libro políticamente incorrecto, señalan otras razones: más policías en las calles, menor indulgencia judicial, más personas en la cárcel, desencanto de los más jóvenes con el crack tras ver el daño que provocó en sus padres y hermanos mayores, y –no es menor– la superabundancia de la droga y el derrumbe de la rentabilidad para los traficantes. Matar o morir por una esquina ya no valió la pena.

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